“La Violencia me Siguió Persiguiendo”: Luchando por la Paz en Colombia

Historiador, sociólogo y filósofo colombiano Gonzalo Sánchez habla acerca del trabajo delicado de recuperar la verdad y construir memoria histórica en el contexto de una guerra continua.

June 28, 2021

Un soldado vigila una reunión entre líderes de organizaciones de víctimas y agencias del estado participando en la implementación de los acuerdos de paz en Briceño, Antioquia. (Alex Diamond)

Este artículo fue publicado originalmente en inglés en NACLA Report, nuestra revista trimestral.

Por casi todo el medio siglo del conflicto armado colombiano, Gonzalo Sánchez ha sido una de las voces más influyentes en la búsqueda de entender las fuerzas detrás y las consecuencias de esta violencia. El histórico acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) pretendía traer una paz muy esperada. Sin embargo, casi cinco años después, muchas zonas de Colombia siguen viviendo bajo la amenaza diaria de violencia por varios grupos armados.

Como me dijo Sánchez en una reciente entrevista, sus experiencias personales con la violencia han impulsado sus investigaciones. “Cuando era niño,” dijo él, “me tocaba ver desde la finca como la Chulavita estaban incendiando los ranchos y matando a gente.” El 9 de abril, 1948, el líder liberal sindicalista y candidato a la presidencia Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado en Bogotá, lo cual desencadenó una década de un conflicto partidario conocido como La Violencia. La Chulavita nació como una policía política que hizo el trabajo sucio del partido conservador, tomando como objetivo a personas como la familia de Sánchez que estaban afiliadas con los liberales. Una noche, cuando Sánchez tenía cinco o seis años, les llegó la noticia a su familia que la Chulavita venía esa noche a matarlos. La familia huyó. “Salimos sin nada,” él dijo.

La familia de Sánchez pasó menos de un año en Bogotá hasta que su papá, un campesino no acostumbrado a la vida urbana, decidió volver con la familia a su pueblo. La familia de Sánchez iba “de finca a finca, huyendo de la violencia en el día a día y en condiciones muy precarias”.

En 1958, élites de los partidos liberal y conservador llegaron al acuerdo del Frente Nacional, donde alternaron el poder político y ostensiblemente pusieron fin a La Violencia. Sin embargo, para la comunidad donde Sánchez se crio, el acuerdo solo trajo nuevas dinámicas de violencia. Estas incluyeron los bandoleros, grupos armados formados por campesinos víctimas de La Violencia que eran precursores a los guerrilleros de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). El padre de Sánchez se vio obligado a negociar tanto con el ejército, que había instalado un aeropuerto de helicópteros en su finca, y los bandoleros, que los rodeaba. Según Sánchez, “aquí había una violencia mucho más difusa. La sobrevivencia era una negociación diaria. La esencia de lo que se jugaba era la vida. Todos trataban de salvar su vida.”

Cuando Sánchez empezó a estudiar en la Universidad Nacional de Colombia en 1965, dirigió su atención a entender la violencia que había configurado su vida. En la universidad, entró a un “mundo de la rebelión” orientado hacía un cambio social. “La revolución tenía cincuenta mil modalidades,” el recordó, “pero el común denominador era hay que cambiar esto.”

Estudiantes y profesores radicales concibieron a un nuevo papel de la violencia, lo que Sánchez describió como “el paso de una violencia reaccionaria, que era la violencia contra los campesinos, a una violencia revolucionaria contra el Estado para transformar el orden (vigente)”. Una persona que personificaba ese cambio, dijo Sánchez, era Camilo Torres, un cura Católico radical que cofundó la primera facultad de sociología en la Universidad Nacional antes de unirse al ELN. Lo mataron en combate en 1966. “En ese tiempo muy militante, varios de mis compañeros fueron asesinadas,” dijo Sánchez. “La violencia me siguió persiguiendo.”

Sánchez se unió a las filas de un grupo cada vez más politizado de académicos colombianos, concentrándose en las dimensiones históricas de la violencia y rebelión rural. En los años 80, Colombia experimentó un gran aumento de violencia. Grupos guerrilleros de izquierda se expandieron, peleando con fuerzas estatales en nuevas regiones. Paramilitares derechistas se formaron a pelear con la guerrilla, pero también usaron violencia contra sindicatos y movimientos sociales, y impulsaron el despojo violento en zonas ricas en recursos naturales. A la vez, la producción y el tráfico de cocaína se dispararon, y carteles trajeron violencia a las ciudades colombianas. En este contexto, el gobierno colombiano estableció una comisión en 1987 que juntó a violentólogos renombrados que investigaban el conflicto colombiano. Sánchez fue nombrado como coordinador.

Trabajar por una comisión estatal encargada con la tarea de diagnosticar y ofrecer soluciones de como acabar con la violencia le presentó un conjunto de nuevos retos, oportunidades y riesgos. “En los años setenta y ochenta, lo natural era que ser analista social era ser rebelde antiestatal,” dijo Sánchez. “Entonces asumimos la tarea con mucha desconfianza.” La comisión tenía que hacer un paso muy delicado. Buscaron ofrecer un útil análisis que pudiera tener una influencia en las políticas estatales para combatir la desigualdad y mitigar la violencia y a la vez intentaron garantizar “que el estado no utilizara lo que nosotros ibamos a producir,” explicó Sánchez. Se supone que la comisión iba a entregar un reporte privado al presidente Virgilio Barco. En cambio, publicaron un libro, Colombia: Violencia y Democracia, que fue distribuido a las librerías del país. “Era la manera de garantizar la autonomía y la no instrumentalización de lo dicho,” dijo Sánchez.

Esta no sería la única experiencia de Sánchez en trabar bajo un gobierno que no compartiera sus opiniones políticas. En 2003, la administración de presidente Álvaro Uribe negoció una desmovilización de los grupos paramilitares del país. El acuerdo ha sido fuertemente criticado por no desmantelar las organizaciones paramilitares, hacer responsables a los actores violentos o proveer restitución a las víctimas. La Ley de Justicia y Paz, que estableció el marco del proceso, también fundó el Grupo de Memoria Histórica, en 2007. Sánchez fue nombrado director, puesto que conservó en 2011 cuando cambiaron el nombre al Centro Nacional de Memoria Histórica.

Hablé con Sánchez acerca de los retos de investigar la violencia en el contexto de un conflicto continuo, los 11 años que dirigió el Centro Nacional de Memoria Histórica y las maneras en que la memoria y la incidencia de las víctimas han afectado la cultura política de Colombia. La conversación ha sido editada por motivos de extensión y comprensión.

Alex Diamond: En tu trayectoria académica e intelectual, parece que hiciste un cambio sutil, de analizar el conflicto y las causas de la violencia, a analizar la memoria de la violencia. ¿Por qué enfocarte en la memoria?

Gonzalo Sánchez: En algún momento, comenzó a pesarme tanto estar ocupado del tema de la violencia que me planteé la necesidad de cambiar de tema. Y salí por allá en el 1989 a Francia a ser profesor visitante con la idea de estudiar la historia de la masonería y de los anarquistas.

Pero eso se quedó ahí porque resulta que la violencia estaba más fuerte en Colombia. Era de los peores momentos, el periodo de las bombas de Pablo Escobar. Regresé a Colombia, y el tema, otra vez, también todos los años noventa, me perseguía. Eso nunca paró.

El país no me dejó cambiar de tema, pero si permitió que alumbrara la pregunta por la experiencia personal. ¿Cómo es que la violencia me asedia y asedia al país? De alguna manera me sentía como prisionero de la violencia, mentalmente prisionero.

Fue Daniel Pecaut en Francia que me hizo la pregunta, “¿Por qué no haces una tesis doctoral en Francia?” Así nació [mi libro] Guerras, Memoria e Historia como un intento de reflexionar sobre todas las experiencias que te he contado. Hablé del tema de la memoria como un tema de trasfondo de la experiencia del país. En términos concretos la lectura era esta: ya he estudiado la objetividad, la positividad, la materialidad, la sistematicidad y la historicidad de la violencia. Ahora, Gonzalo, pregúntate por la subjetividad de la violencia, por lo que significa la violencia. No como dato, no como interpretación, sino como búsqueda de sentido.

AD: Al principio, fuiste director del Grupo de Memoria Histórica bajo el gobierno de Uribe, que fue notorio por sus violaciones de derechos humanos, vínculos con el paramilitarismo y su estrategia violenta de terminar el conflicto. ¿Cómo era dirigir una entidad pública en ese clima político?

GS: Nuestro reto más complicado era la autonomía. Para un intelectual contestatario, ¿cómo trabajar en una institución creada por el gobierno Uribe? Era un grupo que necesitaba garantías de autonomía. ¿Cuál era mi preocupación? Cómo ofrecerles garantías a las víctimas, a las organizaciones sociales y de derechos humanos como parte de un Gobierno tan distante de los temas de terminar el conflicto armado por la vía negociada.

Era un desafío tremendo. Había una reticencia fuerte y comprensible [a trabajar con el Grupo de Memoria Histórica] de parte de las organizaciones de los derechos humanos y de las víctimas que estaban siendo muy activas en ese momento en reacción al paramilitarismo y en reacción a las versiones de los paramilitares. Las víctimas se habían organizado como sujetos políticos y crearon su discurso en lucha contra el discurso paramilitar. Y el gobierno se consideraba legitimador a través de Justicia y Paz [la ley que gobernó la desmovilización paramilitar] del discurso de los paramilitares.

AD: ¿Que era el discurso legitimador de los paramilitares?

GS: la primera forma que tomó ese discurso en las versiones de los paramilitares eran las versiones heroicas de los paramilitares. Cuando los paramilitares salían a hacer esos pronunciamientos de justicia y paz en la escena pública, con una gran ceremonia, pero sin víctimas ahí. Y construyeron todo ese discurso de legitimación de porque ellos habían matado y masacrado a la gente, porque esas víctimas campesinas eran unos subversivos. Las víctimas sintieron la negación de la responsabilidad y de la verdad de lo qué había pasado. Después se transformó porque las víctimas fueron cogiendo cada vez más protagonismo y cuestionando mucho más profundamente esos escenarios. Pero ese discurso tuvo amplia recepción social y quedó instalado en la sociedad.

AD: En el trabajo del Centro Nacional de Memoria Histórica, siempre ha habido un enfoque explícito en las experiencias y perspectivas de las víctimas del conflicto. ¿Por qué este énfasis en las víctimas?

GS: Primero, el tema de los paramilitares fue visto en el marco de un proceso de justicia transicional, que está muy marcado por la centralidad de las víctimas. Pero segundo, yo creo que el énfasis se debió también a esa actitud defensiva frente al estado, a evitar a toda costa que nuestro trabajo se viera como legitimador de la Justicia y Paz de los paramilitares. Entonces para nosotros había una dimensión política más allá de la legal y de la normativa.

Pero ahí pasó algo muy interesante. El contexto político se iba modificando por los reclamos de las organizaciones de víctimas. Les parecía que hubo un excesivo énfasis de ver a los afectados por la violencia solamente como víctimas, como sujetos pasivos de la violencia. Dijeron, “Nosotros sufrimos la violencia, pero somos protagonistas, queremos ser vistos como agentes de transformación.” Y realmente, se ha visto en el país que las organizaciones de víctimas son unos productores de discursos, de formas organizativas, de propuestas, de transformación. Muchas de estas personas, que veíamos cómo sufrientes de la violencia en algún momento, se transformaron entonces en protagonistas de cambio. Piensa, por ejemplo, en las zonas agrarias con las mujeres—el proceso de transformación del rol de las mujeres en la sociedad. Hay un proceso en este sentido muy transformador de la violencia en la cultura política.

Un letrero en Urabá, Colombia explica la razón de ser de una comunidad de campesinos desplazados por el conflicto armado. (Alex Diamond)

AD: El Centro ha trabajado con víctimas para recoger testimonios y construir la memoria histórica y colectiva. Aparte de establecer lo que pasó, ¿Cómo puede ser esa acción de dar testimonio un importante proceso social y transformativo para las víctimas?

GS: Para cualquiera que ha sufrido una pérdida, siempre la pregunta del porqué está latente. Quiere entender ¿Por qué pasó eso? Esta ahí latente. Pero para la gente en un momento se vuelve importante poder contar. La función terapéutica de la memoria es muy grande. De ser escuchado, de ser reconocido, de poder compartir mi dolor. El testimonio puede ser un elemento de conocimiento. Pero más que de conocimiento, es esa función sanadora, liberadora, comunicadora y socializadora de las experiencias.

Es muy colombiano en la manera como se han juntado la demanda de verdad y la demanda de memoria. Cuando se creó el Grupo de Memoria Histórica, a mucha gente le parecía un poquito contrasentido. [Muchos pensaron que] la memoria es el reino de la objetividad y de la interpretativa, y la memoria es de otro reino de la subjetividad, entonces ¿cómo las vas a combinar? Yo creo que uno de nuestros aportes interesantes es haber juntado esas dos cosas. De simultáneamente producir nuevo conocimiento sobre lo que ha pasado, pero al mismo tiempo dar cuenta de esa experiencia y de esa vivencia social y colectiva de las víctimas, buscando sentido a lo que ha pasado.

AD: Eras todavía director del Centro en 2012, cuando empezaron los diálogos de paz entre las FARC y el gobierno, y en 2016 cuando se firmó el acuerdo de paz. ¿Cómo cambió el proceso de paz las actividades del Centro y la importancia de la memoria en la sociedad colombiana?

GS: Si bien el tema de la memoria y la verdad comenzó como un tema muy marcado por la respuesta ética y la centralidad de las víctimas, el proceso de paz produjo algo tremendamente transformador. Y es que el campo de la memoria y el campo de la verdad se ensanchó enormemente el proceso de negociación de la Habana, que era también una lucha por el relato. Una de las primeras preguntas era: cuál es el origen del conflicto, y allí está la pepa de la lucha por el relato. ¿Cuál es el primer responsable histórico de lo que ha pasado? La guerrilla dice, es el Estado. El Estado dice, es la insurgencia.

Pero las conversaciones de los acuerdos también ensancharon la base social de la mesa [de negociación] y del relato. Porque ya no solamente se trata del relato que están discutiendo estado e insurgencia, sino que las víctimas entran. Después, los militares comienzan a plantear exigencias de registro de su propio relato donde no se cuentan como protagonistas del conflicto, sino como víctimas.

Esa pelea por el relato era un intento de ubicarse en la condición de víctima, porque eso parecía ser la única fuente de legitimación social. Y la guerrilla también se sentó a la mesa y se puso como víctima. Todos entraron como víctimas y todos entraron con la pretensión de tener su relato hegemónico. Pero bueno, el punto a que llevaba es que los diálogos de la Habana pluralizaron el campo de la memoria. Ya la memoria dejó de ser un asunto solamente de víctimas. Todos los protagonistas del conflicto querían tener su relato y un lugar de su relato.

La memoria se volvió un lugar de debate público muy distinto a lo que sucedía hace 10 o 15 años. [El original Grupo de Memoria Histórica] producía un impacto en el mundo de los derechos humanos de las víctimas, pero política grande no era tanto. En cambio, hoy se vuelve un tema de fuerzas políticas porque es en el marco de la negociación, es en el marco de la interpretación del sentido de lo que se acordó, incluso de la legitimidad de los acuerdos mismos.

AD: En 2018, Iván Duque asumió la presidencia de Colombia. Había hecho campaña con una promesa de desmantelar los acuerdos de paz, y fue apoyado por Uribe [el expresidente que sigue siendo el adversario más virulento de los acuerdos de paz]. Renunciaste como director del Centro. ¿Tuviste la posibilidad de continuar?

GS: No, era claro que no me iban a prorrogar [como director] porque era tener de responsable en una entidad pública encargada de coordinar las voces para la producción del relato nacional del conflicto a alguien cuyas posiciones [políticas] para ellos eran las posiciones del Gobierno que habían dejado atrás y del cual se querían diferenciar tajantemente.

AD: Ha habido mucha polémica acerca del nuevo director del Centro, Darío Acevedo, que también viene del corriente político del uribismo. Bajo su liderazgo, el CNMH fue expulsado de la Coalición Internacional de Sitios de Consciencia, y organizaciones sociales colombianas como las Madres de Soacha [madres cuyos hijos inocentes fueron matados y presentados como guerrilleros por el ejército colombiano en el escándalo de los falsos positivos], la Asociación Minga [una organización de derechos humanos] y el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado han retirado apoyo o incluso sus archivos. Parece ser un ejemplo muy claro de la politización de la memoria. ¿Qué ha cambiado en el CNMH para generar tanta polémica, y cuáles son los intereses detrás de eso?

GS: Lo que ha pasado desde cuando el Grupo de Memoria Histórica era un grupo inofensivo y marginal—y de pronto hasta por eso se lo dejó trabajar porque se lo veía muy inofensivo y marginal—hasta lo que pasa ya con el Centro de Memoria Histórica y la reacción pública y el debate que hubo en el país con los nombramientos sucesivos del nuevo director, a mí me impactó mucho. Ahí nos dimos cuenta de que la importancia y el nivel de apropiación social del tema de la memoria iba mucho más allá de lo que nosotros hubiéramos podido imaginar.

Los mensajes que envió el director eran muy complejos en el sentido de que él recibió a las víctimas de FEDEGAN [nota del editor: la controversia acerca de la colaboración del Centro con la Federación de Ganaderos se centró en el hecho de que muchas de esas ‘víctimas’ dieron apoyo económico a grupos paramilitares y también se apoderaron de tierras de campesinos desplazados por la violencia paramilitar]. Recibió a los militares para hablar de su relato, recibió a las víctimas de una de las corrientes muy anti-FARC, que tienen un discurso durísimo. Entonces intentaron invertir los papeles. Si antes era un exceso de voz para las víctimas del Estado y los paramilitares, ahora vamos a darle la voz a las víctimas de la insurgencia.

Pero hay una pérdida de legitimidad del Centro en las organizaciones de derechos humanos y en el mundo de las víctimas. El Centro se sintió muy cercano a los militares y demás, pero cuando las cosas se hacen así, tan ostensiblemente desafiantes y controvertibles, finalmente dejan de ser útiles incluso para los propios militares.

AD: Los cambios en el Centro se han ocurrido como elemento de un proyecto político mucho más amplio, que podemos ver en las maneras en que el gobierno de Duque ha debilitado y desfinanciado instituciones creadas por el proceso de paz, lo cual contribuye a un gran incumplimiento en muchas partes de los acuerdos. Y, además, se ha visto un aumento en los asesinatos de líderes sociales y excombatientes de las FARC, y un crecimiento en grupos armados como las disidencias de las FARC y varios grupos paramilitares. ¿Cómo ves el futuro del proceso de paz? ¿Se puede salvar?

GS: Este país tiene un manejo muy complicado con los tiempos. En el cotidiano es un remolino de eventos, de situaciones que hacen perder la perspectiva historia. Entonces nosotros siempre vemos el cotidiano con un sentido catastrófico porque si uno lo mira, a uno le parece que está viviendo el fin del mundo todos los días en este país. Pero cuando uno mira los medianos y los largos plazos no pasa nada.

AD: Pienso en como empezamos la conversación, hablando de cosas que te pasaron hace 70 años, del desplazamiento violento de tu familia a una ciudad desconocida, de negociar la vida en un contexto de una violencia difusa con varios grupos armados. Y que en este país hay muchísimas familias y lugares en este momento pasando por lo mismo.

GS: Exactamente. Mira, yo estoy en este momento preparando un libro que recoge ensayos que he escrito a lo largo de los años. Yo me leo ahora cosas que escribí en los años ochenta sobre los procesos de paz y digo, estamos en la misma. Repetimos los mismos errores, enfrentamos los mismos problemas. Esta sensación del Macondo [el escenario ficcional de la emblemática novela colombiana de Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad] y el eterno retorno es tremendo en este país.

Pero no pierdo confianza con el proceso de paz. Yo creo que lo que se ganó con el proceso—lo que ganó la sociedad, lo que ganó Colombia, lo que ganaron las víctimas, lo que ganó la propia insurgencia—es demasiado grande como para que se pueda perder. Más allá del Gobierno y las instituciones del momento, todo esto que hemos hablado hoy de la construcción de conocimiento de la violencia en el país, de producción de memoria y de producción de la verdad, va generando una masa social muy grande y crítica, que se ha apropiado de estos temas, y yo creo que no se los va a dejar arrebatar. Hay una sociedad mucho más militante por la verdad, por la memoria, y por la paz. Entonces yo confío en que más allá de este terremoto cotidiano de que se está hablando, haya unas fuerzas sociales que en el mediano plazo puedan recuperar el lugar del proceso.


Alex Diamond es un candidato a PhD de sociología de la Universidad de Texas, Austin. Su investigación etnográfica se centra en la implementación de los acuerdos de paz de Colombia, analizando como el pueblo rural de Briceño ha experimentado una gran transición regional impulsada por los relacionados procesos de la formación del estado, el desarrollo de megaproyectos mino-energéticos y un programa de sustitución de coca.

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