Ni Una Menos enfrenta una reacción conservadora

Ante una ola feminista sin precedentes en América Latina, la reacción de la derecha comienza a gestarse en varios frentes.

June 14, 2018

Mujeres activistas marcha en una protesta de Ni Una Menos en Lima en agosto 2016. (Foto por Natalia Iguiñiz)

Lea la versión inglés de este artículo aquí.

Mucho antes que la indignación sobre el magnate de Hollywood Harvey Weinstein dio lugar al movimiento #MeToo en octubre de 2017, feministas latinoamericanas ya venían haciendo uso de redes sociales para organizar manifestaciones a nivel nacional en contra de la violencia de género. Entre 2015 y 2016, manifestaciones masivas sacudieron a Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela, cada una provocada por acontecimientos locales: en Argentina fue el asesinato de una joven que después fue descubierta dentro de una bolsa de basura en marzo de 2015; en Brasil, fue la brutal violación de una niña de 16 años, filmada y luego subida a YouTube; en Perú, fue la impunidad con la cual un hombre arrastró a su novia violentamente por el vestíbulo de un hotel, evento también filmado y publicado en la web. Aunque instigadas por distintos casos, cada manifestación coincidió en un mismo eslogan–‘Ni Una Menos’–y una misma exigencia: el fin de la violencia contra las mujeres.

Estas protestas ocurren en momento que los índices de violencia contra mujeres han alcanzado niveles asombrosos. Al menos el 75% de mujeres peruanas reportan haber enfrentado algún tipo de violencia por parte de sus parejas o exparejas durante sus vidas. Femicidio–el asesinato de mujeres–varía de un aproximado de diez al mes en Perú a siete al día en México. Mientras más mujeres se involucran en la política según sus propios diseños, estas cada vez se ven blanco de violencia política, tal como lo demostró el reciente asesinato de la concejal de Río de Janeiro Marielle Franco. Y aunque no existen cifras concretas sobre la violencia sexual contra menores de edad, algunos estudios confiables basados en datos disponibles indican que por lo menos una en cinco niñas son víctimas de violencia sexual antes de cumplir los 15 años. De modo que es posible suponer que muchas y probablemente la mayoría de adolescentes embarazadas–un tema álgido en el contexto católico de América Latina–fueron violadas. Por su parte, tales cifras impactantes han impulsado nuevos debates sobre la legalización del aborto, al menos en casos de violación.

Aun así, estos datos sólo tocan la superficie de lo que, en cada caso, es un inquietante relato personal. De hecho, Ni Una Menos ha logrado darle vida tangible e imaginable a cifras otrora abstractas e impersonales. Relegados a reportes y estadísticas, las cifras pueden ser pasadas por alto. Pero el testimonio–elemento esencial de movimientos por la justicia social en América Latina –es una herramienta poderosa. La campaña de Ni Una Menos en Perú comenzó un domingo en la mañana cuando Natalia Iquiñiz, Jimena Ledgard y Elizabeth Vallejos crearon una página de Facebook con el objetivo de organizar una marcha similar a aquellas que habían acontecido en Brasil y Argentina. En menos de 24 horas, mujeres de todas edades y esferas sociales habían publicado sus historias. Dieron saber de abusos nunca antes relatados, ocurridos durante la niñez, de coerción sexual durante la adolescencia, de abuso físico y emocional por parte de sus parejas y exparejas, de la impunidad subsiguiente, y de la falta de apoyo de sus parientes. Al fin, las cifras abstractas cobraron vida.

Sin duda, las campañas de concientización feminista no son novedosas. Lo que sí es inédito es la nueva gama de públicos para estos testimonios traumáticos, los cuales han llegado a decenas de miles de personas en vez de diez como en épocas anteriores.Aunque parecidos a #MeToo en escala, el nivel de detalle que transmiten los testimonios de Ni Una Menos por mucho superan aquel visto en los relatos de #MeToo. Los grados de inclusión y diversidad también son particulares: aunque en Perú la plataforma fue creada por tres mujeres citadinas de clase media, mujeres de muchas otras partes y clases sociales también se unieron rápidamente al movimiento. Ahora vueltas concretas, estas múltiples violencias, vividas y compartidas, han generado enorme energía entre partícipes del movimiento, atrayendo incluso a parientes y amigxs de estas mujeres. Lo que es más, esta energía se ha vuelto una poderosa agrupación política, incluyendo alianzas con el sector privado e instituciones del estado que han patrocinado y participado en marchas nacionales que acontecieron el 13 de agosto de 2016. Según algunos cálculos, hasta medio millón de personas se volcaron a las calles para mostrar su apoyo al movimiento.

Respuesta conservadora

No debe de sorprender que, a medida que el feminismo peruano logra éxitos impresionantes, mas y mas sale a relucir un contragolpe conservador. El Cardenal Juan Luis Cipriani, máxima autoridad de la Iglesia Católica de Perú, respondió con furia. Ante las peticiones para legalizar el aborto en casos de la violación de menores, Cipriani dijo, en radio nacional a finales de julio de 2016, “Las estadísticas nos dicen que hay abortos de niñas, pero no es porque hayan abusado de las niñas, son muchas veces porque la mujer se pone como en un escaparate, provocando.” Al sugerir que las niñas menores de edad provocan el acoso sexual, Cipriani incluso les niega un debate público sobre el aborto, o de hecho, sobre la violencia sexual. Después de las manifestaciones de Ni Una Menos en agosto de 2016, Cipriani apoyo las contramovilizaciones en rechazo a la educación sexual obligatoria en las escuelas, afincandose en la idea que la “ideología de género” perjudica supuestos roles biológicos y convierte a los niños en homosexuales. A principios de mayo de 2018, el arzobispo organizó una manifestación pro-vida que logró movilizar maestros y niños de manera no muy transparente, además de eslóganes agresivos y anti-feministas.  

El contragolpe conservador en Perú no es para nada nuevo. En noviembre de 2017, activistas evangélicos en Brasil organizaron protestas masivas contra la teórica crítica feminista Judith Butler mientras esta participaba en una conferencia en São Paulo. Los manifestantes recibieron a Butler con gritos en el aeropuerto y protestaron frente del recinto donde estaba pautada su presentación. Una petición ampliamente distribuida en redes sociales contra la “ideología de género” supuestamente promivida por Butler en Brasil reunió hasta 370.000 firmas.

Lo que impulsa estas protestas es un creciente temor ante cambios en las relaciones de género, particularmente aquellas que cuestionan los valores de la familia heteronormativa, mientras la autonomía de las mujeres se hace más visible, aceptable, e incluso legislada. A medida que algunas mujeres hacen historia política–por ejemplo los inéditas gobiernos de Michelle Bachelet en Chile (2006-2010, 2014-2018), Cristina Kirchner en Argentina (2007-2015), y Dilma Rousseff en Brasil (2011-2016)–mas y mas mujeres profesionales y altamente calificadas ingresan al mercado laboral y transforman la economía. Y mientras grupos afro e indígenas continúan muy desfavorecidos en cuanto a sus homólogos blancos y mestizos en lo que a  a educación y la participación política se refiere, y tambíen figuran entre los más pobres del continente, cada vez más desafían esta tendencia. En este sentido las mujeres son claves para proyectos de innovación apoyados por el Banco Mundial, los cuales buscan proteger a sectores vulnerables a traves de inversiones directas dirigidas en gran medida hacia madres.

Tales avances en la emancipación de mujeres no están libres de controversias, impugnaciones, o ambigüedades. Históricamente la movilización de mujeres a recurrido al uso de imágenes y discursos maternos, apuntando a que los derechos de género no son necesariamente fundamentales para una política de emancipación. En el caso de la actual ola feminista, la escala masiva de las manifestaciones contra la violencia de género en 2016 fue posible, en buena parte, porque el apoyo público a la violencia de género, aún para sectores religiosos conservadores, es difícil de justificar. El hecho que Ni Una Menos obtuvo apoyo transversal–en términos de clase, raza, e incluso religión–reflejó su enfoque en la violencia, no en el feminismo como una identidad política. Por lo menos en Perú, Ni Una Menos no apostó su unidad en avanzar en temas como el aborto o los derechos LGTBQI, precisamente puntos a los cuáles sectores conservadores apuntan para rechazar cualquier cambio social, cultural, o legal en las relaciones de género.

Pero uno no puede oponerse a la violencia contra las mujeres sin también apoyar los derechos de las mujeres en términos más amplios–la falta de derechos y autonomía es lo que permite que la violencia sea posible y dominante. Esto debe incluir derechos reproductivos y sexuales tanto para los hombres como para las mujeres. Pero sectores religiosos conservadores ven el aborto como un mal ligado a la transgresión de la sexualidad de las mujeres y las niñas. Asimismo, a menudo enmarcan el sexo y la educación de género, que puede crear respeto mutuo y menos violencia sexual, y por consiguiente, menos embarazos forzados, como un pecado. A la postre, los sectores conservadores esencialmente ayudan a justificar la violencia continua contra las mujeres y las niñas.

El contragolpe se vuelve mortal

El contragolpe a los derechos de la mujer desde el auge de Ni Una Menos no se limita al discurso. En marzo de este año Marielle Franco -Afro-brasilera, concejal de São Paulo, activista feminista lesbiana, y defensora de los derechos humanos de las favelas de Río de Janeiro- fue asesinada a balazos junto a su chofer, Anderson Pedro Gomes, rumbo a su casa después de una reunión con organizaciones de mujeres. Días antes, Franco había fustigado contra la militarización de las favelas de Río ordenada por el Presidente Michel Temer. Su muerte, junto a la de la activista de derechos ambientales Berta Cáceres en Honduras en 2016, así como las de activistas de derechos de la mujer en México y la Amazonía de Perú, demuestra cuán poderoso es el desafío al statu quo mediante la participación de mujeres en la vida pública en un contexto no maternal.

Estas muertes deben entenderse dentro de un marco de violencia de género. Muchas de estas mujeres enarbolaron políticas feministas, condenando la violencia de hombres particulares así como la violencia de estado e institucional. Muchas veces, también, la impunidad subsiguiente reproduce narrativas sexistas al culpar a las víctimas: seguro ella hizo algo para provocar la violencia. Por ejemplo, el brutal asesinato de la poeta y activista Susana Chávez Castillo en las calles de Ciudad Juárez, México en 2011 fue visto como una disputa entre “tres adolescentes drogados” y en ese sentido, desatendido. La culpa luego se le atribuyó a la misma Chavez Castillo por andar afuera de noche, no a quienes la asesinaron por su activismo. De hecho, la frase Ni Una Menos, hoy convertida en poderosa referencia a lo largo de América Latina, tiene su origen en un poema de Chávez Castillo –Ni una mujer menos, ni una muerte más– publicado a mediados de los años 90 en rechazo a una avalancha sin precedentes de femicidios en Juárez.

Manifestantes exigen justicia por la pérdida de sus hijas, hermanas, y amigas en una protesta de Ni Una Menos en Lima en agosto de 2016. (Foto por Natalia Iguiñiz)

La resistencia a estas múltiples violencias no cesa. Al contrario: el uso de redes sociales como una herramienta para generar conciencia sobre el feminismo, para crear debates y movilizar, para denunciar incidentes violentos y sus autores ante una enorme falta de justicia, ofrece un poderoso mecanismo de presión a las mujeres. El compartir historias en las redes sociales atrae a aliados que tal vez no pueden identificarse inmediatamente con el activismo feminista–especialmente a hombres y parientes de las víctimas–así ampliando su apoyo.

Los medios de comunicación también permiten fuertes debates públicos entre quienes sienten la necesidad de proteger los privilegios del hombre y aquellos con la energía de rebatirlos. En estos debates, el miedo masculino a la justicia es, en buena medida, verídico, ya que muchos hombres no ven ni entienden de cuánto depende su propio comportamiento dañino–el acoso normalizado–de las mismas estructuras de poder que sostienen la violencia física, el maltrato infantil, y el femicidio.

El novelista peruano y ganador del Premio Nobel Mario Vargas Llosa, en una columna para el periódico El País, recientemente propuso que “el feminismo es hoy el más resuelto enemigo de la literatura,” toda vez que lxs críticxs feministas destierran y debaten los múltiples machismos del canon del siglo XX, un mundo dominado por hombres. Comentarios como el de Vargas Lloso no sólo defienden sus propias obras y la literatura definida por escritores masculinos, sino que también rechazan con firmeza el poder de la crítica y el cambio social. Junto con otros iconos de la literatura latinoamericana–Pablo Neruda y Gabriel García Márquez, especialmente–Vargas Llosa apenas ahora es leído en su justo contexto, de un siglo violento y misógino.Hoy sus novelas son objeto de debate en universidades junto a escritoras quienes dan su perspectiva sobre el siglo XX.

Resistiendo la reacción

La recién descubierta y publicada novela epistolar de la pintora colombiana Emma Reyes pudiese llegar a formar parte de este nuevo canon. Reyes (1919-2003) fue una nómada latinoamericana prototípica del siglo XX. Viajó por toda Colombia antes de mudarse a París, donde trabajó con muchas personas en la diáspora intelectual latinoamericana de mediados de siglo antes de morir en Bordeaux, una artista en gran parte desconocida. Laguna, una pequeña y comprometida casa editorial colombiana, publicó su única obra literaria por primera vez en 2012. El relato consta de 23 cartas escritas por Reyes a su amigo, periodista, e historiador colombiano Germán Arciniegas. Arciniegas reconoció la calidad de las cartas y, en los años setenta,se la mostró a Gabriel García Márquez, con la intención de editar, publicar, y difundir las palabras de Reyes. Pero Reyes, quien no había consentido a que a Arciniegas compartiera su correspondencia personal, se sintió traicionada. No retomaría la escritura por veinte años, hasta el año 1997 cuando escribió una carta final.

Las cartas de Reyes relatan su infancia en extrema pobreza, durante la cual coleccionaba basura y pasaba encerrada en habitaciones hediondas en casas abandonadas. La historia lleva a Reyes y a su hermana de Bogotá a las provincias colombianas y de vuelta. ‘María,’ la mujer quien Reyes llama su madre, vive a costa de hombres quienes la embarazan antes de abandonarla, y ella luego también abandona a sus hijos: Maria devuelve un hijo a su padre ausente; otro bebé queda abandonado. Reyes sugiere que los hombres que se involucran con su madre son de alta posición social; tienen dinero y familias, casas y feudos políticos; son los jefes locales de la época. A los seis o siete años, María abandona a Emma y a su hermana menor en una estación de tren. Llegan a parar en un convento donde la vida es cruel tanto para las niñas como para las monjas, una existencia rígida y sin alegría detrás de puertas duramente cerradas.

La historia de Emma Reyes, junto a aquellas de muchas escritoras que la precedieron, reluce otra realidad dentro de la América Latina del siglo XX, un mundo que contrasta con el machismo de Vargas Llosa y el realismo mágico de García Márquez. Ofrece una perspectiva alterna sobre un mundo donde los autócratas a menudo gobernaban casas, comunidades, y países, en cual el Catolicismo conservador establecía las leyes y convertía a las mujeres en pecadoras eternas, sujetas a abusos, abandonadas, y disciplinadas a voluntad, donde la pobreza podía ser absoluta, y la raza podía darle forma a la sociedad. El libro Memoria por correspondencia de Emma Reyes, publicado en el 2012 y el año pasado traducido al inglés, resulta harto oportuno dado el renacer feminista de América Latina. Toda vez que los hombres dominaban la literatura del siglo XX, no era porque las mujeres no escribiesen, ni porque no escribiesen bien, sino porque no recibían ni ánimo ni oportunidad para salir publicadas en la misma medida que a los hombres. La misoginia violenta del siglo XX hace eco en el siglo XXI, pero ahora hay oposición masiva–en la literatura y en las artes, en la política, en las redes sociales, y en las calles. Y frente el pataleo de ganadores del Premio Nobel, de arzobispos, y de matones, el feminismo latinoamericano no cederá.


Jelke Boesten es Lectora en Género y Desarollo en King's College London, y la autora de Sexual Violence in War and Peace: Gender Power, and Post-conflict Justice in Peru (Palgrave 2014) y  Intersecting Inequalities: Women in Social Policy in Peru (Penn State University Press 2010).

Tranducido del inglés por Gabriella Cevallos.

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