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En Asunción de Quiquibey, una comunidad indígena mosetén del departamento de Beni, al noreste de Bolivia, los incendios forestales ardieron sin control durante meses el año pasado. Armados con palas, ramas de árboles y botellas de plástico de dos litros, los miembros de la comunidad hicieron todo lo posible por mantener las llamas a raya mientras el fuego arrasaba lentamente el cacao, la papaya y los plátanos que los miembros de la comunidad cultivan para sobrevivir.
Enfrentando una grave sequía y sin apoyo significativo del gobierno, la comunidad no podía hacer mucho por su cuenta. Las Fuerzas Armadas bolivianas llegaron para ayudar durante una tarde, pero al no contar con la preparación y el equipamiento suficientes, sus esfuerzos fueron improductivos. “Nosotros, sólo como comunidad, luchando aquí y luchando allá, cada comunario defendiendo su parcela de cacao”, dijo a finales de octubre Hermindo Vies, anterior líder de la comunidad y guardabosques. “Es una maldición”, dijo, “este incendio ha terminado todo”.
Mientras tanto, durante una tarde brumosa en noviembre en la capital administrativa de La Paz, un grupo de varias docenas de manifestantes se reunió en una plaza cercana al centro de la ciudad. A medida que aumentaba la multitud, los activistas hacían los últimos retoques a sus carteles, añadiendo imágenes de pulmones ardiendo y lemas como “ni oro, ni coca, el bosque no se toca”.
Las protestas se organizaron en respuesta a los enormes incendios forestales que arrasaron el país entre septiembre y noviembre del año pasado, quemando millones de hectáreas de bosque. Agravado por el fenómeno de El Niño y los efectos del cambio climático, 2023 fue un año de sequías sin precedentes, cuyas consecuencias se tradujeron en incendios forestales que envolvieron en humo ciudades amazónicas y andinas durante semanas. En los primeros meses de 2024, mientras Sudamérica seguía enfrentándose a un calor y una sequía sin igual, los incendios forestales también asolaron Argentina, Chile y Colombia.
Aunque los recientes cambios políticos han provocado una disminución de la deforestación en el país vecino, Brasil, la expansión de la soya, el ganado y la madera en Bolivia se acelera sin cesar. En 2022, Bolivia ocupaba el tercer puesto mundial en pérdida de bosques primarios, después de Brasil y la República Democrática del Congo. En una reunión de líderes de países amazónicos llevada a cabo el pasado agosto, el gobierno boliviano volvió a negarse a comprometerse a poner fin a la deforestación en la Amazonia para 2030.
Si bien los manifestantes tienen razón al movilizarse contra la deforestación y los incendios descontrolados, existe una desconexión en el movimiento ecologista sobre las causas primarias de la deforestación, impulsada en gran parte por el sector agroindustrial del país. Un examen más atento de las acciones y la retórica tanto del gobierno boliviano como de los intereses privados revela los fundamentos racistas y capitalistas que dan forma a gran parte de la reacción contra los incendios. Por ejemplo, algunos manifestantes han invocado el lema racista “ni collas, ni coca, el bosque no se toca” para denunciar la quema, utilizando el término “collas” de forma derogatorio para referirse a los indígenas de las tierras altas que han emigrado a las tierras bajas del este en busca de trabajo. Este tipo de ecologismo no “considera los problemas ambientales como una cuestión estructural estrechamente relacionada con la clase, raza e injusticias sociales”, dice Angélica Becerra, miembro del grupo activista Mujeres, Territorios y Resistencias, con sede en Santa Cruz.
Chaqueo en Bolivia
Los incendios estacionales controlados son comunes en los trópicos. La práctica de despejar los campos para la siembra durante la estación seca prendiendo fuego a la maleza muerta se ha empleado en todo el mundo durante milenios y tradicionalmente es rotativa, dando tiempo a que los suelos recién cultivados recuperen los nutrientes. Aunque su forma tradicional puede ser sostenible y saludable para los bosques, el chaqueo, como se conoce en Bolivia, se ha confundido a menudo con la agricultura de “tala y quema”, o el uso del fuego para talar bosques sanos en pos de nuevos cultivos.
Este ha sido el caso de comunidades como Asunción de Quiquibey, situada en la Reserva de la Biosfera Pilón Lajas. En contraste con las grandes operaciones agroindustriales, los miembros de Asunción de Quiquibey emplean el chaqueo mediante el cultivo rotativo de cosechas como el cacao, los plátanos, la papaya y el arroz. Este método de siembra sostenible ha sido calificado en todo el mundo de “atrasado”. Sin embargo, en un contexto de grave sequía, muchos de los incendios provocados por el chaqueo a pequeña escala se propagan al bosque circundante. Los megaincendios son un fenómeno posterior a 2016, lo que indica que las fuerzas combinadas del cambio climático inducido por humanos y la agricultura industrial son las principales responsables de las quemas incontrolables.
En Bolivia, el Estado lleva mucho tiempo diciendo a las comunidades indígenas como Asunción de Quiquibey que deben cuidar y preservar, “hay que cuidar, hay que cuidar, hay que cuidar,” afirma Vies. “No hay que depredar”. Pero como comunidad que siempre ha vivido en la selva y ha empleado prácticas de quema sostenibles, “¿de qué vamos a vivir si cuidamos, cuidamos no más, sin aprovechar sus recursos?”, se pregunta Vies.
Los discursos gubernamentales que atribuyen la responsabilidad de la conservación a las comunidades indígenas contrastan fuertemente con las políticas gubernamentales que fomentan el asentamiento de zonas boscosas por parte de productores agrícolas, en su mayoría empresas de cultivo de soya y operaciones ganaderas. Estas empresas utilizan el fuego para talar vastas extensiones de tierra, una práctica que a menudo sobrepasa los límites legales con escasa aplicación por parte del gobierno. Mientras las regiones amazónicas sufren la peor sequía en décadas, muchos de estos incendios se propagan inadvertidamente fuera de control.
Aunque el gobierno boliviano envió bomberos voluntarios a las regiones más afectadas y recibió una ayuda internacional limitada, fue demasiado poco y demasiado tarde. En noviembre del año pasado, los incendios habían arrasado 2,7 millones de hectáreas. La mayoría de las comunidades afectadas, incluida Asunción de Quiquibey, se han visto obligadas a tomar las riendas de su destino. El pasado noviembre, los carteles pidiendo donaciones para apoyar los esfuerzos locales de lucha contra los incendios eran comunes en muchas ciudades y pueblos bolivianos.
Los movimientos sociales tienen razón al condenar la tibia respuesta nacional e internacional a la quema. Sin embargo, según Becerra, los ambientalismos bolivianos han sido “cooptados por las ultraderechas”. La mayoría de los que asisten a las protestas ecologistas proceden de clases sociales y grupos privilegiados, una posición que a menudo los pone en contradicción con los intereses de la mayoría de la población boliviana. Becerra señala que muchos de los que configuran el discurso medioambiental a nivel nacional también tienen intereses empresariales en juego. Por ello, “proponen medidas individualistas para enfrentar el cambio climático” y “despolitizan la lucha por la vida, el agua y la tierra”, afirma. “Ese ambientalismo sólo favorece a las élites locales y mundiales y no cambia la realidad ni de las poblaciones ni de los territorios”.
Sistemas mundiales de consumo y demanda
Entre 2001 y 2021, el cultivo de soya causó la deforestación de 90.000 hectáreas, y la industria de la carne de vacuno es responsable del 35 por ciento de la pérdida histórica total de bosques en Bolivia. La mayor parte de esta deforestación está impulsada por el apetito cada vez mayor por la soya, la carne de vacuno y la madera en el Norte Global. En 2020, los países de renta alta consumían más de 90 kg de carne al año por persona, mientras que los países de ingreso medio bajo sólo consumían unos 15 kg. En Bolivia el consumo de carne es alto para su categoría, aproximadamente 75 kg per cápita.
El cultivo ilícito de coca para la producción de cocaína —que no se debe confundir con la producción legal de coca para el consumo humano de hojas sin procesar— es también una importante fuente de deforestación en las zonas subtropicales. Al igual que ocurre con la agroindustria y la minería del oro, el cultivo ilegal de coca está impulsado en gran medida por la demanda del Norte Global: en 2020, América del Norte y Europa Occidental y Central fueron responsables del 51 por ciento de la demanda mundial de cocaína.
Del mismo modo, la minería de oro industrial e informal artesanal contribuye a la deforestación. Con los recientes picos en los precios del oro impulsados por los mercados de joyería en los países ricos y la creciente demanda de oportunidades de inversión en las economías emergentes, la minería de oro se ha disparado en los países amazónicos. Bolivia exportó más de 2.500 millones de dólares en oro en 2021.
Los llamados de los manifestantes ecologistas a menudo hacen poco por diagnosticar los sistemas capitalistas globales que impulsan la explotación ecológica. En lugar de ello, dirigen todas las culpas hacia el actual gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), así como a la administración del expresidente del MAS, Evo Morales.
Esta culpa dirigida al MAS es merecida, aunque no es exclusiva de estas administraciones. Los gobiernos de Luis Arce y Morales han desempeñado un papel sustancial en facilitar la deforestación, en gran parte a través de acuerdos clientelares con gigantes de la agroindustria en el departamento del oriente boliviano, Santa Cruz. Ambas administraciones han sido criticadas por predicar visiones medioambientales utópicas y, al mismo tiempo, ampliar las actividades extractivas en detrimento de la Amazonia y otros ecosistemas frágiles. Más recientemente, en la COP28 de Dubai, el vicepresidente de Bolivia, David Choquehuanca, subrayó la necesidad de “salvar a la Madre Tierra de las múltiples crisis originadas por la civilización occidental neocolonial, capitalista, imperialista y patriarcal”. Cuando dijo esto a principios de diciembre, muchos incendios seguían ardiendo con un mínimo apoyo gubernamental en la lucha contra el fuego, y su gobierno aún no había declarado el estado de emergencia.
Aunque, por supuesto, el gobierno boliviano debería adoptar políticas más agresivas para frenar la deforestación y combatir el cambio climático, ésta es una responsabilidad de todos los gobiernos, especialmente de aquellos con mayor responsabilidad histórica en el cambio climático. Los países ricos sólo representan el 12 por ciento de la población mundial actual, pero son responsables del 50 por ciento de las emisiones de combustibles fósiles causantes del cambio climático.
Bolivia forma parte de un clima global, y no puede hacer frente sola a sus desastres relacionados con el clima.
“Nos vienen a invadir”
Una de las paradojas de una parte del movimiento ecologista, similar al de Estados Unidos y otros países, es que la culpa de los problemas ecológicos, como los incendios forestales, suele recaer en los pobres, los inmigrantes o las personas “ajenas” considerados una amenaza para la naturaleza. En Bolivia, esto se expresa en gran medida como una amenaza de los inmigrantes que supuestamente llegan al este de Bolivia desde los Andes, una presunción también cargada de imaginarios raciales que enfrentan a los inmigrantes de piel más oscura con los bolivianos de piel más pálida. En los eslóganes y cánticos de los manifestantes ecologistas está implícito que los incendios forestales son culpa de los cocaleros, pequeños agricultores y mineros artesanales del oro, muchos de los cuales son indígenas y están preocupados simplemente por llegar a fin de mes. “Las arengas o los carteles giran en torno a cuidar el agua, la tierra, como de manera muy global”, dice Becerra. Están “mirando los bosques como seres vírgenes, puros y limpios y desconociendo las relaciones de interdependencia que tenemos la humanidad con el monte y la tierra”.
Las llamadas a expulsar a los interculturales —típicamente indígenas andinos que han emigrado a zonas tropicales para cultivar o extraer oro— ocultan el problema mayor de la agricultura industrial, responsable de la mayoría de los incendios forestales. Y mientras se denuncia a los indígenas bolivianos por su contribución a la pérdida de bosques, rara vez se critica el papel de los menonitas, que emigraron a América Latina desde Europa y Norteamérica a mediados del siglo XX. Las comunidades menonitas de Bolivia son responsables de casi el 25 por ciento de la deforestación relacionada con las plantaciones de soya.
“Es un discurso muy superficial o muy falso que ponen”, afirma Marie, otra activista de Mujeres, Territorios y Resistencias que prefiere ser identificada sólo por su nombre de pila. Muchos activistas culpan en general a “los pueblos indígenas de tierras bajas”, que puede referirse tanto a los interculturales como a comunidades como Asunción de Quiquibey, “sin nombrar ninguno, sin tampoco saber muy bien a quién nos referimos”, señala, contribuyendo a un discurso “profundamente racista” de “nos vienen a invadir”. Aunque la simplicidad de esta retórica es atractiva, no consigue “verlo bien de cerca de donde realmente vienen los incendios”.
De hecho, este lenguaje simplista resulta en última instancia funcional para los empresarios y organizaciones conservadoras que en algunos casos han intentado cooptar al movimiento ecologista. Culpar a los pobres y a los indígenas tiene el cómodo efecto de desviar la atención del sector privado industrial convirtiendo a los pequeños agricultores en chivos expiatorios. Estos mismos actores también tienen un historial de aprovechamiento de los incendios con fines políticos. Durante los catastróficos incendios de las llanuras tropicales de la región boliviana de la Chiquitanía en 2019, surgieron ONGs ecologistas como Ríos de Pie con la clara ambición de utilizar los incendios como arma contra el expresidente Morales, con el objetivo de reducir sus posibilidades de reelección. Como resume el antropólogo Andrés Huanca, la gran agroindustria ha “utilizado la lucha ambientalista solo para aumentar su margen de ganancias ¿a caso hay un mejor retrato del capitalismo contemporáneo?”
Hacia un enfoque más crítico
Sin duda, no todos los activistas medioambientales pueden incluirse en este grupo. Algunos están haciendo frente a estas contradicciones para cambiar el debate. Para formar un movimiento medioambiental más eficaz, justo e interseccional, organizaciones activistas como Mujeres, Territorios y Resistencias están poniendo de relieve la visión estrecha y clasista que encierra “ni oro, ni coca, el bosque no se toca”. En su lugar, la sustituyen por “ni soya, ni ganado, ni agroindustria”. Según dicen, los incendios a los que se enfrenta Bolivia deberían quemar la agroindustria y el modelo capitalista extractivista, no los bosques bolivianos.
“Ese ambientalismo miope, aburguesado, fascistizante y machista, no lo necesitamos”, dice Becerra. En su lugar, “necesitamos pensar en otro ambientalismo... con objetivos políticos que mire las desigualdades, las estructuras capitalistas, patriarcales y coloniales”.
Tras estas disputas políticas y la búsqueda de chivos expiatorios, las fuerzas políticas, económicas y medioambientales que provocaron esta situación permanecen inalteradas. Se calcula que el calentamiento global provocado por los humanos ha multiplicado por un factor de 30 la probabilidad de la sequía amazónica de 2023, y es probable que se produzcan sequías similares o peores con mayor frecuencia.
En Asunción de Quiquibey, las cicatrices de los incendios permanecen. “Todos los chacos con producción [agrícola] están quemados”, dice Hermindo Vies, que calcula que sólo en su comunidad se perdieron entre 20 y 30 hectáreas de tierra agrícola y entre 10.000 y 15.000 hectáreas de bosque.
Aunque una ley boliviana garantiza la indemnización por las tierras y estructuras perdidas en los incendios forestales, las autoridades aún no han evaluado siquiera los daños en el pueblo. “Sabemos que hoy, de aquí para adelante no va a haber plata, no va a haber yuca, no va a haber arroz, no va a haber nada. Vamos a sufrir todo este año, y de aquí para adelante”.
Benjamin Swift es un escritor, cineasta y productor de podcasts residente en La Paz (Bolivia). Sus historias giran en torno a los derechos humanos globales, el medio ambiente y el cambio climático y temas LGBTQIA+. Benjamin es copresentador y cocreador de People Place Power, un podcast sobre activismo en todo el mundo.
Laura Barriga Dávalos es artista visual, fotógrafa e investigadora residente en La Paz (Bolivia). Actualmente trabaja en su primera exposición individual, basada en una investigación a largo plazo con mujeres ceramistas de la región del Chaco boliviano.