Editors’ Note: This is a Spanish translation of a post that was originally published in English on AbusablePast.org on March 30, 2020. You can access the English-language version by clicking here.
El 20 de octubre del 2019, dos días después de que estallaran multitudinarias protestas en Santiago de Chile gatilladas por una torpe alza en el pasaje del metro, el Presidente Sebastián Piñera se dirigió a sus conciudadanos desde el Palacio de La Moneda. En un discurso que quedará en la memoria de los chilenos por muchos años, Piñera aseguró que su gobierno estaba "en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta nada ni a nadie". En la práctica, esta declaración de guerra empoderó a la policía y a los militares para reprimir duramente a las protestas, sobre el entendido de que la nación estaba bajo ataque por parte de una fuerza misteriosa no identificada. El resultado hasta ahora han sido decenas de muertos y centenares de heridos, muchos de los cuales han sufrido pérdidas de ojos como producto del uso irresponsable de escopetas antidisturbios. Organizaciones como Human Rights Watch, Amnesty International y las Naciones Unidas han condenado al gobierno chileno por flagrantes y repetidas violaciones a los Derechos Humanos. Todo ello ha colaborado decisivamente en el desplome de la popularidad del gobierno y la agudización de una enorme crisis política.
El discurso de Piñera no fue solamente un fallido intento de engañar a la población y legitimar la represión desmedida. Fue también reflejo de una mentalidad conservadora de hondas raíces históricas en Chile utilizada para procesar y denunciar toda expresión de protesta social. Con su declaración de guerra, Piñera buscaba reducir el estallido de las protestas a un problema de orden público y seguridad nacional. Eso le permitía ignorar la legitimidad de las demandas ciudadanas, que desde un principio fueron mucho más allá del alza del pasaje. En efecto, la movilización de millones de chilenos a lo largo del país en las semanas siguientes tuvo (y sigue teniendo) como fundamento una reacción ante las desigualdades estructurales del neoliberalismo, la corrupción generalizada entre las élites políticas y empresariales y, en general, los problemas no resueltos de la transición a la democracia y los legados perniciosos de la larga dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990).
En gran medida, Piñera no podía hacer otra cosa. Él representa mejor que muchos al Chile neoliberal: empresario multimillonario que amasó su fortuna principalmente a través de la especulación durante la dictadura militar, y que luego en democracia utilizó ingentes recursos para construir una carrera política que lo ha llevado dos veces a la presidencia de la república. En su cabeza, no podía ser posible que la mayoría de la ciudadanía se levantara contra el "modelo chileno", que a sus ojos no había traído más que prosperidad y oportunidades. Por debajo de ese discurso autocomplaciente, compartido con buena parte de la oligarquía chilena, se había ido incubando un malestar creciente ante la enorme concentración de la riqueza, la profunda mercantilización de la vida social y el cansancio generalizado ante una seguidilla de casos de corrupción (seguidos de impunidad) de las clases dominantes en Chile.
La "guerra de Piñera" remite directamente a la lógica fundamental del discurso anticomunista, de larga presencia en la historia política chilena. La organización popular, la movilización social, los proyectos de cambio social y las protestas, fueron muchas veces entendidas como producto de una conspiración global dirigida por la Unión Soviética, ayudados por agentes locales organizados en la izquierda marxista. Esa fue la razón que sectores conservadores esgrimieron, por ejemplo, para dejar fuera de la ley al Partido Comunista de Chile en 1948, en el despuntar de la Guerra Fría.
La Revolución Cubana agudizó estos miedos, influyendo decisivamente en la política chilena de los años 1960s. Existió a partir de ese momento un referente revolucionario en América Latina que, además, buscó infructuosamente exportar el socialismo a otros países de la región. Todo ello activó una serie de cambios políticos continentales que, en Chile, tuvieron como resultado tanto el auge de la Democracia Cristiana como opción reformista a la vez que antimarxista, como también la profundización de la intervención de los Estados Unidos en la política local. El gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular (1970-1973) experimentó de primera fuente estos procesos: la oposición política logró concitar el apoyo de buena parte de la población articulados en torno al imaginario anticomunista, siendo un factor decisivo para explicar la derrota de la izquierda en el poder. Por su parte, el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 elevó al anticomunismo al nivel de ideología de Estado, buscando allí la legitimidad necesaria para emprender las reformas económicas e institucionales y, sobre todo, para desplegar un enorme aparato represivo contra todo tipo de disidencias políticas. En ese sentido, el Chile actual tiene mucho que ver con las largas sombras del anticomunismo de nuestra historia reciente, sobre todo aquel desarrollado y practicado en los marcos del conflicto político de la Guerra Fría latinoamericana entre los 1960s y los 1980s.
Buena parte de esa retórica anticomunista de Guerra Fría se entrecruzó con las ansiedades de género de los sectores conservadores chilenos. Desde esa perspectiva, el socialismo no sólo era una amenaza a los privilegios de los sectores acomodados, sino que un atentado contra la "normal" distribución de roles de género y a la institución de la familia. Buena parte de esa retórica ha vuelto a aparecer en el debate público chileno, sobre todo a raíz del proceso constituyente iniciado a raíz de la explosión de las protestas. Para el gobierno, la derecha conservadora, los medios de comunicación afines y el empresariado, la crisis chilena no sería más que un esfuerzo concertado por hacer caer un modelo exitoso a sus ojos, y en su caída buscaría arrastrar las normas sociales entendidas como naturales por el mundo conservador. Por ello, la articulación de la protesta social con el movimiento feminista de masas de los últimos años ha despertado alarmas entre los voceros del conservadurismo chileno. Ya no se trata solamente de defender el orden económico e institucional creado durante la dictadura militar, sino que también "proteger" a la familia y la "vida" ante las multitudinarias demandas por derechos reproductivos e igualdad de género.
En mi artículo publicado en el último número de Radical History Review exploro uno de los más importantes episodios en la consolidación de la lógica anticomunista en el debate político chileno, la "campaña del terror" en las elecciones presidenciales de 1964 y su articulación con potente discurso de género conservador. Ese año, las principales candidaturas fueron las de Salvador Allende, en representación de la izquierda marxista, y Eduardo Frei, apoyado por su partido, la Democracia Cristiana, y también por los partidos de derecha, ante el temor de un triunfo socialista. Al mismo tiempo, temerosos ante lo que para ellos podía ser una "segunda Cuba", los Estados Unidos intervinieron en la campaña a través del financiamiento de un enorme dispositivo de propaganda destinado a demonizar a la izquierda marxista.
La "campaña del terror" implicó la difusión de mensajes de corte anticomunista por todos los medios entonces disponibles: radio, afiches callejeros, panfletos, discursos, y rumores. Muchos de ellos estaban directamente inspirados en la experiencia cubana. La prensa conservadora, por ejemplo, señaló en repetidas oportunidades que un eventual triunfo de Allende significaría la instalación de una dictadura revolucionaria, violenta y arbitraria que entregaría al país a la Unión Soviética y a Cuba.
En esos mensajes, a medida que se acercaba la elección presidencial, comenzó a perfilarse un conjunto de argumentos que se mostrarían particularmente persuasivos para muchos votantes: la izquierda y el "marxismo" buscaban destruir a la familia y, de paso, abolir los roles de género entonces aceptados. Los hijos serían adoctrinados por el Estado, perdiendo los padres la patria potestad (el derecho constitucional sobre los hijos) como supuestamente había sucedido en Cuba.
Más grave aún, las hijas serían obligadas a unirse a las milicias y a campañas de alfabetización rural fuera de la vigilancia familiar, lo que implicaba la posibilidad de una intolerable autonomía sexual. Las madres, en ese escenario, se verían impedidas de ejercer su rol protector y vigilante de la armonía doméstica, mientras los padres no podrían proveer a sus familias dadas las rigideces del futuro sistema económico socialista. En suma, las reglas implícitas más profundas de la estructura familiar se verían profundamente trastocadas. De esa manera, la "campaña del terror" buscó persuadir a través de la generación de miedos que iban más allá de la política institucional tradicional. La mezcla entre lo que podríamos llamar un "anticomunismo moral" y la recepción local de la experiencia cubana resultó particularmente potente en las semanas finales de la campaña presidencial.
Como se desprende de la centralidad de la experiencia revolucionaria cubana en la campaña presidencial de 1964, el anticomunismo no fue un fenómeno exclusivamente chileno, o centrado únicamente en la experiencia doméstica. Por el contrario, el anticomunismo operó como un lenguaje común de las derechas latinoamericanas de Guerra Fría, permitiéndoles enlazar las particularidades de los conflictos políticos nacionales con lo que pensaban era una lucha universal entre el bien y el mal. Eso hizo posible que sucesos políticos de una isla caribeña a pocas millas de Estados Unidos impactaran tan decisivamente en un país andino, al otro extremo del continente americano.
El carácter transnacional de la retórica anticomunista también propició la creación de redes de colaboración entre actores situados en diferentes puntos del continente. Como lo ha estudiado Margaret Power, grupos de mujeres conservadoras chilenas organizadas para promover propaganda anticomunista en 1964 buscaron y encontraron apoyo e inspiración en sus pares brasileñas. Sólo meses antes de las elecciones chilenas, esas mujeres brasileñas habían sido protagonistas de la movilización social contra Joao Goulart que acabaría en un golpe de Estado y una larga dictadura militar en ese país. Otras organizaciones ultra-derechistas como Fiducia buscaron referentes también en Brasil, en movimientos católicos integristas como Tradición, Familia y Propiedad, en cuya doctrina el anticomunismo era una pieza central. Y por supuesto, los aparatos de inteligencia de Estados Unidos fueron claves en el financiamiento y diseño de la campaña. A través de su intervención, la CIA buscó demonizar a través de un lenguaje global de lucha contra el comunismo la alternativa encarnada por Allende, haciendo caso omiso del carácter pacífico y democrático del proyecto de izquierda.
La colaboración internacional tuvo algunos episodios de gran impacto en la política chilena. A sólo horas de las elecciones programadas para el 4 de septiembre, y contraviniendo la ley electoral entonces vigente, se escuchó por varias estaciones de radio de derecha un potente discurso de Juanita Castro, la hermana díscola de Fidel, quien para entonces había abandonado la isla y se encontraba en Brasil, invitada por autoridades de la dictadura militar. En su discurso, Juanita Castro se preocupó especialmente de advertirle a las mujeres chilenas que Allende y la izquierda marxista no harían algo diferente a Fidel Castro en Cuba: una dictadura revolucionaria que acabaría con la familia, la seguridad de hijos e hijas y la religión. Aquel último episodio de la "campaña del terror" simbolizó la potencia tanto del "anticomunismo moral" de fuertes componentes de género, como de la centralidad de la imagen de Cuba en Chile.
Por muchos años los chilenos pensamos que las expresiones anticomunistas más radicales habían quedado en el pasado. Sin embargo, las protestas sociales iniciadas en octubre del 2019 dirigidas explícitamente contra el orden resultante de la dictadura militar, pusieron a los sectores dominantes en alerta. El esquema mental detrás de la "guerra de Piñera", sus inverosímiles denuncias de intervención extranjera en las protestas, y las múltiples expresiones públicas semejantes descansan en aquella larga tradición anticomunista que alcanzó su mayor extensión en el período que se abre con la Revolución Cubana y acaba con el final de las dictaduras militares en el cono sur durante los años 1980s. El papel de Cuba como referente revolucionario distópico lo ocupa ahora la Venezuela de Maduro, pero con la misma advertencia implícita: todo intento de cambio estructural lleva al desastre moral y la ruina económica. Afortunadamente, una sólida mayoría de chilenos entiende que las inequidades del neoliberalismo y la rigidez del orden constitucional instaurado en dictadura son ya intolerables. El conflicto político de aquí en adelante estará marcado por la vocación democrática de las mayorías y los delirios conspirativos de la oligarquía chilena, que se resiste a perder los enormes privilegios acumulados en las últimas décadas.
Marcelo Casals es Doctor en Historia de América Latina por la University of Wisconsin-Madison. Es Profesor Asistente en el Centro de Estudios de Historia Política, Escuela de Gobierno, Universidad Adolfo Ibáñez (Chile). Su último libro, titulado La creación de la amenaza roja. Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la "campaña del terror" de 1964, fue publicado el 2016.