Segundo artículo de la serie sobre migración infantil del Grupo de Trabajo sobre Infancias y Migración.
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Traducción por Laura Perez Carrara.
El 17 de mayo de 1972, agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos detuvieron a un trabajador mexicano indocumentado en Guadalupe, California y coordinaron expeditivamente su “partida” de Estados Unidos. La orden de deportación para el 19 de mayo llegó justo un día antes de una asamblea pública sobre el tema de discriminación en el distrito escolar de su zona (Guadalupe Union School District). Estaba claro que se trataba de un caso de represalia impulsado desde el Estado. El trabajador había sido despedido de un tambo local, donde trabajaba desde hacía más de dos años, y detenido por las autoridades federales de inmigraciones por protestar contra prácticas insidiosas aplicadas en el marco de la administración de un programa para alumnos migrantes y por exigir que se brindara a sus dos hijos un entorno escolar seguro y no discriminatorio.
La implementación en 1965 del Programa de Educación para Migrantes (MEP), una política educativa federal dirigida a garantizar el acceso a educación de calidad para los hijos de los trabajadores migrantes, había dado lugar al desarrollo de una tecnología de recolección de datos. Este sistema, no muy difundido, almacenaba información que podía utilizarse para localizar rápidamente a las familias de alumnos migrantes locales. A pesar de las buenas intenciones originales que llevaron a la creación de este programa, el MEP terminó generando nuevas formas de precariedad para el creciente número de niños indocumentados que concurrían a escuelas públicas de Estados Unidos en la década de 1970, así como para sus padres.
Esta recolección de datos de las últimas décadas del siglo XX ayudó a transformar a los centros educativos en tempranas líneas directas que llevaban de la escuela a la deportación. Los debates en torno a la problemática de los niños migrantes pusieron de manifiesto que en un mismo momento histórico la política de la infancia puede utilizarse con fines muy dispares—que van desde lo humanitario hasta lo punitivo—un fenómeno que tiene repercusiones aún hoy. Concepciones encontradas sobre los menores migrantes revelaron lo extremadamente maleable que podía ser la inocencia de la infancia como argumento y, en definitiva, su exclusividad racial.
Si bien la mayoría de los inmigrantes latinoamericanos que llegaron a Estados Unidos en los años setenta eran hombres adultos, ya a partir de 1965 un número creciente de niños empezó a migrar o a ser llevado al norte en busca de la unidad familiar, oportunidades educativas, trabajo y seguridad. La cancelación del Programa Bracero de trabajadores invitados y la promulgación de la Ley Hart-Celler de 1965 limitaron severamente la disponibilidad de vías legales de migración, lo que llevó a que millones de adultos y niños mexicanos ingresaran sin autorización a Estados Unidos. De hecho, fue en los años setenta y ochenta que las autoridades de inmigraciones comenzaron a detener a menores no acompañados y encerrarlos inmediatamente en centros de detención de inmigrantes y prisiones.
Por esos años, la matriculación escolar de niños indocumentados—que se estimaba alcazaba por lo menos los 40.000 en California y en Texas se ubicaba entre un mínimo de 20.000 y un máximo de 120.000—suscitó respuestas profundamente encontradas de ciudadanos estadounidenses, defensores locales de bienestar infantil y políticos liberales encargados de la formulación de políticas.
En 1966, por ejemplo, un ciudadano estadounidense le escribió al Departamento de Educación de California para denunciar al MEP, aduciendo que era un “esquema fraudulento multimillonario” impuesto a los contribuyentes estadounidenses en beneficio de “ilegales mexicanos”. Adjudicaba un grado importante de culpabilidad por ese “fraude” a los jóvenes mexicanos indocumentados, a quienes acusaba de pertenecer a una organización criminal llamada “M.A.F.I.A.”, sigla que en inglés significaba “fraude mexicano-americano en América”. Este tipo de xenofobia estaba arraigada en la racialización de larga data del “espalda mojadas” invasor, que se extendía a menores e incluso a bebés.
Cuando era dirigida a niños, esa virulencia antiinmigrante negaba a los menores el privilegio de la inocencia infantil y los presentaba, en cambio, como amenazantes e inherentemente criminales. Eran tratados no como niños indefensos sino como jóvenes más parecidos a adultos. Así caracterizados, los jóvenes migrantes pasaban a ser vistos como capaces de cometer fraude para ingresar al país y como amenazas serias a la sociedad estadounidense y su sistema de seguridad social.
A diferencia de los detractores de la inmigración que impulsaban esas denuncias de fraude, los defensores populares y los docentes que idearon el MEP concebían de una manera totalmente distinta a los jóvenes migrantes, ya fuera que tuvieran o no ciudadanía estadounidense. Los defensores de la educación para migrantes tenían una visión sentimental de la infancia como algo inherentemente inocente. Creían que los adultos tenían la responsabilidad moral de proteger a los niños indefensos de los mundos adultos del trabajo y el castigo, garantizando que los menores migrantes pudieran permanecer sin riesgo en la escuela, en lo que podría considerarse como una especie de versión temprana del movimiento #SchoolsNotPrisons (escuelas no prisiones).
Buenas intenciones que se tornan perversas
Los bienintencionados docentes y defensores del bienestar infantil que se opusieron a la criminalización de los jóvenes migrantes sustentaron su activismo en una política de la infancia que no tomaba en cuenta factores raciales y presionaron con éxito al Congreso para que incluyera al MEP en la Guerra contra la Pobreza impulsada por el Presidente Lyndon B. Johnson. Describieron a los migrantes como “el grupo de niños más privado de educación de nuestra nación” y plantearon la necesidad de darles la posibilidad de que disfrutaran “activamente de la infancia”.
Lo que no previeron estos defensores populares de la educación, sin embargo, fue que la introducción en el marco del MEP de una singular tecnología computarizada de recolección de datos en la educación primaria y secundaria se reorientaría con fines perversos. Este banco de datos federal, conocido como Sistema de Transferencia de Registros de Estudiantes Migrantes (MSRTS), almacenaba datos personales de jóvenes migrantes y sus padres, incluidos lugar de nacimiento, domicilio, historial migratorio, historia clínica y escolaridad, en una computadora central sin ningún procedimiento claro u obligatorio de protección de la privacidad de los migrantes.
Al recolectar información y reproducir actitudes antiinmigrantes al interior de los centros educativos, el MSRTS permitió a la policía local y a los agentes federales de inmigración detectar a jóvenes migrantes y a sus padres, transformando así a las escuelas en brazos del régimen de inmigración y sitios de vigilancia carcelaria. El Código de Educación de California permitió a las direcciones de las escuelas expulsar a alumnos si determinaban que los menores no eran inmigrantes legales. El Código de Educación también dispuso que los directores escolares debían denunciar a los alumnos indocumentados a las fuerzas policiales locales y a las autoridades federales de inmigración. En 1975, Texas aprobó una ley que permitía a las administraciones de los distritos escolares negar el acceso a la educación a menores indocumentados, y en 1980 la legislatura de ese estado consideró seriamente aprobar una ley de denuncia obligatoria como la que existía en California, que hubiera habilitado al personal escolar a denunciar a alumnos a las autoridades de inmigración. Las disposiciones de las leyes educativas estatales referidas a expulsión y divulgación de información fueron dos aspectos relacionados del sistema de línea directa de la escuela a la deportación surgido a fines del siglo XX. Facilitaron la doble eliminación de los menores indocumentados: primero de las escuelas y luego del país.
La recolección de datos a través del MSRTS se convirtió en un arma utilizada para vigilar a los niños migrantes y a sus padres indocumentados, quienes las autoridades educativas caracterizaban según estereotipos raciales, adjudicándoles un carácter violento. Un informe de 1973 de una Comisión de Derechos Civiles de Estados Unidos reveló que algunas escuelas de California, por ejemplo, no les daban tenedores a los alumnos migrantes y justificaban esa política preguntando: “¿Cómo se puede esperar que estos niños usen tenedores si en sus casas comen con tortillas? Y de todos modos solo los usarían para apuñalarse unos a otros”. Estos temores ayudaron a justificar las recomendaciones de los directores de los centros educativos a sus consejeros de que “compartieran [sus] quejas con la policía y los organismos de bienestar”. De hecho, en documentos de política interna de la oficina jurídica del Departamento de Educación de California se autorizaba específicamente la transferencia de expedientes del MSRTS a autoridades policiales.
La inocencia infantil como política
Cuando padres no ciudadanos y sus hijos protestaron contra las prácticas abusivas del MEP, se les respondió con amenazas de detención y deportación, como ocurrió en el caso del padre de la localidad de Guadalupe. De escritos de pruebas presentados en juicios por cuestiones educativas también surge que las direcciones de los centros educativos se comprometían a llamar a la Patrulla Fronteriza cuando el expediente escolar de un alumno indicara que era indocumentado.
En los años setenta y ochenta, niños indocumentados en California y Texas presentaron demandas en tribunales estatales y federales impugnando la constitucionalidad de sus expulsiones de la escuela y la transformación de los centros educativos en conductos para la deportación. Esta labor de defensa jurídica culminó en 1975 en la sentencia en el caso Maria c/ Riles, por la que se anularon las leyes de California que imponían la obligación de denunciar, y en la decisión de la Suprema Corte de 1982 en el caso Plyler c/ Doe, que derogó la ley de Texas que autorizaba a expulsar a jóvenes indocumentados de los centros educativos.
Para oponerse a la privación educativa de los alumnos indocumentados y la transformación de las escuelas públicas en sitios de imposición de leyes inmigratorias, los abogados en el caso Plyler recurrieron a argumentos basados en políticas de la infancia y construyeron una defensa dirigida a conmover. Según surge de la correspondencia de los abogados, la estrategia del juicio se basó en la representación de “una imagen tierna de seres humanos inocentes”. Los abogados esperaban que la corta edad de los demandantes y la concepción predominante de la infancia como un estadio esencialmente inocente convencieran a la Suprema Corte de que los menores indocumentados “no tenían la culpa” de la irregular situación migratoria de sus familias y su supuesto abuso de las instituciones sociales estadounidenses.
El razonamiento funcionó. El argumento de igualdad de la protección planteado por el Juez William J. Brennan se basó en la concepción de los menores indocumentados como “niños inocentes” que no podían “incidir en el comportamiento de sus padres ni en su propia situación”. Aunque esta presunción de inocencia de los niños ha tenido el efecto de preservar hasta hoy el derecho a la educación de los menores no ciudadanos, también ha contribuido a cimentar la idea de que la conducta de los padres indocumentados es delictiva. La representación “tierna” de escolares “inocentes” logró institucionalizar el papel de los niños como titulares de derechos a expensas de sus padres adultos.
La utilización de la inocencia infantil como arma para atacar las decisiones difíciles y valientes de los padres migrantes ha tenido consecuencias de largo alcance. La “política de tolerancia cero” de 2018 que separó a niños de sus familias al procesar a los padres por ingresar ilegalmente al país se fundaba en la noción de que la conducta de los padres era indiscutiblemente delictiva.
Al día de hoy, está lejos de garantizarse que los niños migrantes estén amparados por la política de inocencia de la infancia. Al ratificar la inocencia de los menores indocumentados, la sentencia Plyler no eliminó las líneas directas de la escuela a la deportación, ni protegió a los niños solicitantes de asilo de ser criminalizados y encerrados inmediatamente en centros de detención de migrantes, alcanzándose en los últimos años cifras de arrestos y niveles de violencia sin precedentes.
La historia de la línea directa de la escuela a la deportación deja al descubierto que la política de inocencia infantil es una espada de doble filo. Pero entender esta historia hace más que exponer las actitudes xenofóbicas ante los menores que cruzan la frontera. También sugiere que las políticas contemporáneas de inmigración que se basan en perjuicios al bienestar de los niños o las familias no son aberraciones, sino que son parte de una historia mucho más larga de migración infantil. La retórica sobre la inocencia de la infancia requiere un análisis más a fondo, porque sus consecuencias pueden ser tan peligrosas como las de la criminalización explícita de los niños migrantes, y sin embargo puede pasar mucho más desapercibida.
Ivón Padilla-Rodríguez es una historiadora estadounidense que está realizando su doctorado en historia en la Universidad de Columbia, con especialización en la historia jurídica de la migración infantil en el siglo XX. Fuera del ámbito académico, ha llevado a cabo investigaciones sobre inmigración infantil para el gobierno federal y organizaciones sin fines de lucro en Estados Unidos y México.