Este es el quinto artículo en la serie del Grupo de Trabajo de Infancias y Migración. Nuevos artículos se publican los viernes. To read this article in English, click here.
El 13 de febrero de 2018, medios locales y nacionales anunciaban que un operativo de fuerzas militares y estatales había logrado “localizar” y “rescatar” a 301 personas migrantes que habían sido secuestradas en la ciudad de Matamoros, en la frontera noreste de México. Juan (pseudónimo) era una de esas 229 personas que habían sido retenidas en diferentes casas de seguridad, mientras sus familiares recibían amenazas y extorsiones por parte del crimen organizado. Antes de ser secuestrado, Juan había viajado oculto durante más de treinta horas en la caja de un tráiler, hacinado con decenas de personas migrantes que intentaban atravesar México para llegar a la frontera norte. Después del operativo de rescate, Juan, al igual que el resto del grupo, fue puesto a disposición de las autoridades del Instituto Nacional de Migración (INM), quienes lo mantuvieron detenido por alrededor de tres semanas en las instalaciones del puente internacional que une a Matamoros, Tamaulipas con la ciudad de Brownsville, Texas, sin que tuviera acceso a ayuda consular o asesoría legal alguna.
Si estas experiencias resultan traumáticas para cualquier persona, causaron todavía un impacto mayor en Juan, que en ese momento tenía sólo 4 años de edad. Desafortunadamente, por ser menor de edad, Juan habría de pasar todavía por una experiencia traumática que sólo los niños migrantes enfrentan. Aunque Juan viajaba en compañía de su padre y la pareja de éste, y no se había separado de ellos en todo el viaje, el aparato estatal de gestión migratoria decidió que Juan debía ser categorizado como un “menor migrante no acompañado”. Debido a que su padre no portaba la documentación necesaria para comprobar el vínculo filial, las autoridades los separaron, deportando a su padre un par de semanas después.
El trauma por el que Juan atravesó durante el secuestro no fue una razón suficiente para evitar esta separación. Las autoridades migratorias mexicanas decidieron que el estatus indocumentado de su padre representaba un peligro para Juan y lo enviaron a un albergue gubernamental para niños migrantes no acompañados en la ciudad de Matamoros, donde permaneció por cinco días más.
Las autoridades involucradas consideraron a Juan demasiado pequeño para entender lo que sucedía y ni siquiera le explicaron qué tipo de decisión tomarían. Pero él, a su modo, entendía y explicaba muy bien la situación. Un día que jugaba con pompas de jabón en el albergue, Juan corrió hacia la ventana, extendiendo sus delgados bracitos hacia afuera y apretando las mejillas contra los barrotes de metal, soplando para lanzar una ráfaga de burbujas hacia el exterior. Durante la investigación doctoral de la co-autora Elisa Sardão, ella le preguntó: -¿No prefieres soplarlas dentro de la habitación para intentar atraparlas? “No”, fue su respuesta, “porque al menos esas burbujas merecen salir volando de allí”, explicó.
Juan pasó los días siguientes jugando con cochecitos de juguete simulando que los “malos de la policía” perseguían “a los otros malos”. Mientras se tapaba la boca con la mano, como si hablara por radio, Juan repetía: "¡no me importa si son niños, van todos a la cárcel!". Cuando no estaba distraído con los juguetes, estaba siempre atento al ir y venir de los vehículos del INM en el estacionamiento del albergue, y preguntaba: “¿es mi papá que me vino a recoger?”
Las niñas que se encontraban en el albergue relataron que Juan pasaba noches enteras despierto llorando y llamando a su papá. Al día siguiente no hacía otra cosa que dormir, y sólo quería comer leche con chocolate. La relación afectiva más importante que Juan pudo construir durante esos días fue con la señora encargada de la limpieza, quien intentaba pasar el mayor tiempo posible con él y le aseguraba que había hablado con su padre y éste le había dicho que vendría la siguiente semana a recogerlo. Sobre una de las camas, Juan había construido un refugio de muñecos de peluche dispuestos en círculo, donde se acostaba a llorar cuando la tristeza lo sobrepasaba.
El aparato estatal que rescató, separó y envió a Juan solo a un albergue ubicado a miles de kilómetros de distancia de su lugar de origen, en un país desconocido, actuaba para “protegerlo” de la posibilidad de que aquél hombre al que él llamaba “papá” llorando desconsolado, fuera un traficante. Aún cuando la madre de Juan había confirmado el lazo de paternidad a través del consulado hondureño, y luego de explicar que ella ya no era su cuidadora principal desde hacía varios años. Pero la burocratización de los protocolos de protección a niños migrantes y la insensibilidad de un aparato estatal que intervino sobre la vida de Juan de manera individual y aislada fueron incapaces de reconocer este vínculo.
Los oficiales del estado fueron igualmente incapaces de reconocer que los “grupos” de personas que el ejército había “localizado” gracias a llamadas anónimas de habitantes de la ciudad eran, de hecho, familias migrantes. Los registros dan cuenta de que 128 personas de las 301 que habían sido “rescatadas” por el ejército eran niñas y niños.
Más relevante aún es que el Estado que intervino para “proteger” a Juan de su propio padre es el mismo Estado que había estado completamente ausente cuando Juan ingresó de manera clandestina a México por la frontera sur, y tuvo que viajar oculto en la oscuridad de un tráiler durante horas interminables. El mismo Estado que se congratulaba de “localizar” y “rescatar” a Juan estuvo ausente cuando él y su padre tuvieron que poner sus vidas en manos de una banda del crimen organizado, se accidentaron cuando el camión en el que los transportaban se volcó sin que autoridad alguna les prestara ayuda, y luego fueron secuestrados por una banda rival de traficantes de personas. Es el mismo Estado que decidió después encerrar a Juan junto con su padre por tres semanas en un centro de detención, a pesar de que la Ley de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes de México prohíbe esta práctica desde 2014, para luego separarlo de él.
En este caso, para entender la forma en que las intervenciones del Estado ejercen violencia sobre las personas migrantes es necesario entender pimero los mecanismos burocráticos y legales mediante los cuales sus instituciones, agentes y oficiales deciden hacerse presentes y ejercer su autoridad en determinados contextos. Mientras que en otros deciden estar completamente ausentes, incluso cuando las vidas de las personas migrantes están en riesgo. En el caso que aquí relatamos, es necesario entender también cuáles son las lógicas y normativas que le permiten al Estado y a sus autoridades determinar que la separación de un padre y su hijo de cuatro años que acaban de pasar por un secuestro junto con decenas de familias es una acción de protección. Lo que vemos en la práctica es que el Estado logra legitimar como “prácticas de protección” acciones que ejercen violencia y crueldad presentándolos como parte de “la ley” y los procedimientos burocráticos institucionales. Esta es una dinámica que permite normalizar y legitimar la violencia Estatal, desde los propios agentes que la ejercen.
Además de esto, en México es fundamental reconocer que la violencia del Estado hacia las personas migrantes se ha normalizado y legitimado bajo el uso de múltiples eufemismos que buscan ocultar o borrar la crueldad de sus intervenciones. Las autoridades migratorias le llaman “rescate” a los operativos de detención de personas migrantes, y “estaciones migratorias” a los centros de detención donde son privados de la libertad, aún cuando sus condiciones son similares o incluso peores a las de una cárcel. Se le llama “aseguramiento con fines de protección” a la acción de detener a los niños migrantes, quienes a causa de esto algunas veces también son separados de sus familias; y “retorno asistido” a la acción de devolverlos a los lugares de los que salen huyendo. Aunque esta es una acción legal distinta, suele tener los mismos efectos psico-sociales en los niños y los adolescentes que la deportación que, por otra parte, muchos son obligados por las autoridades a firmar en contra de su voluntad.
El poder que el Estado tiene de nombrar la realidad y determinar qué debe ser reconocido como “verdad” ha hecho posible la existencia de categorías eufemísticas, legales y de protección, que sistemáticamente violan los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes migrantes que se encuentran ya en un grave estado de vulnerabilidad y desprotección.
La categoría misma de “niño no acompañado” ha llegado a convertirse en un eufemismo, como nos muestra el caso de Juan. Aunque fue creada con el fin legítimo y necesario de combatir el tráfico y la trata de personas, la forma en que es entendida y aplicada por autoridades migratorias de manera burocratizada y discrecional oculta el hecho de que muchos de estos niños no viajan solos. Al contrario, están siendo separados de sus padres, madres y otros familiares por intervención del Estado, sin que éste rinda cuentas y responda por la violencia que ejerce.
El Estado mexicano no sólo no reconoce la separación familiar como efecto de sus políticas migratorias, sino que utiliza el principio del “interés superior del niño” y la “reunificación familiar” como justificación a la deportación, a veces indiscriminada, de niños migrantes, con la connivencia y complicidad de las autoridades de protección de la infancia. A pesar de que la gran mayoría de ellas y ellos migran huyendo de la violencia o para intentar reunificarse con sus padres en los Estados Unidos.
En casos como el de Juan, la intervención del Estado no genera protección, sino violencia por tres razones fundamentales: porque está basada en lineamientos y procedimientos que burocratizan la protección e impiden reconocer el contexto inmediato y el contexto social que sitúa y hace comprensible la migración infantil. Porque ha fracasado en desarrollar y aplicar mecanismos efectivos para entender y tomar en cuenta la experiencia, saber y opinión de los niños migrantes. En tercer lugar, porque sus protocolos de protección a la niñez migrante nunca han logrado realmente colocar al “interés superior del niño” por encima de supuestas amenazas a la seguridad nacional y del mandato de maximizar la detención y la deportación. Mientras no reconozcamos estos elementos, y los múltiples eufemismos que el Estado usa para detener, privar de la libertad, separar y deportar a los niños, la protección a la infancia migrante no será más que una ficción, y el más grave eufemismo de todos.
Lo último que supimos de Juan es que fue deportado a Honduras vía aérea acompañado del OPI (Oficial de Protección a la Infancia) que lo entregaría a su mamá, con quien ya no vivía desde hacía varios años. Posiblemente nunca sabremos cuántas veces más intentará migrar y se encontrará con un Estado que ha construido más herramientas para deportarlo que para garantizar su derecho a migrar y a buscar una vida distinta.
Valentina Glockner es antropóloga mexicana especializada en migración y estudios sociales sobre infancia, adscrita al Colegio de Sonora con una cátedra CONACYT.
Elisa Sardão Colares es investigadora especialista en migración e infancia. Actualmente trabaja como investigadora del Conselho Nacional de Justiça de Brasil.
Sobre el Grupo de Trabajo: En julio 2020, se convocó el Grupo de Trabajo de Infancias y Migración, conformado por 10 colegas de cinco paises en una variedad de disciplinas. Este serie de artículos para NACLA es la primera publicación del proyecto. Los artículos anterioes son Exiliados, Refugiados, Desplazados: Children and Migration Across the Americas, The Orgins of an Early School-to-Deportation Pipeline, and Guatemalan Child Refugees, Then and Now.