Este articulo fue publicado originalmente en inglés en la edición impresa de NACLA.
En 2016, miles de guatemaltecos se sumaron a la Marcha por el Agua, Madre Tierra, Territorio y La Vida en denuncia de la privatización y contaminación del agua causada por el desarrollo extractivo. Convocado por la Asamblea Social y Popular, una alianza de movimientos sociales, la marcha rechazó el modelo de desarrollo que millones de centroamericanos miran como corrupto y el capítulo mas reciente de una larga historia de invasiones imperiales. El mismo año, El Salvador declaró su primera emergencia por la escasez de agua, y Honduras se doblegó bajo la sequía severa.
Al igual que la Marcha por el Agua, el éxodo de centroamericanos de Guatemala, Honduras y El Salvador en los últimos meses de 2018 dio testimonio de las condiciones insoportables en sus países. Sirvió también como una fuerte acusación de años de política doméstica y política extranjera erróneas basadas en el desarrollo según el libre mercado, supuestamente dirigido a remediar las causas profundas que expulsan a las personas de sus hogares. Las historias de los migrantes subrayaron sus motivos, que son múltiples y interconectados: pobreza extrema, violencia desbocada, persecución política, corrupción—problemas sistémicos que plagan a los tres países. En la actualidad, es frecuente que cada vez más personas de las zonas rurales dejan atrás cosechas de maíz secas por la sequía, una señal de la destrucción causada por el cambio climático que ya está en proceso. La desigualdad extrema respecto a la tenencia de la tierra sigue siendo una de las causas principales de la migración, un problema de larga data que crea inseguridad alimentaria contribuye a la emergencia climática, y agravada por la expansión de las industrias extractivas destructivas.
Las caravanas han inspirado un poco la cobertura en los medios convencionales de las causas profundas que aceleran la migración. Sin embargo, un síntoma un tanto deslumbrante del fracaso sistémico del desarrollo en estos tres países—conocidos en conjunto como el triángulo norte de Centroamérica—debe provocar un ajuste de cuentas mas profunda sobre el papel desastroso de los EEUU en cuanto a generar las condiciones actuales de miseria en la región. Construir condiciones en donde los guatemaltecos, hondureños, y salvadoreños tengan una opción genuina para quedarse en sus hogares, si así lo deciden es eminentemente posible—incluso abordar la crisis urgente del cambio climático, a lo que la región es únicamente vulnerable. Pero requiere de un cambio radical en la política extranjera de los EE.UU. para enfrentar los errores del pasado y orientar la política actual a favor de los movimientos populares y democráticos que luchan para lograr alternativas equitativas y sostenibles al modelo del libre mercado.
De las Guerras Sucias a la Convulsión Neoliberal
La intervención estadounidense secuestró la historia de Centroamérica. Durante la Guerra Fría, los EE.UU. apoyó dictaduras en Guatemala y El Salvador, y armó y entrenó fuerzas militares responsables de un terror inimaginable, incluso matando y desapareciendo a cientos de miles de activistas campesinos, catequistas, sindicalistas, estudiantes universitarios y aldeanas indígenas. La ilustración más clara es Guatemala. En 1954, EE. UU. derrocó al presidente elegido democráticamente, Jacobo Árbenz, cuya reforma agraria redistribuía las tierras no cultivadas de la United Fruit Company a los agricultores pobres e indígenas. Luego, los EE.UU. instaló, armó y entrenó una dictadura despiadada, llevando a 36 años de guerra que mató a más de 200,000, en su mayoría indígenas Mayas rurales, desplazando casi 1.5 millón de personas. En El Salvador, un batallón entrenado por los EE.UU. llevó a cabo la masacre más horrible de un conflicto que duró 12 años, que en su momentos mas gruesos Washington gastó el equivalente a $1 millón a diario en una guerra contra guerrilleros de izquierda. Mientras tanto, Honduras nunca estalló en guerra, pero recibió el sobrenombre “USS Honduras” por su rol como puesta en escena para el asalto estadounidense en contra del nuevo gobierno sandinista en Nicaragua.
Después del terror de las guerras civiles, Washington supervisó las transiciones a “democracias de libre mercado” que operaron bajo la visión guía de otra exportación estadounidense: el neoliberalismo. Los países obedientemente implementaron el libre comercio, la privatización, la austeridad y la extracción de recursos. A la vez, evitaron demandas redistributivas y cooperaron con el ejército estadounidense y la guerra contra las drogas. Maximizar la libertad del mercado privado y el crecimiento económico se volvieron panaceas y la regulación gubernamental y el gasto social fueron pintados como amenazas contra el mercado—considerado lo mas importante. Cuando los gobiernos de la "Marea Rosa" de América Latina desafiaron las políticas neoliberales en la década del 2000, Estados Unidos reforzó su presencia militar en el corredor Centroamérica-Colombia. Cuando expresidente hondureño Manuel Zelaya contemplaba reformas, incluso acercarse con Hugo Chávez de Venezuela, la administración de Obama reforzó un golpe militar en su contra en 2009. El derrocamiento facilitó el neoliberalismo reduplicado bajo una élite consolidada.
La historia de intervención militar y neoliberal son factores poderosos que contribuyen a los factores que ya son bien documentadas que impulsan la migración desde Centroamérica: la violencia de pandillas y la guerra contra las drogas, feminicidio, corrupción, y la persecución religiosa, racial y política, entre otras. La pobreza es la condición en la que los otros se agravan. En América Latina y el caribe, entre 2014 y 2016, la pobreza rural llegó a 48.6 porciento, y la pobreza extrema a 22.5 porciento, a pesar del crecimiento económico constante. En el triángulo del norte, la desigualdad en la tenencia de la tierra, mantenido en buena parte por la contrainsurgencia, sigue siendo la raíz principal de la pobreza rural. Muchos pequeños agricultores no tienen suficiente tierra para cultivar alimentos para sus familias, las oportunidades laborales agrícolas en las plantaciones son escasas, mal pagadas, peligrosas y físicamente exigentes. En un golpe a la región entera, los precios del café cayeron en 1989 cuando el modelo de libre mercado reemplazó la estabilización los precios bajo los Acuerdos Internacionales del Café. Las reformas de libre mercado implementadas en los 1990 cortaron subsidios y promovieron la agricultura de exportación, expandieron el uso de pesticidas y herbicidas químicas, exacerbando la inseguridad alimentaria. En Guatemala, uno de cado dos niños bajo cinco años padecen de desnutrición.
Mientras el estado abandonó a los agricultores, tratados de libre comercio, como el Tratado de Libre Comercio Centro América-Republica Dominicana (CAFTA-DR), implementado a pesar de la oposición popular, permitió a las agro-impresas estadounidenses deshacerse con productos subsidiados, como el maíz, en la región, dejando a miles de productores locales fuera del negocio. La expansión de las maquilas bajo CAFTA-DR permitió a las corporaciones transnacionales evitar depender de trabajadores sindicalizados en el Norte Global y, en cambio, explotar a los trabajadores de bajos salarios en trabajos de alto riesgo mientras aplastaban a los sindicatos en América Central. El desempleo hoy sigue siendo alto, incluso para personas con educación. Millones han emigrado a barrios marginales urbanos desolados y laboran en el sector informal sin protección ni beneficios, incluidos innumerables niños, que se ven privados de educación y se convierten en blancos fáciles para las pandillas. La pobreza y la vulnerabilidad fomentan la delincuencia y afectan desproporcionadamente a las mujeres y los jóvenes.
El desarrollo neoliberal ignora las causas estructurales de la pobreza y violencia y se enfoca en la adopción de políticas pro-mercado que son supuestamente apolíticas: fomentar la creación de un clima para la inversión extranjera y el comercio, implementar medidas de seguridad ciudadana, promover capacitación laboral, y combatir la corrupción. Un ejemplo de este enfoque es la Agencia para el Desarrollo Internacional de los EE.UU. (USAID), la cual presenta estas medidas como la solución a la inmigración, enmarcadas como parte del "viaje hacia la autosuficiencia" de un país, lenguaje que sugiere responsabilidad exclusiva.
Pero la pobreza rural no surge de la falta de capacitación, mentalidad emprendedora, o inversión extranjera anémica; el desarrollo convencional raramente reduce la pobreza. Las políticas de seguridad represivas también han fracasado, mientras que el aumento de agresiones contra delincuentes no ha hecho nada para solucionar las condiciones que fomentan las pandillas. Esto es mas visible en El Salvador, donde la política de “mano dura” con sus origines estadounidenses han aumentado únicamente el poder de las pandillas. Mientras tanto, el recién instalado presidente de Guatemala ha seguido este patrón, desplegando el ejército para combatir a las pandillas.
La pobreza y el crimen son resultados inevitables de la imposición de políticas neoliberales que aceleran las fuerzas del mercado en condiciones extremadamente desiguales. La represión continua, a menudo por las manos de fuerzas policiales y ejércitos entrenados por los EE.UU., es lo que sostiene este modelo a través de aplastar concepciones populares del desarrollo basadas en una amplia redistribución de los recursos económicos—la meta obvia de decretar estados de sitio repetitivos en Guatemala. Esta situación es extrema en Honduras, en donde el presidente Juan Orlando Hernández ha mantenido un dominio absoluto del poder con fuerza militar después de la elección de 2017, que fue condenada en muchos lugares como fraude, pero ha sido respaldado por la administración por los EE.UU. La administración de Trump ha desde entonces cerrado los ojos a las conexiones de Hernández al narcotráfico.
La pobreza extrema y la represión política refuerzan la mala política en un círculo vicioso. Los partidos políticos corruptos que representan intereses oligarcas aprovechan la pobreza crónica y el pesimismo para cooptar movimientos sociales, dividir comunidades y construir redes de clientes políticos que fragmentan a las comunidades. Estés partidos dominan las elecciones, pero carecen de legitimidad fundamental y planes para la gobernanza y se tambalean de crisis en crisis. La ayuda extranjera dirigida a combatir la corrupción proyecta una seriedad de propósito, pero la política extranjera, económica y política, mantienen un sistema inherentemente corrupto y además ayuda a los gobiernos aliados a obstaculizar iniciativas de anti-corrupción que funcionan. Este ha sido el caso en Guatemala, en donde el expresidente Jimmy Morales—con el apoyo de Trump—ignoró a un dictamen del Corte Constitucional para cerrar la famosa Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Este eficaz y popular ente anti-corrupción había visibilizó el fraude a los niveles más altos de gobierno y provocó una sublevación que derrocó a un presidente. De la misma manera, en Honduras, el gobierno ha terminado un sistema anti-corrupción, conocido como MACCIH, respaldado por la OAS. En El Salvador, presidente Nayib Bukele—quien asumió el ejecutivo por el desencanto popular con respecto a la corrupción—puntualmente se acercó a los Estados Unidos.
Extractivismo y Calamidad Ecológica
La extracción de recursos es otra fuente de fantasías neoliberales de prosperidad en el libre mercado que profundiza la desigualdad y degradación ambiental. Desde la década de 1990, el Banco Mundial ha promovido proyectos de megadesarrollo—como minería, tala de madera, represas hidroeléctricas, ganado y la expansión del cultivo de azúcar y palma africana—para estimular la inversión extranjera, crear empleos y reducir la pobreza. Estas políticas combinadas con la creciente demanda mundial de recursos derivados del uso de tierra desde mediados de la década del 2000 han llevado a un auge a las industrias extractivas. La Ley de Minería en Guatemala, por ejemplo, tiene regulación blanda con respecto a la clausura o reparación por daño, y solo requiere que se pague el uno por ciento de sus ganancias en regalías. Y, en 2019, la empresa minera Kappes, Cassiday & Associates demandó a Guatemala por $300 millones bajo reglas de CAFTA-DR luego que la Corte Suprema de Justicia suspendió su mina de oro por no realizar el proceso de consulta con las comunidades locales.
Debido a que estas industrias socavan los medios de subsistencia, dañan la salud humana, y violan los derechos colectivos al agua, encuentran resistencia pacifica estridente. Las corporaciones y la seguridad del estado atacan rutinariamente a activistas y ambientalistas criminalizando y asesinando, montan campañas de relaciones públicas, producen ciencia auto-justificante y dan obsequios estratégicos para dividir la oposición comunitaria. Carente de licencia social para operar, el desarrollo extractivo requiere de la violencia, reabriendo heridas de las guerras civiles. Guatemala y Honduras están entre los países mas mortales para los defensores del territorio y el medio ambiente, una dinámica ejemplificada con el asesinato en 2016 de la lideresa feminista e indígena y activista anti-extractivista Berta Cáceres. Activistas salvadoreñas pagaron caro en una lucha extendida para prohibir la minería de metales, al final ganando una abolición del gobierno en 2017. A la vez, el trabajo en el sector extractivo es mínimo, mientras que los costos ambientales de la industria socavan la resiliencia local al cambio climático. Una de las grandes injusticias del cambio climático es que el proceso es debido primeramente al uso de combustibles fósiles y consumismo en los países del norte, pero sus impactos se concentran en los países del sur. En Centroamérica, el caos climático hace que la lluvia sea menos predecible y extiende las sequías—un problema serio para la gente pobre y los agricultores de subsistencia. También provoca inundaciones y deslaves y hace que los huracanes sean mas fuertes. Estos efectos impulsan desplazamiento, pero el abandono por parte del estado y las desigualdades estructurales, especialmente la de la tenencia de la tierra, hacen del cambio climático una catástrofe humanitaria. La expansión agresiva del extractivismo agrava estos efectos por concentrar la tenencia de la tierra, desplazando agricultores de subsistencia para sembrar monocultivos, y monopolizando y contaminando sistemas regionales del agua. El agua es una preocupación particularmente grave en El Salvador donde la “crisis climática, contaminación, y explotación comercial” impulsan al desplazamiento, según la periodista Nina Lakhani.
La migración es el resultado inevitable de la imposición de políticas de desarrollo neoliberal por encima de las desigualdades evidentes, y el cambio climático agrega un factor adicional. La retórica contra la inmigración en los Estados Unidos ignora que atraer a los trabajadores inmigrantes a los Estados Unidos después de integrar las economías fue el resultado lógico del TLCAN, mientras las empresas transnacionales ganan en los dos lados de la frontera. Estos puntos en común señalan a la necesidad por una política extranjera fundamentalmente distinta, enraizada en la auto-determinación, solidaridad, y desarrollo redistributivo que benefician a la gente y el medio ambiente.
Comprometido con las Políticas Fracasadas
Además de imponer doctrina económica, los EE.UU. interviene de manera continua y de los dos partidos políticos a favor de corporaciones estadounidenses y políticos corruptos—en detrimento de la democracia, desarrollo integral, y derechos de los migrantes. El apoyo de la administración Obama al golpe de estado de 2009 en Honduras es quizás el ejemplo más claro. Más recientemente, el secretario de Estado Mike Pompeo el año pasado no hizo nada cuando actual fiscal general de Guatemala presentó una acusación cuestionable contra la popular ex fiscal y campeona anticorrupción Thelma Aldana. Esto le impidió participar en el proceso electoral en el que tenía probabilidades de ganar; en cambio, otro candidato de extrema derecha y pro-impunidad asumió el cargo.
Obama deportó a 2.4 millones de inmigrantes, muchos de ellos centroamericanos, en un vano esfuerzo por lograr un acuerdo integral con los republicanos. La administración Trump ha intensificado la cruzada antiinmigrante, destruyendo efectivamente el sistema de asilo de Estados Unidos. La mayor "victoria" de Trump ha sido intimidar a Guatemala, Honduras y El Salvador para que sirvan como "terceros países seguros". Irónicamente, la administración Trump incluso retuvo la ayuda por cooperación destinada a reducir la migración a menos que estuvieran de acuerdo. Estos acuerdos, como el celebrado entre los Estados Unidos y Canadá, descalifican a las personas de solicitar asilo en los Estados Unidos si han puesto un pie en uno de estos países y permiten a los Estados Unidos deportar a los migrantes a un tercer país "seguro", aparentemente para solicitar asilo. Hasta el 22 de enero de 2020, más de 230 salvadoreños y hondureños habían sido deportados a Guatemala a través de esta política. Organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) han demandado al gobierno federal, desafiando la política como una violación del derecho internacional de los EE. UU. Designar a estos países como seguros es una afrenta al sentido común y refuerza la falsa afirmación de que, en las condiciones actuales, pueden y deben asumir la responsabilidad final.
Trump parece desesperado por provocar una crisis de inmigración, infundir temor a su alrededor y presentarse como la solución. Es una estrategia cínica que inflige un dolor inmenso a los vulnerables y a los bancos por el rechazo confiable del Partido Demócrata, siempre temeroso de ofender a los donantes corporativos o dañar sus credenciales de seguridad nacional, para discutir causas más profundas y proponer soluciones integradas. Estados Unidos parece comprometido con un marco político fallido. El gobierno de Obama anunció el paquete de la Alianza para la Prosperidad ahora bipartidista para el Triángulo Norte, que sigue las mismas políticas defectuosas de privatización, inversión extranjera y la guerra contra las drogas, para promover el "desarrollo", combatir la inseguridad y, por lo tanto, detener la migración. Más recientemente, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador propuso un Plan Marshall para América Central. Pero la administración Trump aún no ha comprometido fondos, y no está claro si este plan alteraría o profundizaría los patrones alarmantes actuales. Con la amenaza inminente del caos climático, las soluciones genuinas son más urgentes que nunca.
No se puede discutir que los gobiernos centroamericanos han traicionado crónicamente a sus ciudadanos, pero los oligarcas no podrían haber mantenido el poder e implementado el modelo neoliberal rapaz sin el apoyo de los Estados Unidos. Sin embargo, estas realidades no están escritas en piedra, ni es demasiado tarde para influir en ellas. La pregunta no es si Estados Unidos debería o no intervenir (ese tren salió de la estación hace mucho tiempo), sino cómo deshacer de manera más responsable el daño de sus intervenciones en curso.
Alternativas Verdes
Un plan significativo para abordar las causas fundamentales de la migración requeriría una reorganización de las prioridades de desarrollo para abordar las desigualdades estructurales en la línea propuesta por los movimientos sociales regionales, los socios lógicos para tal reorientación política. Afortunadamente, estas soluciones no solo son viables, sino que son bien conocidas y populares en la región, incluso si están descalificadas por las élites.
Por ejemplo, la Red de Agua de Guatemala (REDAGUA), una alianza de comunidades involucradas en conflictos hídricos con industrias extractivas, ha desarrollado una propuesta para una Adaptación Justa al Cambio Climático. Este plan es similar a un “Green New Deal” para América Central, adaptado a la región y arraigado en las luchas históricas indígenas y campesinas. Las propuestas centrales incluyen: una nueva ley del agua para reconocer el agua como un derecho humano y un bien público, con estrictos estándares de uso y contaminación del agua, gestión democrática descentralizada e inmediata liberación de ríos desviados por la industria; reforma agraria para proporcionar tierra a los agricultores sin tierra y pobres en tierra, priorizando a los desplazados y victimizados por conflictos históricos de tierras; programas agrícolas públicos revitalizados para apoyar la producción de subsistencia y promover una transición a gran escala a la agroecología y las prácticas ambientales indígenas; y una transición justa para trabajadores en industrias extractivas con trabajo garantizado en trabajos sostenibles y restaurativos.
Esta propuesta resuena fuertemente con la concepción de la soberanía alimentaria promovida por el movimiento global de campesinos y pequeños agricultores, La Vía Campesina, y propuestas para una Ley Nacional de Desarrollo Rural Integral. Junto con la reforma agraria, la agroecología es fundamental para la soberanía alimentaria; es especialmente adecuado para producir alimentos nutritivos y variados, restaurar suelos, reducir los costos de insumos y conservar el agua, los bosques y la biodiversidad de plantas e insectos. Presagiando los eventos climáticos extremos esperados bajo el cambio climático, las granjas agroecológicas demostraron ser más resistentes que las convencionales cuando el huracán Mitch devastó Honduras en 1998.
Estas y otras medidas similares revitalizarían la producción de subsistencia y las economías locales, reducirían la pobreza y la inseguridad alimentaria y protegerían a las comunidades más pobres de los peores efectos del cambio climático. Ausentes del plan están las recetas neoliberales típicas, como las zonas de libre comercio, los préstamos para megadesarrollo que son intensivos en su uso de recursos, los incentivos fiscales para empresas y los esquemas de privatización. El financiamiento para tales iniciativas podría provenir de presupuestos militares inflados, a menudo utilizados para reprimir a la población o desviarse de la corrupción, y aumentar los impuestos y aplicación de impuestos, que incluso el FMI recomienda. Aliarse con los movimientos populares constituiría una política exterior contra-contrainsurgente.
Cambio de paradigma
Dichas propuestas exigen abandonar el crecimiento del Producto Interno Bruto como medida de una economía saludable. El hecho de que la pobreza persiste a pesar de un crecimiento económico constante, de alguna manera nunca se cuestiona el crecimiento como la solución. Sin embargo, las concepciones indígenas del bienestar, encapsuladas en el buen vivir, rechazan el imperativo capitalista de constantemente "vivir mejor" a través del consumismo. En cambio, priorizan las relaciones respetuosas y cuidadosas con otros humanos y con la naturaleza y viviendo en armonía con los ciclos naturales. Del mismo modo, la soberanía alimentaria expresa la capacidad de las personas para producir cantidades suficientes de alimentos saludables y culturalmente relevantes en sus territorios, para garantizar el derecho colectivo a la alimentación. Hacer de la soberanía alimentaria, el buen vivir y la reforma agraria las piedras angulares de la política de desarrollo marcaría un cambio paradigmático y un gran avance hacia la justicia social. También traería grandes beneficios ambientales. La reforma agraria reduciría drásticamente la deforestación y la inseguridad alimentaria. La agroecología crea un suelo que actúa como sumidero de carbono y reduce las emisiones de CO2, lo que se suma al impulso global para la descarbonización. Limitar las industrias extractivas protegería los ecosistemas frágiles y las cuencas hidrográficas y permitiría que comience la curación de los paisajes dañados. Desarrollar las dimensiones técnicas y prácticas de estas propuestas es una tarea importante que requerirá la participación de una variedad de partes interesadas y llevará años completarlas. Pero embarcarse en este viaje es principalmente una cuestión de voluntad política.
Una administración progresista de los EE. UU. podría impulsar la ayuda exterior y la diplomacia para apoyar la adopción de mejores políticas y el restablecimiento de las medidas anticorrupción. Tales esfuerzos podrían contar con la entusiasta participación de organizaciones de base y movimientos sociales, así como con un abrumador apoyo público. Cortar todo el apoyo militar para Hernández de Honduras y otras fuerzas de seguridad regionales abusivos, un mínimo propuesto en la Ley Berta Cáceres, al tiempo que apoya los tribunales anticorrupción y las organizaciones indígenas, campesinas, ecologistas y de mujeres transformarían a las organizaciones nacionales. Dinámica política. Esto podría crear la posibilidad de convertir la energía de los levantamientos antineoliberales en agendas políticas sólidas, similares a los gobiernos de “Marea Rosa” de la década del 2000, pero esta vez con un considerable refuerzo internacional en lugar de oposición, dando a los países espacio para prosperar con mucho menos presión para perseguir el extractivismo.
Las reversiones de políticas de esta magnitud encontrarán casi con toda seguridad, una oposición vehemente y violenta de las élites nacionales y a través de las fronteras que se benefician del statu quo e ignoran la ley con impunidad. Significativamente, la presión oficial de los Estados Unidos sobre los gobiernos y las corporaciones podría reducir la violencia política contra las comunidades indígenas y campesinas y obligar a los sectores reaccionarios a aceptar los cambios democráticos que han reprimido durante siglos. La influencia de los EE. UU. sobre los ejércitos regionales, que históricamente han apoyado a la derecha, podría mitigar un poderoso impedimento a lo que al final son las propuestas democráticas populares para el desarrollo integral.
Poner fin, o incluso reducir significativamente, la violencia represiva contra los defensores de la tierra de los campesinos e indígenas los liberaría para encabezar la transición hacia un modelo de desarrollo más justo y verde. Ocuparían tierras, comenzarían a producir de maneras más sostenibles y cerrarían proyectos perjudiciales para el medio ambiente. Estados Unidos también podría hacer cumplir normas laborales y ambientales más estrictas para las corporaciones con sede en Estados Unidos que operan en la región.
El autoritarismo antiinmigrante en los Estados Unidos ignora las largas historias de intervención imperial en México y América Central, culpa a los migrantes por los fracasos del neoliberalismo en el país y en el extranjero, oculta las soluciones necesarias e institucionaliza los crímenes contra la humanidad. Propuestas de izquierda para una nueva política exterior para Centroamérica, además de mitigar las causas profundas de la migración y defender el derecho de los pueblos a quedarse puede acelerar la transición a un modelo de desarrollo más justo y sostenible en la línea exigida por los movimientos populares. La propuesta de inmigración del candidato presidencial demócrata Bernie Sanders, por ejemplo, ofrece un revés refrescante de décadas de políticas fallidas y el chivo expiatorio que llevó a Trump a la victoria. Su plan propone colocar una moratoria sobre la deportación, expandir la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), cerrar los centros de detención, crear caminos hacia la ciudadanía y promover la reorganización de las agencias de inmigración. Además, Sanders convocaría a cumbres de líderes latinoamericanos para discutir soluciones a las causas profundas de la inmigración y el cambio climático. Es difícil exagerar la importancia de esta propuesta, no solo para los migrantes y sus familias, sino también para el hemisferio en su conjunto.
Existen soluciones de desarrollo real, duradero y sostenible; el obstáculo siempre ha sido la voluntad política. El gobierno de los Estados Unidos tiene la responsabilidad de deshacer los devastadores legados del imperialismo en la región junto con los mecanismos contemporáneos de control político y económico. Todos los candidatos demócratas deberían adoptar alternativas de desarrollo redistributivo, ecológico e indígena en Centroamérica, y abandonar el modelo neoliberal. Desarrollar una visión de solidaridad internacional y socialdemocracia contra el odio y el dominio corporativo, combinado con una comprensión más sólida del legado del imperialismo estadounidense en la región y un compromiso para revertirlo, podría constituir una narrativa poderosa en el ciclo electoral 2020. Adoptarlo proporcionaría una alternativa potente a la lógica venenosa de suma cero del populismo autoritario y su falsa insistencia de que no es posible un mundo mejor.
Nicholas Copeland es antropólogo y enseña en el Departamento de Sociología en la Universidad Virginia Tech. Es autor de The Democracy Development Machine: Neoliberalism, Radical Pessimism, and Authoritarian Populism in Mayan Guatemala. Cornell University Press. 2019. También es miembro de la Red de Agua de Guatemala (REDAGUA).