Este artículo fue publicado en inglés en la edición de otoño de 2024 de nuestra revista trimestral NACLA Report.
En el año 2003, Nina Pacari (kichwa) se convirtió en la primera mujer indígena en ocupar un cargo de alta jerarquía en el poder ejecutivo en los territorios de Abya Yala (refiero a Latinoamérica) cuando fue nombrada como Ministra de Asuntos Exteriores de Ecuador. En tanto, la primera mujer indígena en ocupar una posición de alta jerarquía en el ámbito legislativo fue Silvia Lazarte Flores (quechua), al ser designada para presidir la Asamblea Constituyente en Bolivia entre los años 2006 y 2008. No es casual que estos hitos se hayan dado en los dos países que encabezarían el “nuevo constitucionalismo” en América Latina que se destaca por el reconocimiento de la plurinacionalidad. Sin embargo, en Mesoamérica también resonaban estos ecos de pluralidad y en el año 2007, la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú (maya k’iche’), se postulaba por primera vez como candidata a la presidencia de Guatemala.
Estas menciones son ejemplares, pero no anecdóticas. Desde hace más de 2 décadas, las mujeres indígenas que acceden a posiciones dentro de la estructura del Estado en Abya Yala. Lo hacen en funciones designadas políticamente (ministras o viceministras), en el cumplimiento de mandatos de elección popular en todos los niveles de gobierno (diputadas, asambleístas, concejalas, alcaldesas), en el servicio civil o burocracias y en los órganos judiciales. Esto evidencia, por un lado, que los sistemas políticos regionales han mutado y que algunos Estados se parecen, cada vez más, a sus sociedades. Por el otro, que la plurinacionalidad es un nuevo tiempo político en toda la región que subvierte las relaciones entre etnicidad, sociedad y Estado.
¿Cómo es la experiencia política de las mujeres indígenas que acceden a cargos en el Estado? “Nuestra pelea ha sido bien clara, bien cuestionante”, me comentó una mujer quechua de Bolivia quien en ese momento era jefa de unidad. Pero esta pelea también ha enfrentado grandes retos. “No hay que olvidarnos que como mujeres hemos sido siempre discriminadas, marginadas”, continuó la misma mujer. “Primero la discriminación y la marginación ha sido por ser indígenas. Segundo porque hemos sido mujeres. Tercero por la pobreza que hemos vivido y me atrevería a decir un cuarto [en mi caso], por ser huérfana”.
Entre los años 2011 y 2018, mantuve conversaciones con mujeres de diferentes Pueblos Indígenas en Bolivia, Argentina, Chile, y Panamá. Aquí recupero los relatos más personales, y por ende políticos, sobre las prácticas y las negociaciones en la estatalidad. Por cuestiones de privacidad, comparto sus comentarios sin sus nombres reales u otra identificación personal. Sus experiencias reflejan el protagonismo silencioso que han tenido en la disputa por lo plurinacional desde la institución estatal, sosteniendo el dificil equilibrio entre la lealtad al proyecto colectivo de sus Pueblos y el reconocimiento de los aportes singulares de las mujeres indígenas a este proceso.
Del indigenismo al plurinacionalismo
El acceso de las mujeres indígenas a posiciones en las estructuras del Estado está precedido por la organización política y el proceso de conciencia étnica (indígena y panindigenista) de lo que Gustavo Roberto Cruz ha denominado el “Plural Movimiento Indígena” de Abya Yala; que les posicionó como un sujeto político legítimo a escala regional. Este movimiento comienza a perfilarse en la década del 70 y se consolida en los años 90 en el marco de la “Campaña Continental 500 años de Resistencia Indígena, Negra y Popular” y de los contrafestejos por el V Centenario de la conquista y colonización de América en el año 1992.
Hasta ese momento, y desde la década de 1940, la concepción dominante en relación con los asuntos indígenas en el Estado era el “indigenismo”: una doctrina que les consideraba como objeto de intervención y asistencia, antes que sujetos de derecho con agencia para participar en la gestión de sus propios asuntos. Asimismo, la integración a la sociedad nacional implicaba el progresivo abandono de los trazos idiosincráticos de los Pueblos, relegándolos al pasado del Estado-nación.
El indigenismo comienza a eclipsar a partir del proceso abierto con la Declaración de Barbados, elaborada en 1971 por un grupo de antropólogos de diferentes países de Abya Yala. Esta primera reunión, y las posteriores que se dieron en 1977 y en 1993 con la participación plena de líderes indígenas, denunciaron la condición de racismo y discriminación hacia los Pueblos, los resultados de las políticas orientadas a ellos y la labor misionera de diferentes órdenes religiosas. Esto decanta en los 90, en la politización indígena alrededor del festejo oficial por los 500 años de la conquista y colonización de América. En ese momento, una generación de dirigentes comenzó a demandar un trato diferente a los(as) Jefes(as) de Estado de Iberoamérica, en los estrados, en las oficinas y en los pasillos de los organismos internacionales.
Desde los Estados se responde adoptando un nuevo enfoque, en armonía con el consenso neoliberal de la época: el multiculturalismo. Con este, la integración de los Pueblos Indígenas a las sociedades nacionales se proponía a partir de una política identitaria y la promoción de una ciudadanía diferenciada y marcada por rasgos “culturales” específicos. Así nace en la región lo que Donna Lee Van Cott llama el “constitucionalismo neoliberal”, evidente en las reformas constitucionales de Colombia (1991), Perú (1993), Bolivia (1994), Ecuador (1998) y Venezuela (1999), que se reconocen como Estados “diversos”, “plurales” étnica y culturalmente, “pluriculturales” o “multiétnicos”. Sin embargo, este enfoque pierde legitimidad apenas los efectos del despojo neoliberal muestran que esos reconocimientos no implicaban una modificación sustantiva de las desigualdades interétnicas.
Como contrapartida, en la década del 2000, dos enfoques críticos ganan el debate público: el intercultural y el plurinacional. El primero, aunque distante de la economía neoliberal, tiene en común con el multiculturalismo que reduce lo étnico a la tradición, al folclore o a cierto exotismo atávico. Esto reserva para las mujeres indígenas el rol de “reproductoras” de sus culturas, lugar controversial dado el riesgo de reducir su agencia y protagonismo al espacio comunitario y doméstico. Por otro lado, el enfoque plurinacional, de origen antineoliberal, considera a los Pueblos Indígenas como sujetos históricos, políticos y de derechos específicos, reconociéndolos como “pueblo”, “nación” o “nacionalidades”. Reivindica la contemporaneidad de los(as) indígenas, su negociación permanente con la modernidad y su agencia política.
Sin la plurinacionalidad es dificil comprender el ingreso de las mujeres indígenas a posiciones en el Estado. Sin embargo, el alcance de esta concepción en cada país no es homogénea y depende de los modos políticos, jurídicos e institucionales con los que se procesaron históricamente las demandas de los Pueblos y la capacidad de incidencia política del Plural Movimiento Indígena.
Por ejemplo: en Bolivia predominaron los enfoques multiculturales hasta la asunción de Evo Morales a la presidencia en 2006 y la sanción de la nueva Constitución Política del Estado en 2009 que clausuró, al menos en lo normativo, el Estado-Nación-Moderno. En Chile, primaron los abordajes multiculturales y solo comenzó a plantearse la discusión en términos plurinacionales en el proceso constitucional que surgió tras la revuelta del 2019, aunque la propuesta de un nuevo texto constitucional fue rechazada en el 2022. En Argentina se sostiene una estructura normativa e institucional indigenista —actualmente en riesgo de desaparición por las medidas del gobierno de Javier Milei— que convive con algunas experiencias multiculturales o interculturales promovidas de modo descentralizado desde dependencias o programas puntuales. Así, mientras que el Estado se muestra imperturbable, otros sectores asumen lo plurinacional como constitutivo del orden social. Esto puede observarse, por ejemplo, en la disputa que el plural movimiento feminista da para modificar la denominación de los históricos Encuentros Nacionales de Mujeres por Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, Intersexuales y No Binaries.
Finalmente, Panamá es un caso singular. Después de Ecuador, es el país en el que las mujeres indígenas ocuparon más rápidamente cargos de alta jerarquía en el Estado y tiene una legislación pionera en derechos indígenas (sobre todo derechos territoriales y de autogobierno). Sin embargo, no problematiza en su agenda política lo plurinacional, como tampoco lo hizo con lo multicultural o intercultural. Quizás pueda calificarse como una experiencia proto plurinacional.
¿Cómo llegan las mujeres indígenas al Estado?
Bajo el impulso plurinacional, sin dudas, el acceso de las mujeres indígenas a posiciones en el Estado es más relevante. Sin embargo, los enfoques multi e interculturales generaron algunas aperturas. Así, es posible identificar tres modos generales de ingreso.
Uno es el impulsado por la organización y movilización popular-indígena. Cuando esto sucede ante un Estado con sensibilidad Plurinacional, el ingreso es importante. El caso paradigmático es Bolivia. Allí, desde el 2006, las mujeres indígenas ejercen funciones en los ámbitos legislativos, ejecutivos y en el servicio civil (burocracias) a nivel local (municipios o autonomías indígenas), regional o nacional, también en el Órgano Judicial (como juezas designadas o electas). La lista de hitos que podemos mencionar para este país es tan significativa que lo que corresponde decir es que se trata de un proceso de democratización radical de las estructuras estatales.
En cambio, cuando un Estado es predominantemente indigenista el ingreso de mujeres indígenas es menos importante. Entonces, la incidencia política indígena se orienta a la creación de alguna institucionalidad específica que gestione los asuntos étnicos y, tanto los organismos como los programas resultantes incorporan referentes o un consejo consultivo-participativo indígena. En Argentina, por ejemplo, dos mujeres indígenas integraron el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), pero quedaron desvinculadas rápidamente. Por otra parte, los responsables del área competente no tienen datos certeros de la proporción de mujeres electas en el Consejo de Participación, un órgano de consulta integrado por representantes de cada pueblo indígena reconocido. En Chile, en la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI), tanto en la dirección nacional como en algunas delegaciones regionales, hay mujeres indígenas en puestos no jerárquicos. Asimismo, durante el primer mandato de Michelle Bachelet, la CONADI creó Unidad(es) de la Mujer para promover la participación de mujeres indígenas en diferentes ámbitos, pero luego del recambio de gobierno, perdieron funciones y designaciones.
El segundo modo es el reclutamiento profesional especializado o experto en “asuntos indígenas”. Esto fue impulsado en la década de los 90 por los organismos de financiamiento y cooperación internacional al establecer como requisitos para la implementación de sus programas la “pertinencia cultural” (respeto e integración de las cosmovisiones de los Pueblos) o la inclusión de “funcionarios(as)” indígenas como mediadores culturales entre el Estado y las comunidades. “Aunque mi profesión original es profesora de castellano”, relató una mujer aymara del Servicio Civil de Chile, “me especialicé posteriormente en ciencias sociales con Mención en estudios étnicos”. Considera que esta formación le facilitó el ingreso al Estado. Si bien esta segunda modalidad se acomoda con el indigenismo, su promoción inicial fue multicultural. Años más tarde comienza a reivindicarse la interculturalidad, cuando finalizan los diversos componentes y etapas de los programas internacionales y los Estados reasumen muchas de las funciones que habían sido tercerizadas en ONGs.
Finalmente, el tercer modo de acceso al Estado está vinculado a la ampliación y el resguardo de los derechos políticos o electorales para los Pueblos Indígenas que, combinados con las medidas afirmativas de género, permitió a las mujeres indígenas postularse como candidatas a cargos legislativos o ejecutivos en un nuevo contexto de oportunidades políticas. Los mecanismos especiales para la participación y representación política indígena son: a) escaños o asientos reservados o protegidos en procesos constituyentes o legislativos (se aplicaron o aplican en Bolivia, Chile, Colombia y Venezuela; b) cuotas nativas, que en algunos países se deben cruzar con las cuotas por género, todas establecidas por leyes electorales (se aplicaron o aplican en Bolivia, Colombia, Perú); c) Distritos étnicos o “mapas electorales” (que se aplicaron o se aplican en México; Panamá, Nicaragua); d) “partidos políticos étnicos” (existen o existieron en Ecuador, Bolivia, Chile, Nicaragua, Guatemala y Argentina).
Experiencias desde adentro
Conversé con mujeres indígenas de los Pueblos kolla, mapuche, aymara, quechua y ngäbe. Todas ellas han ejercido funciones muy diversas en cada Estado, desde ministras o viceministras —en algunos casos en los máximos organismos competentes para los asuntos étnicos y de género— hasta consejeras de órganos específicos para la gestión de los asuntos indígenas, legisladoras o asambleístas y funcionarias del servicio civil o burocracias. Casi sin excepción, a diferencia de los varones indígenas a quienes entrevisté, estas mujeres accedieron a conversar fuera de los horarios de trabajo o sobre la finalización de la jornada, cuando en el Estado ya casi no quedaban trabajadores(as). A veces me recibían en sus espacios de trabajo, pero muchas veces sugerían ir a alguna cafetería. En sus lugares de trabajo no tenían privacidad ni comodidad y solían estar sujetas a la observación o la escucha de otros.
Al momento de entrevistarlas, sus edades oscilaban entre los 30 y 60 años. Por lo tanto, pertenecen a dos generaciones diferentes que se corresponden con dos ciclos de luchas del Plural Movimiento Indígena. Una, que llamo la del V Centenario, nos remite al ya mencionado proceso de organización política, conciencia étnica y resistencia a los festejos oficiales por los “500 años”. La otra se corresponde con lo que llamo la generación “indurbe”, idea que he desarrollado en trabajos previos. El término es un desvío que me permito sobre el neologismo “mapurbe” de David Aniñir Guilitraro. Con el mismo, el poeta mapuche retrata a los(as) mapuches “urbanos(as)”, nacidos(as) o criados(as) en las ciudades, porque sus familias fueron expulsadas de sus territorios y comunidades por el modelo productivo-extractivo del temprano neoliberalismo.
Las(os) indurbe, personas indígenas nacidas y criadas en las zonas urbanas, afirman su identidad étnica, interrumpida o negada por sus progenitores, en un espectro de posiciones tradicionalistas, multiculturales o descolonizadoras al estilo de lo ch’ixi. Esta palabra de origen aymara refiere a un color que, a la distancia se percibe como gris, pero que es una condensación de muchos puntos blancos y negros. Silvia Rivera Cusicanqui propone el ch’ixi para afirmar que el modo de ser indígenas en nuestras regiones y tiempos es producto de la coexistencia de elementos heterogéneos; es una identidad intrínsecamente en lucha. Así, con esta palabra, disputa tanto las ideas decimonónicas del mestizaje como las que sostienen que las identidades indias son fijas o impolutas. Las(os) indurbe algunas veces afirman su identidad inspirados(as) en las luchas antineoliberales del Plural Movimiento Indígena de la década del 2000. Otras, como mecanismo para revalorizar el pasado indígena sin renunciar a los modos de vida urbanos, aunque denunciando el presente de despojo y racismo que se vive en las ciudades.
Además, las mujeres indígenas de esta generación son las primeras en adscribir al discurso o las prácticas feministas, aunque en sus propios términos. Así, ejercen una doble autonomía, revalorizando los derechos colectivos ante el feminismo occidente-centrado, pero denunciando los “(ab)usos y costumbres” en detrimento de las mujeres al interior de sus Pueblos. La expresión “(ab)usos y costumbres” es utilizada por algunas mujeres indígenas, sobre todo en México para denunciar, con picardía, la discriminación de género que sufren por la interpretación atemporal que los varones realizan de sus cosmovisiones, para excluirlas del ejercicio de derechos, como la participación política.
Pese a las diferencias que las separan (de Pueblos y geográficas) hay algunas coincidencias sugerentes en las experiencias de la política en todas ellas. La mayoría eran jefas de hogar (con o sin hijos) y las pocas que no, provenían de ámbitos comunitarios desfavorecidos. Entonces, el trabajo que desarrollaban era importante para la reproducción social y material de sus vidas. Sin embargo, para todas, el Estado era menos un espacio laboral y más una arena política en la que se disputan los sentidos sobre los modos de ser parte de la sociedad para los Pueblos Indígenas.
Antonia Rodríguez Medrano (quechua), exministra de Desarrollo Productivo y Economía Plural de Bolivia, por ejemplo, comentó sobre la importancia de poder hablar su idioma en espacios estatales. “Con las personas que puedo hablar en mi idioma, que es quechua, me siento más feliz, más valorada, más realista todo eso”, me dijo. Al español, explicó, le faltan las “palabras dulces” del quechua. La constitución plurinacional del 2009 reconoce a 36 idiomas indígenas como lenguas oficiales y requiere el uso en el gobierno de por lo menos un idioma que no sea el español. “Cuando en el Parlamento, por ejemplo, los diputados me pidieron el informe del Ministerio y allá no había que mentir, no había que maquillar, no había que arreglarlo, adornarlo, entonces yo dije, bueno, voy a hablar en mi idioma, porque me voy a sentir que verdaderamente voy a hacer lo que se me pidió”, me contó.
En términos generales, la educación superior (terciaria o universitaria) destaca entre las condiciones personales que permiten a las mujeres indígenas llegar a cargos públicos. Solo en el caso boliviano, donde la estructura del Estado se democratizó ampliamente bajo el nuevo Estado Plurinacional, lo educativo tiene menos importancia. Aunque paradójicamente, allí las mujeres indígenas que accedieron a posiciones de alta jerarquía institucional o de gestión estratégica tuvieron mandatos breves (ninguna superó los dos años).
Para las mujeres de la generación del V Centenario, estudiar significó sacrificios y desarraigos familiares. Sin embargo, destacaron el deseo personal por hacerlo y, curiosamente, hablaron del protagonismo o la determinación del padre (antes que de las madres) por acompañarlas en ese deseo. En este sentido, en sus historias resuena la respuesta que dio Felipe Quispe Huanca, conocido como el Mallku, líder del Movimiento Indígena Tupac Katari, cuando una periodista le preguntó por las razones de sus luchas al momento de ser detenido en Bolivia en el año 1992: “a mí no me gusta que mi hija sea la empleada de usted”.
Una mujer quechua quien era jefa de unidad de Bolivia, por ejemplo, compartió que su padre le dijo: “quería hacerte acabar el colegio, quería que tú seas profesional para que tú puedas de alguna manera tratar de defender a nuestra gente”. Una mujer Ngäbe, diputada de Panamá en ese momento, por su parte, relató que el hecho de que se alejó de su madre por circunstancias familiares ayudó a romper con ciertas expectativas de género. “En la cultura nuestra, cuando la niña se desarrolla inmediatamente le buscan esposo, en aquel tiempo verdad, ahora es un poco diferente”, explicó. “Y mi padre y mi madre se divorciaron cuando yo apenas tenía dos años y mi padre agarró la custodia… y yo precisamente rompí ese esquema… Ella [su madre] cuando fue a visitarme, antes de que me desarrollara me dijo “vamos a buscarte un esposo” y yo le dije “no” “yo quiero estudiar”.
Para las mujeres de la generación indurbe estudiar también fue dificil, pero más accesible. La migración indígena rural-urbana de la segunda mitad del siglo XX, privó a los(as) indígenas del arraigo comunitario y territorial. Sin embargo, muchos(as) destacan que al menos sus hijos(as) pudieron acceder a la educación media, terciaria o universitaria. Una mujer kolla de un pueblo del norte de Argentina quien se fue a la capital para estudiar contó de la oportunidad y también el reto que representaba para ella. “Yo dije: ‘No, yo no me puedo ir de Buenos Aires sin una carrera. O sea, no me puede vencer esta ciudad a mí’… Más allá de todo, de que yo ya había sufrido… bueno, no me queda otra que quedarme acá, pero tengo que quedarme desde una lucha más… Por todos los que no van a poder y que yo…estoy en mejores condiciones, DEBERÍA seguir”. Al momento de la entrevista, era funcionaria del servicio civil.
Sin importar sus edades, todas las mujeres indígenas que entrevisté fueron las primeras de sus familias en trabajar en el Estado y casi ninguna pertenecía a una estructura partidaria que auspiciara el acceso al puesto que detentaba. En todo caso, tenía más incidencia el liderazgo social, político o sindical ejercido en un movimiento u organización indígena (Bolivia, Argentina) o una trayectoria profesional particular bien valorada en selecciones políticas o concursos públicos (Chile, Panamá). Carecían, entonces, de “padri/madrinazgos” políticos y esto, que podría considerarse una cualidad positiva en sistemas políticos acechados por ciclos de crisis de representación, en realidad las dejaba incómodas en una institución que aún refleja en su interior las jerarquías sociales discriminatorias.
Una mujer quechua de Bolivia quien trabajaba de jefa de Unidad durante el gobierno de Evo Morales comentó: “No hay que olvidarnos de que pese que tenemos ahoritita un gobierno indígena, hay que reconocer nomás que todavía hemos heredado un estado totalmente colonial, totalmente patriarcal, con sus leyes, con sus normas, con sus reglamentos, que nos impiden”.
Esto es más notorio en los países donde la plurinacionalidad no permea mucho los imaginarios sociales y los marcos normativos e institucionales. Así, la reproducción en el ámbito estatal tanto de las relaciones étnicas dominantes como de las relaciones de subordinación de género de la sociedad y de sus pueblos resonaban fuerte. Las mujeres que entrevisté soportaban: desconfianza en su capacidad de gestión y trabajo, discriminación etnoracial explícita, disciplinamiento, acoso o violencia política por razones de género.
Rodríguez Medrano, la exministra boliviana quechuahablante, relató que mucha gente cuestionaba la presencia de mujeres originarias o afro-bolivianas en su equipo. “Estaba una cholita de secretaria ejecutiva, entonces ya decían ‘¿y ella quién es?’, ‘es mi secretaria’. ‘¿Y la otra?’, ‘es MI jefa de gabinete’”, me contó. “Era, para mucha gente, muy sorprendente”. Desde Chile, una mujer mapuche describió un “un proceso de blanqueamiento” en términos de política pública, mientras una mujer aymara del servicio civil del mismo país habló de un proceso “cansador es así como desalentador”. “Me he sentido como arrinconada”, comentó. “Claro, y que no te den las mismas oportunidades, siempre dejándome de lado”.
Pese a esto, esta mujer aymara y otras a quienes entrevisté manifestaban enfáticamente que ellas no aspiraban a un mejor posicionamiento personal en el Estado, aún a costa de su ostracismo. Ella consideró que “no [era] ético” postularse a un cargo reservado para indígenas cuando habían dirigentes indígenas que buscaban el mismo cargo. “Porque igual uno cuando ya está en el lugar, el sentimiento de ser indígena es más grande que el sentimiento de ser empleada pública”, continuó. De hecho, muchas referían a situaciones en las que habían evitado competir con otras mujeres indígenas y, las que tuvieron puestos jerárquicos, se lamentaban de no haber podido generar las condiciones para que más indígenas accedieran o permanecieran en el Estado.
Todas remarcaron que sus acciones en el Estado tributaban para el desarrollo del genérico “los Pueblos”. : En el caso de las indígenas de la generación del V Centenario prima la identidad indígena por sobre las acciones orientadas a fortalecer los derechos de las mujeres indígenas. Esto se vincula con que algunas de ellas participaron directa o indirectamente en los procesos de incidencia política para el reconocimiento de lo étnico en el Estado. Las que pertenecen a la generación indurbe, en tanto, se reconocen cercanas al feminismo, aunque desde una posición propia. Una mujer mapuche de esta generación de Chile, por ejemplo, habló de un trabajo contra el “hetero-winka-patriarchado” (winka significa no-mapuche) no desde el “feminismo blanco”, sino desde un feminismo propio que “sí nos dice qué pasa con las mujeres… mapuches”. Este tipo de posición crítica se traduce en una práctica que, en términos cercanos a lo que ellas expresan, intersectan el género y la etnicidad de modo indisoluble en el Estado.
Así, a pesar de los condicionamientos, estas mujeres indígenas daban sentido a su trabajo al revalorizar una lealtad al proyecto histórico de los Pueblos Indígenas del que no siempre fueron partícipes directas, pero que debía contar con su colaboración desde el Estado. Ellas manifiestan la importancia de custodiar las luchas previas que cristalizaron en los reconocimientos de derechos propios y específicos. Antes que reproductoras de una cultura, las mujeres indígenas que acceden a posiciones en el Estado manifiestan la importancia de preservar los marcos normativos e institucionales ganados.
Herederas y hacedoras de la historia colectiva
En algunos países, lo plurinacional es una realidad jurídica. En otros, es un enfoque todavía lejano del andamiaje normativo, pero que anida en algunos sectores que reivindican la heterogeneidad histórica estructural de sus sociedades y la importancia de que se refleje en una representación plural en el Estado. El nuevo tiempo plurinacional se ve ralentizada cuando, en una sociedad o en un Estado, predomina el mencionado apego “culturalista” en las concepciones sobre lo indígena.
Pero aún bajo todas estas condiciones, muchas mujeres indígenas se saben herederas y hacedoras de la historia colectiva y no meras reproductoras de sus culturas particulares. Sus experiencias trazan un singular entrecruzamiento de las éticas de la “convicción” y de la “responsabilidad”. También afirman los lazos intangibles que las unen con los ciclos de luchas indígenas que crearon las condiciones de posibilidad para lo plurinacional en Abya Yala. En algún otro horizonte temporal se les reconocerá su rol y protagonismo en los hitos de democratización para sus Pueblos y en el aporte al ideario plurinacional para nuestras sociedades.
Andrea Ivanna Gigena del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina, actualmente radicada en el CCONFINES de la Universidad de Villa María. Se especializa en Feminismo, Género, Etnicidad y Política en Latinoamérica, en perspectiva comparada.