Este artículo fue publicado originalmente en inglés en la edición impresa de NACLA.
Cuando Iván Duque Márquez, presidente de Colombia, anunció en televisión el estado de emergencia el 17 de marzo de 2020 para controlar la pandemia de Covid-19, no usó una retórica belicista, ni señaló enemigos internos de la nación. A diferencia de los estados de excepción declarados durante el conflicto armado, invocó la solidaridad del pueblo colombiano para hacer frente al “mayor desafío de la humanidad en tiempos recientes” e invitó a los “hogares” colombianos a cuidar de las personas mayores de 70 años. “Este no es un momento para las divisiones políticas. El virus no reconoce entre sectores sociales ni compra ideologías. Este es el momento de la verdadera unión de los colombianos. De la verdadera Colombia”, aseveró.
En las décadas del conflicto armado, distintos gobiernos han empleado el estado de excepción para combatir a las guerrillas de izquierda y las organizaciones narcotraficantes. Como afirma el abogado Pedro Pablo Vanegas Gil, sólo en el período 1991-2011 fueron declarados, a nivel nacional, siete estados de conmoción interior (cuando hay grave perturbación del orden público interno) y doce estados de emergencia. Con frecuencia esto implicó la violación sistemática de derechos humanos de poblaciones enteras—acusadas de apoyar a la insurgencia—por parte del estado y sus fuerzas armadas, en alianza con organizaciones paramilitares. Esta vez, aunque Duque llama a la unidad y no a la guerra, para personas trans y no binarias, así como para trabajadorxs sexuales, el estado de emergencia ha significado un aumento de violencias en su contra.
En el contexto de la pandemia, esta modalidad del estado de excepción permitió a los gobiernos regular la movilidad en el espacio público, limitar el número de personas reunidas y ejercer controles precisos en zonas urbanas y fronterizas a través de cuarentenas, toques de queda, despliegues de ejército y policía y la implementación de medidas de vigilancia a distintas escalas, incluso mediante el uso de aplicaciones para dispositivos móviles. Como en Europa y Estados Unidos, en América Latina hubo intensos debates sobre la limitación de libertades para enfrentar un virus cuyas vías de transmisión aún no eran claras. Algunas voces críticas evocaron las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX en el contexto de la Guerra Fría y la represión de las protestas de estudiantes, mujeres, sindicalistas, docentes, indígenas y campesinos durante 2019 y principios de 2020 en la región.
Al igual que muchos líderes mundiales, Duque habló del coronavirus como si fuera la gran niveladora. Pero una mirada al modo como la pandemia y su manejo gubernamental ha irrumpido en las vidas de grupos etnizados y racializados, inmigrantes, pobres y otros sectores sociales marginalizados pone en cuestión ese carácter supuestamente igualitario. ¿Qué ocurre con las corporalidades abyectas y consideradas económicamente improductivas cuando la ley es suspendida parcial o totalmente para proteger el orden y la vida? ¿Qué relevancia pueden cobrar el género y la sexualidad en circunstancias excepcionales donde, según algunos, las personas quedan reducidas a una masa indiferenciada de cuerpos vulnerables?
Según señalan las académicas Shampa Biswas y Sheila Nair, la lógica de la excepción se encuentra siempre “saturada por la historia, la raza, la cultura, la etnicidad y el género”. Así, afirman las autoras, existen “cuerpos excepcionales”—aquellos a los que se les niega sistemáticamente protección—cuya vulnerabilidad no se distribuye de forma democrática sino asimétrica. En el contexto de la pandemia en Colombia—país donde la homosexualidad, el comunismo y los derechos de las mujeres integran un repertorio cultural de miedos que en 2016 hicieron tambalear los acuerdos de paz con la llamada “ideología de género”—y otras partes de América Latina, es posible ver una asignación asimétrica de valor entre vidas que merecen vivir y otras menos indispensables. Dicho reparto se ha hecho evidente en personas trans y no binarias, así como en trabajadorxs sexuales durante el estado de emergencia. Sus vulnerabilidades obedecen a la operación concreta del género y la sexualidad y su interacción con otros ejes de diferenciación y jerarquización social.
Regulación de la movilidad por sexo/género
Luego de que el presidente Duque decretara el estado de emergencia en el país, las autoridades locales empezaron a implementar medidas en sus territorios para contener el avance de la pandemia. En Bogotá, capital del país y ciudad que registra el mayor número de casos, la alcaldesa Claudia López cuestionó en varias ocasiones la “lenta respuesta” del gobierno nacional para contener los contagios. Las críticas de López hacia Duque fueron interpretadas como de orden ideológico. El presidente pertenece al partido de derecha Centro Democrático—cuyos integrantes se han opuesto con vehemencia a los acuerdos con la ex guerrilla FARC—, mientras que la alcaldesa fue electa por el partido de centro Alianza Verde. Además de respaldar una salida negociada al conflicto armado, Alianza Verde ha apoyado medidas legislativas para garantizar los derechos de las mujeres y de las personas LGBT.
López es además la primera alcaldesa mujer de Bogotá y está casada con la senadora de la República Angélica Lozano. Su elección fue celebrada por muchos como un importante paso en el acceso al poder político de mujeres e integrantes de colectividades LGBT. Por esta razón despertó asombro y críticas cuando decretó el llamado “pico y género”, para regular la movilidad de las personas en el espacio público. El decreto señala que “las personas de sexo masculino” sólo podrán salir a la calle los días impares, mientras que “las personas de sexo femenino”, los días pares. Esto permitiría a la policía ejercer un control más efectivo evitando el contacto físico. Bastaría con mirar a las personas para saber si respetan o no las restricciones, como si el género fuese un dato empírico que se corresponde con una de dos alternativas.
Panamá fue el primer país en implementar una medida similar. El primero de abril, ese gobierno anunció que tras haber estudiado “todas las alternativas para reducir el número de personas que están al mismo tiempo en la calle” y “para proteger la vida y garantizar que nuestro país avance”, se reduciría la presencia en las calles a la mitad asignando “algunos días de circulación para las mujeres y algunos días de circulación para los hombres”. Al día siguiente, el presidente del Perú, Martín Vizcarra, hizo lo propio.
En ambos países dicha restricción fue criticada por colectivos LGBT, que advirtieron la multiplicación de violencias contra personas trans y no binarias. En Panamá, donde sólo es posible modificar el sexo en el documento de identidad tras una cirugía de reasignación sexual, fueron denunciadas detenciones arbitrarias y otras agresiones por parte de la policía. Durante la vigencia de la medida, circularon en medios de comunicación videos que mostraban a agentes del orden inspeccionar documentos de identidad de algunas personas para establecer su verdadero género y determinar si podían o no salir a la calle.
El relato de Mónica, mujer transgénero, muestra que, en la práctica, ningún día era el adecuado para que personas trans y no binarias salieran a la calle. Según relató a BBC Mundo, ella se dirigió al supermercado un día destinado a las mujeres, pero al llegar, el tendero le advirtió que la policía les había informado que ese día sólo le podían vender a mujeres, a “maricones, no”, ni tampoco a “hombres que se disfrazaran de mujer”. Al día siguiente, mientras hacía fila en un supermercado rodeada de hombres, unos policías le exigieron su documento de identidad. Como legalmente no le podían prohibir estar en la calle, la insultaron y manosearon.
En Perú el panorama fue similar. El ministro del Interior, Carlos Morán, afirmó que “quien se ve como mujer y viste como mujer es mujer”, pese a ello hubo múltiples denuncias de violencia policial. En Twitter circuló un video en el que policías detuvieron a tres mujeres trans obligándolas a hacer sentadillas y gritar “quiero ser un hombre”. En entrevista para el medio colombiano Cerosetenta, Miluska Luzquiños Tafur, directora de Trans Organización Feminista, señaló que además de la violencia policial, las personas trans tuvieron dificultades para acudir al trabajo, conseguir alimentos y acceder a tratamientos hormonales durante la medida. Las críticas también fueron dirigidas a la reafirmación de roles de género debido a la medida, pues los días en que las mujeres podían salir a la calle las filas de los supermercados eran mucho más largas y tenían que esperar hasta dos horas. Además hubo agresiones contra mujeres indígenas y campesinas que carecían de documento de identidad.
A diferencia de Panamá y Perú, el pico y género de Bogotá establecía consideraciones específicas para las personas trans. “Las personas transgénero circularán de acuerdo a la restricción aquí establecida según su identidad de género,” se lee en la resolución distrital. “Las autoridades respetarán las diversas manifestaciones de identidad de género de las personas”. El mismo día en que la medida entró en vigor, personas y colectivos trans y no binarios se reunieron con el comandante de la Policía de Bogotá y con el Secretario de Gobierno. En carta pública dirigida a López, advirtieron que se incrementarían los controles policiales y la violación de sus derechos.
Pese a ello, la alcaldesa mantuvo la decisión y legitimó la autoridad de la policía metropolitana, cuyos integrantes han agredido sexualmente a mujeres jóvenes durante las marchas estudiantiles de 2019 y propinado golpizas a mujeres trans. En 2020, violaron a mujeres detenidas por ingresar al transporte público sin pagar y por incumplir la cuarentena. Así obtuvo dicha institución el respaldo para fungir de policía del género.
Esa mayor vigilancia no descansó únicamente en la policía. O, más bien, el poder de policía –caracterizado por la posibilidad de ejercer violencia tanto conservadora como fundadora de derecho, como señala Walter Benjamin en Para una crítica de la violencia (1921)– se amplificó y diseminó a lo largo de la sociedad. La Red Comunitaria Trans publicó en sus redes sociales casos de agresiones.
Guardias de seguridad, tenderos y transeúntes se adjudicaron la vigilancia del género restringiendo el ingreso de personas trans y no binarias a bancos y supermercados. Decidían si les vendían o no alimentos y productos de aseo, luego de pedirles su documento de identidad y, en algunos casos, certificados médicos que acreditaran su proceso de transición. Así, la identificación o desidentificación de género debía darse en un sistema binario y ajustarse con suficiencia a las expectativas corporales normativas, de modo que soportara una prueba de legibilidad. Si no era el caso, una autoridad médica debía constatar, a través de certificados, que esos cuerpos abyectos, que también se revelaron cuerpos excepcionales, correspondieran a una u otra posición.
Daian Nikol Villalobos, una mujer trans estilista, salió a la calle el 18 de abril, día par, y fue apuñalada por un vecino quién la insultó y le arrojó objetos luego de gritarle que había salido el día equivocado. “Eso era lo que yo quería, matarla, porque usted no merece la vida, usted es una porquería”, le dijo el hombre luego del ataque. Ella acudió a una patrulla de policía que pasaba cerca, pero fue ignorada por los agentes. Esta fue la segunda vez que Daian Nikol fue víctima de “tentativa de feminicidio” en su vida, la primera fue a los 16 años, cuando empezaba a vestirse de mujer.
Esta disposición hacia los cuerpos trans y no binarios no sólo estuvo presente en aquellas personas que fácilmente pueden ser calificadas de “transfóbicas”. En redes sociales, usuarios “trans friendly”, e incluso aliados, responsabilizaron a lxs denunciantes por no haber hecho trámites que les evitaran esos inconvenientes, como el cambio de su nombre y sexo en el documento de identidad. Otros dijeron que habían salido el día equivocado y que debían responsabilizarse por ello. Algunos “expertos” llegaron a criticar el uso simultáneo de categorías de autoidentificación diferentes, como en el caso de una persona que trataba de explicarle a un policía por qué podía salir ese día: “es que yo soy una chica trans, soy no binaria”. Estas personas ejercieron el poder de policía al inventarse normas no escritas y exigir documentos que ni siquiera las autoridades judiciales pueden solicitar haciendo suya la clásica interpelación policial: “identifíquese”.
Finalmente, la medida fue levantada. En Perú, se levantó el 10 de abril, ocho días después de implementada, debido a su “ineficacia” en términos sanitarios. En Panamá, se terminó el primero de junio, a raíz de presiones para reactivar la economía. En Bogotá, el pico y género estuvo vigente hasta el 10 de mayo y sectores del gobierno y el comercio lo calificaron como exitoso pues, según ellos, redujo las aglomeraciones de forma significativa. Un análisis de Cerosetenta muestra que la efectividad es difícil de comprobar si se la compara con el comportamiento de otras ciudades del país en las que se implementaron restricciones de otro tipo. Como en Panamá y en Perú, la razón para quitar el pico y género en la capital colombiana no tuvo que ver con las violencias contra mujeres cisgénero y personas transgénero y no binarias, sino con la flexibilización de la cuarentena por parte del gobierno nacional.
¿Un abolicionismo renovado?
La situación de personas vinculadas al comercio sexual durante la cuarentena ha captado la atención de medios alrededor del planeta, mientras que muchos gobiernos prefieren soslayarla. A excepción de países como Japón, donde el gobierno incluyó a trabajadoras sexuales en su paquete de ayudas financieras, la falta de garantías laborales y de bioseguridad para quienes ejercen el trabajo sexual o la prostitución—dependiendo de su reconocimiento legal en cada país—, les ha dejado en una situación particularmente precaria durante la cuarentena.
En Estados Unidos la prostitución es ilegal en la mayoría de los estados. Si bien las personas que ejercen este oficio en ese país podrían acceder a subsidios de desempleo, varias se abstuvieron de solicitarlo, pues temían ser identificadas como delincuentes. Francia, que adoptó el modelo sueco de castigar a los clientes, no a las prostitutas, ha visto crecer la clandestinidad del oficio. Personas que ejercen la prostitución temen que la detención y multa de sus clientes signifique una reducción aún mayor de sus ingresos en plena crisis, motivo por el cual han buscado ocultarse aún más, quedando expuestas a violencias ejercidas por proxenetas y consumidores de servicios sexuales, además de la exposición al coronavirus. La situación es distinta en Suiza, donde el trabajo sexual es un oficio reconocido, sujeto al pago de impuestos y prohibido temporalmente durante la pandemia, como otras actividades económicas, pero reanudado desde junio. Allí ProKoRe –organización que brinda información y apoyo psicológico, legal y médico a las personas que ejercen trabajo sexual y a víctimas de trata– desarrolló junto al gobierno un protocolo de prácticas sexuales bioseguras.
El panorama en América está marcado por la precariedad. En Ciudad de México, el gobierno ordenó el cierre de hoteles por no considerarlos servicios vitales. Esto supuso el desalojo de quienes vivían y ejercían la prostitución allí y se encuentran durmiendo en la calle en carpas improvisadas, donde han sido objeto de agresiones y violencia sexual por parte de transeúntes. En Chile y Brasil, dos de los países más afectados por la pandemia ha habido aumento de la oferta, disminución de la demanda y precarización de las condiciones en las que se ofrecen servicios sexuales comerciales.
En Colombia, la prostitución fue reconocida como trabajo en 2010 en una sentencia de la Corte Constitucional. El tribunal aclara que no es un trabajo como cualquiera, pues puede “reñir con los ideales liberales, racionales y de la dignidad humana del constitucionalismo”. Esto ha significado una suerte de (des)regulación, que deja a quienes se desempeñan en este oficio sin acceso a servicios de salud ni seguridad social, situación que afecta tanto a las personas más jóvenes, como a las mayores que deben disminuir sus tarifas a medida que sus cuerpos envejecen para mantenerse activas en el mercado.
En la coyuntura actual, quienes ejercen la prostitución en Colombia, en su mayoría mujeres cisgénero y transgénero, han enfrentado la crisis saliendo a la calle a buscar clientes y prestando servicios a domicilio corriendo mayores riesgos. De otro modo, les sería muy difícil sobrevivir a los desalojos que se han efectuado en su contra, pues no cuentan con los medios para pagar sus arriendos ni sostener a sus familias. Según la Red de Mujeres Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe, en la región, el 85 por ciento de las trabajadoras sexuales tienen “como mínimo a una persona que depende de nosotras, y el 98 por ciento aportamos la mayoría de recursos para sostener nuestros hogares”. Como señala Andrea Correa, prostituta y coordinadora de La Casa de Lxs Locxs, les toca seguir ofreciendo servicios sexuales pues “si no nos mata el Covid, nos mata el hambre”.
Actualmente, las nuevas tecnologías de información y comunicación ocupan un lugar importante en el comercio sexual. De acuerdo con el documental francés Pornocratie: Les nouvelles multinationales du sexe (2017), Colombia es el segundo país del mundo, después de Rumania, con mayor participación en el mercado de modelos webcam. De ahí que para algunos esta sea la alternativa frente a las restricciones impuestas por la cuarentena al trabajo sexual. No obstante, esta modalidad de teletrabajo no es accesible para la mayoría de trabajadorxs sexuales, pues requiere de costosas inversiones en dispositivos, escenografía erótica e infraestructura tecnológica. Y aunque existen estudios que ofrecen estos recursos, en Colombia dichos establecimientos no están regulados. Varios funcionan ilegalmente y algunas modelos webcam han señalado que allí han sido objeto de presiones para cumplir extenuantes jornadas de trabajo, con reducidos porcentajes de ganancia para ellas y que no disponen del control sobre el material audiovisual allí producido, que muchas veces circula en portales de pornografía sin su consentimiento. De modo que para muchxs trabajadorxs sexuales el cambio al teletrabajo es materialmente irrealizable. Para otrxs, puede significar la profundización de violencias ejercidas por los dueños de los medios de producción.
A esto se suma que el comercio sexual no se encuentra entre los sectores productivos contemplados en los decretos con los que el presidente Duque declaró y prorrogó el Estado de Emergencia Económica, Social y Ecológica. Como consecuencia, y pese a las protestas de las personas en ejercicio de prostitución en el país, ellas son invisibles en términos económicos y no son contempladas en los paquetes de ayudas del gobierno.
En este complejo panorama, se reaviva el debate de reglamentarismo vs. abolicionismo. En Colombia y otros países, varios medios de comunicación han reciclado la narrativa de la víctima y el victimario para hablar sobre el trabajo sexual y equipararlo con la trata de personas con fines de explotación sexual. En el video reportaje “Violencia, hambre y miedo: trabajadoras sexuales y población trans en crisis por pandemia”, realizado por el politólogo colombiano Ariel Ávila y la revista Semana, el presentador repite sin cesar que el problema que afrontan las trabajadoras sexuales se reduce a las redes de trata y al proxenetismo, razón por la cual Colombia debería castigar a sus clientes. La premisa del reportaje, que es también su conclusión, no se colige de los relatos de las entrevistadas, quienes hablan de sus luchas cotidianas por vivir con dignidad reivindicando la respetabilidad de su oficio.
En España, Mabel Lozano, guionista y directora de cine, publicó una columna con el sugestivo título de “El abolovirus”, en la que describe cómo los establecimientos destinados al comercio sexual se han ido apagando durante la cuarentena. Esto la lleva a afirmar, sin miramientos, que “este nuevo virus con corona” es un “nuevo aliado del abolicionismo”. Se diría que la naturaleza concretó el plan de las organizaciones articuladas en lo que la antropóloga Laura Agustín denomina la industria del rescate: acabar con la prostitución para garantizar la dignidad abstracta de mujeres abstractas.
Esta narrativa no sólo oscurece el modo complejo como se imbrican el género, la sexualidad, la clase, la raza y la inmigración en el comercio sexual. También despoja de su voz a quien ofrece servicios sexuales y habla en su nombre. En la coyuntura actual, legitima el abandono estatal de prostitutxs y trabajadorxs sexuales, pues es gracias a dicho abandono que este oficio se vería abocado a su fin. Su tono celebratorio se alimenta de la crueldad, la precariedad y la marginalidad, es decir, de la vulnerabilidad de estos cuerpos que se sitúan en el cruce de la abyección y la excepción.
Para finalizar: ¿qué nos pueden decir el género y la sexualidad sobre los estados de excepción pandémicos? Que las violencias que allí se ejercen no son ciegas, al contrario, siguen las líneas precisas de los entramados de diferenciación y desigualdad con base en el género y la sexualidad. También ponen en cuestión la ficción jurídica de que por encima de la ley no hay nada. Nos muestran que las vidas excepcionales están hechas de mucho más que de derecho.
Manuel Rodríguez Rondón es antropólogx. Sus intereses se inscriben en las áreas de género, sexualidad y política, en los temas de regulación de la sexualidad, políticas sexuales y comercio sexual. Actualmente adelanta un trabajo sobre memoria con mujeres transgénero que ejercen la prostitución en Bogotá e investiga sobre movimientos antigénero en América Latina.