Desaparición feminicida en Perú

En las luchas por la justicia, desde el conflicto armado interno hasta la violencia de género hoy, la impunidad de estos crímenes es constante. Callarse es también una forma violenta de desaparecer a las víctimas.

June 25, 2024

Una mujer hila lana en Lucanamarca, Ayacucho, Peru, 2011. (María Eugenia Ulfe)


Este artículo fue publicado en inglés en la edición de verano de 2024 de nuestra revista trimestral NACLA Report.


Dos mujeres ancianas, Anacleta y Teodora, caminaron a pie casi dos horas desde su pueblo de Lucanamarca para llegar a la municipalidad de Huanca Sancos en Ayacucho. Vienen para contar su historia de violencia sexual durante los años 1980 y ver si aún es posible inscribirse en el Registro Único de Víctimas (RUV), un instrumento de justicia transicional que reconoce a las personas y comunidades cuyos derechos fueron vulnerados durante el conflicto interno en Perú entre los años 1980 y 2000. La joven registradora de Huanca Sancos las recibe en el pasillo y casi no las escucha. Finalmente, a la insistencia de mi coinvestigadora Ximena Málaga Sabogal y yo, las atiende. Pero las mujeres no logran encontrar las palabras para narrar lo que han vivido.

Era agosto de 2013 cuando estas dos señoras se acercaron al Registro. El RUV se había creado en el 2005 para implementar, a traves de la Ley 28592, el Programa Integral de Reparaciones (PIR), recomendado en el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Creada durante el gobierno de transición del 2001, la Comisión de la Verdad y Reconciliación funcionó entre el 2001 y 2003 para investigar sobre los horrores vividos entre 1980 y el 2000, el periodo del conflicto armado interno y el gobierno autoritario de Alberto Fujimori. Como instrumento de justicia transicional, el Informe final de la CVR, entregado en agosto de 2003, incluyó una serie de recomendaciones sobre el Estado y también sobre qué mecanismos de justicia transicional podrían ayudar a resarcir las relaciones entre Estado y sociedad.

No desaparecieron a Anacleta y Teodora, pero sus vidas fueron marcadas por los hechos de las muchas violencias ejercidas contra sus cuerpos y ellas mismas. La violación es una forma extrema de subyugación y de dominación de unos cuerpos sobre otros, que hace muy difícil narrar los hechos de violencia, y estas señoras no se habían acudido a insribirse como víctimas por vergüenza y humillación. En cualquier caso, ellas decían, el Estado igual no iba a reparar el daño.

La búsqueda de justicia por violencia sexual y violencia contra la mujer es constante en el transcurso de los años. Unos años más tarde, el 24 de abril de 2018, Eyvi quedó con gran parte de su cuerpo quemado luego de que un hombre, que la acosaba por meses, le rociara gasolina y prendiera fuego en un bus de transporte público. Eyvi procedía de San José de Lourdes en Cajamarca, en la sierra norte del Perú. Tenía 22 años. Llegó a Lima para trabajar y estudiar. El acosador dijo que quería “desfigurarla” porque ella no aceptaba tener una relación con él. Tras 38 días en cuidados intensivos, Eyvi falleció. Grandes movilizaciones se sucedieron una tras otra, con colectas para subvencionar los enormes gastos médicos que tuvo que afrontar la familia. “Por Eyvi, por todas”, decían los manifestantes.

El día que Eyvi falleció hubo una gran movilización en silencio con velas y flores blancas frente al Ministerio de Justicia. El suyo es un nombre más que se ha vuelto consigna en la lucha por la justicia por las mujeres y niñas víctimas de la violencia de género y el feminicidio, o lo que podríamos llamar la desaparición feminicida. En la lista de casos emblemáticos están también mujeres como Arlette Contreras, cuya historia de ser arrastrada por su novio desnudo en un hostal en Ayacucho es una de las que alimentó el inicio del movimiento Ni Una Menos en el país con una marcha masiva en el 2016. Está Solsiret Rodríguez, estudiante y activista que había participado en la primera marcha Ni Una Menos, y que fue asesinada y descuartizada por su cuñado y su novia al año siguiente, en el 2016. Está Jana Claudia Gómez de Trujillo, en cuyo caso la justicia tardó más de una década en condenar a su esposo norteamericano por su asesinato después de que sus restos descuartizados aparecieron en una maleta en la playa Las Cascadas en Barranco en el 2007. Hay también historias como la de la niña de 14 años, cuyos padres tuvieron que rogar para que el Estado le concediera el aborto terapéutico en el 2023 tras ser violada por sus dos abuelos.

Rosario Aybar, madre de la activista Solsiret Rodríguez, desaparecida en agosto de 2016, participa en una marcha en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, el 23 de noviembre 2019. (Curry 1983 / CC BY - SA 4.0)

Estas son apenas unas cuantas historias que pueblan las constantes movilizaciones contra el feminicidio y la violencia contra la mujer cada año en Perú. Algunas son noticias que aparecen en medios de comunicación masiva; otras como las de Anacleta y Teodora, no forman parte de registros oficiales. La desigualdad y violencia estructural afecta a quiénes están debajo en el escalafón: las más indígenas, las que no hablan (o poquito) castellano, las que residen más lejos del centro de la capital, las que carecen de los medios para presentar una demanda en las instancias policiales y judiciales correspondientes.

En un país como el Perú que ha tenido un conflicto armado interno y autoritarismo, el feminicidio y la violencia contra la mujer deben verse en relación con el delito de desaparición forzada y en perspectiva histórica, precisamente para notar su larga permanencia en el tiempo, incluso en periodos de gobiernos democráticos, y el largo camino que las mujeres tienen que recorrer para alcanzar algo de justicia. El último reporte de la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas (DGBPD) entre 1980 y 2000, publicado en noviembre del 2023, arroja la cifra de 22.551 personas desaparecidas.

El feminicidio, la violencia contra las mujeres y la desaparición deben ser vistos de la mano por la forma que toma el crimen y la manera cómo género, raza, clase y etnicidad se entrecruza en el ejercicio de violencia contra cuerpos femeninos y feminizados. Como quedó descrito en el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2001-2003), el conflicto armado interno en Perú mostró con cifras sangrientas —69.280 víctimas— que no toda la población padeció la violencia de la misma manera. Las víctimas provinieron sobre todo de zonas rurales (79 por ciento). Las regiones de Ayacucho, Junín, Huánuco, Huancavelica, Apurímac y San Martín representan el 85 por ciento de las víctimas. Esta se condice con la información presentada por la DGBPD en el reporte de noviembre de 2023 que estima Ayacucho con un total de 10.738 personas desaparecidas.

Aunque durante el conflicto los epicentros de violencia fueron aquellos lugares con fuerte presencia de los grupos subversivos, hoy día son los lugares donde predominan intereses económicos. Como fue el caso en el conflicto armado, son más que todo poblaciones indígenas que sufren sus consecuencias. En la Amazonia, un especial del portal Ojo Público publicado en 2021 dio cuenta sobre el incremento silencioso de casos de violencia sexual contra mujeres del pueblo awajún por el aumento de la minería ilegal en sus territorios. Hay una intersección a la que seguirle la pista entre el desarrollismo lícito e ilícito y los territorios feminizados, como es el caso amazónico. Entre enero y mayo de 2021 se reportaron 80 casos de violencia sexual en el Centro de Emergencia Mujer de Condorcanqui, ubicada en la región de Amazonas, y ya se daba cuenta que prima un subregistro sobre violencia contra mujeres indígenas a raíz de que la mayoría de las víctimas no denuncian porque desconfían en las instituciones estatales. En otros lugares de la Amazonia, un reporte del 2023 sobre la violencia sexual contra menores indígenas estima que el 56,84 por ciento de las denuncias realizadas entre 2022 y 2023 corresponden a niñas y adolescentes mujeres boras y asháninkas. Del mismo modo que el caso anterior, la gran incidencia se debe a que sus territorios están constantemente amenazados, en este caso por el narcotráfico. Sin embargo, dirigentes indígenas señalaron al Ojo Público que estas cifras pueden ser mayores que las reportadas ya que hay muchos casos que no llegan a denunciarse sea por la lejanía de las comunidades donde residen, porque carecen de información para hacerlo, o no hablan castellano, o su castellano es limitado, como el caso de Anacleta y Teodora.

Miles de personas participan en la primera concentración bajo la consigna Ni Una Menos en el Perú, el 13 de agosto 2016. (Lorena Flores Agüero / CC BY - SA 2.0 DEED)

Cabitos 83 y la verdad histórica

Según el Informe final de la CVR, publicado en el 2003, la violencia no afectó a hombres y mujeres de la misma manera y tampoco estuvo distribuida uniformemente en todos los grupos de edad: más de 55 por ciento de las víctimas del conflicto armado interno peruano fueron hombres entre 20 y 49 años, mientras 20 por ciento fueron mujeres. La mayoría de las victimas —75 por ciento— fueron hablantes de un idioma indígena. Este perfil de la víctima típica —varón, proveniente de una región rural y hablante de una lengua originaria, en resumidas cuentas, indígena— produce en contraposición la imagen de una mujer buscadora de edad avanzada, hablante de una lengua indígena y proveniente también de una región pobre y campesina. El racismo y la discriminación producen estas identidades marginalizadas.  

Con el mandato de dar a conocer la verdad histórica como indispensable para la restauración de la democracia tras el gobierno autoritario de Alberto Fujimori, la CVR recopiló más de 17.000 testimonios que mostraron los rostros de las víctimas, los lugares, los eventos y las características de las violencias del conflicto. Entre los casos que investigó la CVR estuvieron las desapariciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales perpetradas entre 1983 y 1985 en Cabitos.

El edificio de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú ( ANFASEP ), en Ayacucho. (Henrrymiller / CC BY - SA 4.0)

El Caso Cabitos 83 es emblemático porque involucra a la participación de mujeres quechua hablantes de Ayacucho organizadas en la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Desaparecidos del Perú (ANFASEP), la primera asociación de víctimas fundada en el Perú, y es una lucha de más de tres décadas que guarda estrecha relación con el trabajo que desarrolló la CVR entre el 2001 y 2003. Cabitos es el nombre coloquial con el que se conoce al cuartel militar Domingo Ayarza en Ayacucho. Allí llevaron a muchos detenidos que salieron sin vida.

Más de tres décadas después, las víctimas y sus familiares vieron la justicia en el 2017. A lo largo de los 12 años que tomó la investigación judicial y las exhumaciones de restos que se siguieron con las pericias, el Caso Cabitos confirmó que existían fosas con restos humanos que correspondieron a más de cien cuerpos que en su mayoría son de varones entre 14 y 17 años. Además, la sentencia comprobó el carácter generalizado y sistemático de violencia ejercida por parte del Ejército en zonas de emergencia que es una conclusión a la cual se arriba en el Informe final de la CVR. Por último, se confirmó la existencia de un horno de incineración para la desaparición de evidencia.

Pero las borraduras de las victimas nunca llegan a ser totales o completas. Estas madres persistieron en la búsqueda de verdad y de justicia, convirtiéndose en símbolos mismos de esta lucha ante las negaciones del Estado y el racismo institucionalizado en el Perú. Como se muestra, los vestigios encontrados durante el trabajo de investigación del Caso Cabitos abrieron nuevas verdades y la lucha de estas mujeres se convirtió en símbolo para muchas más. Ellas junto con otras figuras femeninas de otros casos conocidos de violación de derechos humanos —como ha sido el Caso Cantuta, relacionado con la desaparición y ejecución extrajudicial de un grupo de estudiantes en 1991— son importantes figuras en la defensa de derechos humanos y de las luchas por la memoria. Ellas muchas veces también se unen en las luchas por las memorias de mujeres fallecidas por feminicidio.

Fotos de los desaparecidos se encuentran en un museo en Ayacucho, Perú. (Henrrymiller / CC BY - SA 4.0)

Espacios de violencia estructural

La desaparición forzada es un crimen que, muchas veces, sirve como espejo para mirar espacios de violencia estructural que funcionan en una sociedad. A la violencia física que implica la desaparición, es necesario añadir la violencia silenciosa (y hasta cómplice) de las burocracias estatales que son puestas en acción para dilatar procesos, no brindar información o brindar escasa información, maltrato a quienes buscan en formularios que no se comprenden o que muchas veces están escritos en castellano cuando sus víctimas hablan alguna lengua indígena, y sumergirse en la larga espera que los casos y las búsquedas avancen. El caso de Anacleta y Teodora, que aparece al inicio, es uno de tantos, de mujeres quechua hablantes que se acercan a una entidad pública que las recibe con suspicacia y hasta maltrato.

Perú es un país que orgullosamente se reclama en su Constitución política como multicultural y multilingüe y, sin embargo, el aparato estatal continúa manejándose desde Lima (como un gran centro de poder), en castellano y es esencialmente, monocultural. Para las 3 millones de mujeres peruanas que hablan una lengua originaria —que siguen siendo el grupo más reducido en terminar los estudios escolares— acceder a presentar una denuncia implica en muchos casos, un enorme gasto económico por el traslado y estadía, y lo que es peor, someterse a una burocracia, que en muchos casos las discriminará por no hablar del todo castellano. Al idioma dominante hay que sumar la forma como se dilatan los procesos, el maltrato recurrente que exuda una estructura de dominación y un ejercicio de violencia.

El desigual acceso al sistema de justicia, el papeleo innecesario, las filas o colas extensas, pueden pasar desapercibidos, pero son instancias que violentan los derechos de las personas. Sobre todo, de personas cuyas vidas transitan en esos pasillos porque acompañan procesos judiciales por desaparición forzada, feminicidio o buscan conocer el paradero de sus seres queridos y estos juicios toman años, incluso décadas.  Estas estructuras de violencia operan y tienen muchas veces rostros de mujeres, que son quienes acompañan y velan por los casos de sus seres queridos.

Un memorial a “nuestras muertas y desaparecidas ” en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, el 26 de noviembre 2022. (Candy Lopez / CC BY - SA 4.0 DEED)

Incómodos silencios y la justicia que tarda

Según el Registro Nacional de Información de Personas Desaparecidas (RENIPED), órgano que forma parte de la Policía Nacional del Perú, 9.909 mujeres fueron reportadas como desaparecidas entre enero y noviembre de 2023. Entre el 2019 y el 2023, la Defensoría del Pueblo del Perú registró 102.007 personas desaparecidas, de las cuales 63.604 fueron mujeres.  

El Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables reconoce la desaparición forzada de mujeres, niñas y adolescentes mujeres como una forma de violencia contra las mujeres. Un país históricamente centralizado en la capital como el Perú, implica que estas instancias de denuncia formal se encuentren mayoritariamente en las ciudades, capitales de provincia o centros poblados grandes a donde, quienes deseen presentar sus denuncias, deben acudir por sus propios medios. En muchos casos, esto implica un desplazamiento y gastos económicos que se suman al padecimiento emocional que conlleva el hecho de violencia.

Durante el periodo del conflicto armado interno, ha sido muy difícil para pobladores indígenas denunciar estos crímenes en sus comunidades. La poca diligencia y el hecho que el crimen no estuviera estipulado como tal en el Código de Derecho Penal sino hasta mediados de la década de 1990 hizo que este se sancionase sin dar cuenta de las razones o causas. Ha sido un largo trabajo recorrido de organizaciones de víctimas y de derechos humanos para que los casos sean sancionados y para que el crimen quede como tal en el Código de Derecho Penal. Pero, en la búsqueda se escapaba un tema central y es que muchas veces fueron “buscados” y “denunciados” los casos de hijos, esposos, hermanos y no tanto así de familiares mujeres. Esto retrata también cómo operan los mandatos patriarcales y las formas sesgadas de construcción de la investigación. Y, en última instancia, refleja también, los incómodos silencios por parte de los actores locales.

La pandemia no aminoró los casos de desaparición forzada. Más bien mostró con cifras espeluznantes que la casa no es el lugar seguro para muchas mujeres, niñas y adolescentes mujeres. En el caso de las mujeres indígenas, 59 por ciento han sido víctima de violencia por parte de su pareja, según datos oficiales. En cuanto a la desaparición de niñas, adolescentes y mujeres, en el 2021 se emitieron 5.904 notas de alerta en la Defensoría del Pueblo de las cuales 2.007 correspondieron a casos de mujeres adultas y 3.897 a niñas y adolescentes mujeres.

El problema es más serio cuando estos datos se contrastan con las sanciones: la Defensoría del Pueblo informó en enero de 2021 que, de 12 feminicidios perpetrados en el transcurso de ese mes, cinco de los denunciados tuvieron prisión preventiva, cuatro enfrentaron una investigación preliminar, uno se quitó la vida y dos fueron no habidos. El asesino de Eyvi fue condenado el 2019 a 35 años de cárcel por feminicidio. El asesino de Jana Claudia, purga prisión hasta el 2041, pero constantemente pide ser trasladado a su país. Sin embargo, los asesinos de Solsiret Rodríguez fueron absueltos del crimen de feminicidio, que para uno de los dos resultó en la reducción de la pena de 30 años a los 6.

Un performance en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, el 26 de noviembre 20 22. (Les Egusquiza / CC BY - SA 4.0)

En otros casos de procesos de derechos humanos, se observa que la estrategia de los acusados es desestimar la denuncia, que es un punto más complejo que dilatar las audiencias, demorar el recojo de testimonios o aplazar así la sentencia. Las mujeres de las comunidades de Manta y Vilca de  Huancavelica, por ejemplo, llevan más de tres décadas en la busqueda de justicia por violencia sexual perpetratada por los miembros del Ejército destacados en la base militar entre los años 1984 y 1988. Según la CVR, el caso de Manta y Vilca es emblematico del uso de la violencia sexual en contexto del conflicto. El caso, que se llevó a 13 ex militares a jucio en el 2016, sigue en proceso en el momento de la redacción. (Nota editorial: En una sentencia histórica dictada después de la publicación original de este artículo en el NACLA Report, 10 soldados fueron declarados culpables en este caso de violación como crimen contra la humanidad.)

Anacleta y Teodora salieron del Municipio de Huanca Sancos sin dejar sus nombres ni historia en el Registro Único de Víctimas. El hombre que arrastró a Arlette Contreras en un hotel en Ayacucho por negarse a tener relaciones sexuales, fue absuelto en primera y segunda instancia. En una tercera instancia, el agresor es condenado a 11 años de prisión efectiva por tentativa de feminicidio, pero lo absolvieron por el delito de tentativa de violación sexual. En la actualidad el agresor se encuentra prófugo. Los trece militares acusados en el caso Manta y Vilca siguen en libertad. Se espera la lectura de la sentencia del caso en los próximos meses (ver nota editorial arriba). Y es que esto se vincula con un tema previo que tiene relación con la administración de justicia y es el desconocimiento de funcionarios públicos y de la policía para tomar testimonios y enfrentarse a estos delitos de lesa humanidad.

“Justicia que tarda, no es justicia”, se repite entre quienes años después ven sus casos entrampados y aun embargados de desaliento, no desisten en sus búsquedas. Se requiere justicia para avanzar en equidad de derechos y no que esta revictimice, demore décadas o nunca llegue.

La desconfianza en las instituciones estatales es muy grande, así como la constante amenaza de una cultura de impunidad. Sumada a los espacios de violencia estructural y física, y para el caso específico de desaparición forzada durante el conflicto, está también los intentos negacionistas por limpiar a perpetradores de crímenes de derechos humanos. El último intento en el Perú ha sido en marzo de 2024, cuando los congresistas de partidos de derecha, Fernando Rospigliosi (Fuerza Popular) y José Cueto (Renovación Popular), presentaron una propuesta ley ante el Legislativo que busca la prescripción de los procesos y sentencias de casos de lesa humanidad ejecutoriadas hasta antes del 2002 y que se hayan basado en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Si este proyecto de ley procede, se beneficiaría a Alberto Fujimori, su jefe de inteligencia Vladimiro Montesinos y miembros de las Fuerzas Armadas acusados por crímenes de lesa humanidad como desaparición forzada.


María Eugenia Ulfe es profesora principal de antropología en el departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Es autora, con Ximena Málaga Sabogal, de Reparando Mundos: Víctimas y Estado en los Andes peruanos (PUCP, 2021).

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