Este artículo fue publicado en inglés en la edición de verano de 2024 de nuestra revista trimestral NACLA Report.
Lo que comenzó como una típica jornada de trabajo comunitario para la Comunidad de Paz de San José de Apartadó en la región de Urabá, en el norte de Colombia, terminó con la realización de sus peores temores: una larga caminata para encontrar y recoger los cuerpos de Nalleli Sepúlveda, de 30 años, y Edinson David, de 14, dos miembros de la comunidad que fueron brutalmente asesinados en una finca remota el 19 de marzo.
“En estos 27 años de Comunidad de Paz, hemos recogido a nuestros muertos, asesinados por paramilitares, bajo la anuencia cómplice del gobierno, escribió en X la comunidad, fundada en 1997 como objeción de conciencia a la guerra. “De que sirve el cambio de gobierno, si no cambia nada, en el territorio nos siguen matando”.
El día antes de los asesinatos, el presidente Gustavo Petro y miembros de su gabinete hicieron una escala en Apartadó como parte de una gira por ciudades del Caribe colombiano. En una gran reunión pública, el presidente honró los años de resistencia no violenta de la Comunidad de Paz y pidió al comandante militar regional que se disculpara por la colaboración pasada del Ejército en ataques paramilitares contra la comunidad. También lanzó un ultimátum al Clan del Golfo, sucesor de los paramilitares más notorios del país: o abandonan el narcotráfico y aceptan su invitación a negociar, o el gobierno “hará la guerra” para “destruir” el grupo.
El discurso de Petro marcó un cambio importante. En 2005, tras una masacre en la que ocho miembros de la Comunidad de Paz fueron asesinados, el entonces presidente Álvaro Uribe acusó públicamente a la comunidad de ser guerrilleros. Sus palabras dieron un apoyo tácito a la violencia paramilitar y militar destinada a desplazar y silenciar a la comunidad. Aun así, la atención de Petro no fue suficiente para detener los asesinatos de Nalleli y Edinson. En medio del lento progreso hacia la promesa del presidente actual de una “paz total”, los asesinatos arrojan luz sobre las formas claves en que el primer gobierno izquierdista de Colombia ha cambiado y también ha sido incapaz de cambiar tanto el tono como la práctica de salvaguardar a los defensores del derecho a la tierra y a los territorios que ellos mismos pretenden proteger.
La historia colombiana muestra que una de las causas principales de la violencia política de las últimas décadas es la lucha por el control del territorio y los recursos que contiene. Esto es particularmente cierto en el municipio de Apartadó, donde se encuentra la Comunidad de Paz. Pero, como fui testigo en mi calidad de observadora y acompañante de derechos humanos, la Comunidad de Paz entiende que los ataques que ha enfrentado también tienen como objetivo sofocar sus compromisos profundos e inquebrantables con el control comunitario, la protección ambiental y el fin de la impunidad por el robo de tierras y la violencia política y empresarial.
“Muchos nos han preguntado si es que tenemos miedo de los riesgos”, me dijo Arley Tuberquia, miembro del consejo de gobierno de la Comunidad de Paz, a raíz de los recientes asesinatos. "Nuestra respuesta ha sido: el riesgo es estar vivos, pues no callaremos ante nuestros verdugos”.
Una comunidad comprometida con la no violencia
La Comunidad de Paz de San José de Apartadó es un ejemplo reconocido mundialmente por su práctica activa de la no violencia. Fundada por campesinos en el punto más álgido de la violencia paramilitar y militar en la región, la comunidad ha puesto en práctica principios como la no participación en conflictos armados, la prohibición de armas en su territorio y un profundo compromiso con la verdad. Aunque la violencia armada y la impunidad que la rodea han silenciado a muchos en la región, la Comunidad de Paz llama frecuentemente la atención sobre las violaciones de derechos humanos contra su población y más allá.
Hoy, a diferencia de cuando yo era acompañante de tiempo completo en la Comunidad de Paz hace 15 años, los residentes de Apartadó ya no tienen que preocuparse constantemente por quedar atrapados en disparos entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército o los paramilitares. Las FARC se disolvieron después de firmar acuerdos de paz con el gobierno en 2016, y el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) se desarmó nominalmente en 2006. Pero estas desmovilizaciones también han dado lugar a un nuevo conjunto fracturado de actores armados. En los últimos años, un grupo sucesor de las AUC, el Clan del Golfo, se ha convertido en una de las organizaciones criminales más poderosas del país y ha establecido un punto de apoyo muy fuerte en Urabá.
Parte de lo que hace que Apartadó y la región de Urabá sean tan atractivos para los grupos armados (y los intereses económicos que a menudo los impulsan) es la ubicación estratégica del área cerca del Golfo de Urabá. El golfo desemboca en el Mar Caribe, conectando con el Canal de Panamá y todas sus oportunidades de exportación de productos básicos. Del otro lado del golfo se encuentra el Tapón del Darién, que en los últimos años se ha convertido en una importante ruta migratoria y donde el tránsito está controlado por el Clan del Golfo. La Comunidad de Paz cree que el tránsito de bienes y personas a través de esta zona es central en la motivación detrás de los asesinatos de Nalleli y Edinson. Es más, días después de que Nalleli y Edinson fueran asesinados, la comunidad denunció una nueva andanada de amenazas de violencia paramilitar.
Nalleli y Edinson fueron asesinados en su casa, en la finca colectiva de la Comunidad de Paz conocida como Las Delicias, ubicada en la vereda (distrito rural) de La Esperanza. Nalleli y su esposo Diego Ceballos, el coordinador humanitario de la Comunidad de Paz en La Esperanza, habían estado viviendo y cultivando en Las Delicias durante años, junto con sus hijos y Edinson, el hermano menor de Diego.
La Esperanza y otras tierras de la Comunidad de Paz están ubicadas en las estribaciones andinas conocidas como la Serranía de Abibe, no lejos de donde esas estribaciones se asientan en las llanuras al nivel del mar que conducen al Golfo de Urabá. Sin embargo, a diferencia de las partes más remotas de la Comunidad de Paz, La Esperanza llega hasta el valle de un río que sale de las montañas hacia la ciudad portuaria de Turbo, donde se está construyendo un nuevo puerto de contenedores.
En otras palabras, La Esperanza es de mucho más fácil acceso que muchas otras partes de estas colinas fértiles. La apropiación de tierras para actividades como la ganadería a grande escala despejó alrededor de 1.600 hectáreas en Apartadó entre 2019 y 2023, a pesar de que Corpourabá, un organismo del gobierno regional, ha declarado el área parte de una “zona ambiental estratégica”. También se informa que el área contiene importantes depósitos de carbón, para los cuales el estado emitió una licencia exploratoria hace más de 15 años. La Comunidad de Paz ha tratado de proteger sus tierras agrícolas colectivas de proyectos de desarrollo no deseados y de una rápida deforestación, declarando reservas de agua y bosques y practicando agricultura sostenible a pequeña escala, pero sus esfuerzos se han enfrentado a grandes obstáculos.
En los meses y semanas previos a los asesinatos, se habían ido acumulando tensiones en La Esperanza en torno a la ampliación de un sendero para peatones y caballos para convertirlo en un camino del tamaño de un automóvil que se internaría profundamente en las colinas, presumiblemente para facilitar las exportaciones de productos básicos. La ruta discurre por la finca Las Delicias. Al no estar autorizada por las autoridades regionales, la construcción de la carretera es ilegal. La Comunidad de Paz se ha opuesto al proyecto y ha denunciado el involucramiento del Clan del Golfo y el apoyo del Ejército en el proceso.
“Como Comunidad de Paz, siempre rechazaremos este tipo de falso ‘desarrollo’ y falso ‘progreso’”, escribió la comunidad en una declaración de 2021 denunciando el proyecto y el secreto que rodea su verdadera intención. “¿Qué clase de ‘progreso’ es ser cada vez más sometidos a intereses ajenos que nos han chupado la sangre durante tanto tiempo?”
La oposición de la comunidad se encontró con una serie de ataques cada vez mayores contra Las Delicias. Los funcionarios de un consejo rural local y otros residentes de La Esperanza derribaron repetidamente las cercas que rodeaban la finca. A principios de marzo, pocas semanas antes de los asesinatos de Nalleli y Edinson, un automóvil atravesó la propiedad privada de la Comunidad de Paz. Días después, en Las Delicias, se cortaron vallas y se utilizó una motosierra para destruir un portón de madera que luego fue incendiado. Estos ataques fueron acompañados de una campaña de difamación en las redes sociales contra la Comunidad de Paz.
En respuesta a estos ataques, Nalleli, Edinson y otros miembros de la Comunidad de Paz reconstruyeron, una y otra vez, las vallas y portones y prometieron proteger el territorio.
Sumándose a la tensión que rodea a Las Delicias, el territorio en cuestión—al igual que muchas otras tierras colectivas de la Comunidad de Paz—ha sido reclamada por terceros bajo la Ley de Víctimas, una ley que facilita la restitución de tierras a las víctimas del conflicto armado. Siguiendo los principios de la reforma agraria integral delineados en el acuerdo de paz de 2016 con las FARC, la administración de Petro ha declarado la restitución de tierras una prioridad. Sin embargo, obstáculos como la falta de recursos han significado que las entidades encargadas de facilitar estos procesos de reparación e investigar la validez de las reclamaciones hayan avanzado lentamente, permitiendo que los conflictos entre civiles se agradan.
Enfrentando la intimidación y la impunidad
Este complejo contexto es el motivo por el cual la Comunidad de Paz cree que los asesinatos tenían como objetivo castigar, amedrentar y silenciarlos. Sin embargo, algunas autoridades locales parecían ansiosas por desviar la atención, llegando incluso a afirmar que los asesinatos podrían haber sido un “crimen pasional”, insinuando que Diego, el esposo de Nalleli y hermano de Edinson, es el responsable, una versión muy amplificada en las redes sociales por líderes empresariales regionales. La gran falla en esta narrativa es que Diego estaba en el hospital visitando a su padre enfermo en el momento de los asesinatos. Las autoridades colombianas han utilizado durante mucho tiempo una línea argumental similar para ocultar las conexiones y motivaciones políticas que rodean los ataques y asesinatos generalizados de sindicalistas, activistas de derechos humanos y líderes comunitarios.
A nivel federal, por otro lado, la administración de Petro ha asumido un papel más solidario y colaborativo. “Cuatrocientos miembros de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó fueron asesinados [a lo largo del conflicto armado]”, escribió Petro en una publicación en X reconociendo los asesinatos de Nalleli y Edinson cuando se supo la noticia. "Las fuerzas oscuras quieren revivir el paramilitarismo en el noroeste del país".
En los días siguientes, el gobierno envió una delegación de funcionarios de alto nivel encabezada por el director de derechos humanos del Ministerio del Interior, Franklin Castañeda, a visitar Las Delicias. Durante la delegación, Castañeda y otros funcionarios asumieron una serie de compromisos relacionados con la revisión de la licencia de minería de carbón y las aprobaciones de construcción de carreteras (o la falta de ellas), así como con la agilización de los trámites de restitución de tierras y la protección de títulos existentes. También propusieron una revisión exhaustiva del cumplimiento (o falta de cumplimiento) por parte de las Fuerzas Armadas de las sentencias a favor de la comunidad de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Constitucional de Colombia.
Estos compromisos y propuestas son pasos importantes y necesarios, y distan mucho de todo lo que ofrecieron administraciones anteriores. De hecho, Petro dijo en su discurso en Apartadó el día antes de los asesinatos que, si los colombianos no ven mejoras concretas en sus vidas como resultado de los cambios iniciados por su gobierno para fines de 2024, entonces su gobierno habrá sido un fracaso. Pero tales afirmaciones tan generalizadas parecen ignorar los numerosos obstáculos que se interponen en el camino de las políticas transformadoras que promete el gobierno de Petro. La agencia territorial regional, por ejemplo, al albergar posibles prejuicios y lealtades alternativas, puede no querer cooperar en instituir protecciones contra la construcción de carreteras en Apartadó. Y aunque ahora está bajo el mando de Petro, el ejército (fuertemente financiado por el gobierno de Estados Unidos durante años, incluso en el punto más álgido de sus abusos extrajudiciales) ha estado acostumbrado durante mucho tiempo a hacer la vista gorda, o incluso a colaborar con, grupos de estilo paramilitar.
La respuesta totalmente inadecuada de la fiscalía a los últimos asesinatos también demuestra estos obstáculos. A pesar de las afirmaciones que los funcionarios de derechos humanos de la administración estaban haciendo todo lo posible, pasaron más de 24 horas desde la hora estimada de los asesinatos sin que un solo investigador criminal llegara a recoger pruebas. Hartos de esa indignidad, los líderes comunitarios sacaron los cuerpos ellos mismos, haciendo un viaje de cinco horas a pie y a caballo en medio de un aguacero para entregar a Nalleli y Edinson a las autoridades en San José de Apartadó.
Los defensores del medio ambiente en la mira
Sin duda, mucho ha cambiado para mejor bajo el liderazgo de Petro, como lo demuestra la respuesta presidencial a los asesinatos de Nalleli y Edinson. Pero si bien las reformas nacionales integrales y los cambios en el discurso político son muy necesarios, este caso ilustra los inmensos obstáculos para brindar protección y servicios a comunidades en regiones remotas del país.
Antes de los asesinatos de Nalleli y Edinson, las muertes más grabadas en la memoria de la Comunidad de Paz ocurrieron hace casi dos décadas, en febrero de 2005, cuando asaltantes militares y paramilitares masacraron a ocho personas, entre ellas el líder comunitario Luis Eduardo Guerra y tres niños pequeños. Sin embargo, desde entonces, las amenazas, agresiones y desplazamientos forzados han continuado.
Mientras tanto, Colombia se ha convertido en el país más peligroso del mundo para los defensores de la tierra y el medio ambiente, según Global Witness. La organización Indepaz informa que en los siete años posteriores a la firma de los acuerdos de paz —entre septiembre de 2016 y septiembre de 2023— fueron asesinados 1.532 defensores de derechos humanos y líderes sociales, muchas veces con impunidad. Incluso en el caso de la masacre de la Comunidad de Paz de 2005, que atrajo años de atención de la prensa nacional e internacional, sólo se ha juzgado a soldados de bajo rango por participación directa; ni un solo funcionario de alto nivel ha enfrentado consecuencias por permitir, o incluso ordenar, la participación de soldados en la masacre.
La violencia y las desigualdades derivadas del poder territorial de grupos armados como el Clan del Golfo y los intereses económicos que intentan arrebatar tierras a los campesinos y a las comunidades negras e indígenas no son problemas que puedan resolverse en un solo año o desde oficinas en Bogotá. El cambio real requerirá años de trabajo en terreno, así como la rendición de cuentas de los demás actores -- desde el gobierno de Estados Unidos hasta las compañías de carbón y el Departamento de Justicia de Colombia -- que participan y perpetúan un sistema que apoya este tipo de violencia política.
Moira Birss es una consultora independiente que trabaja en justicia climática y derechos humanos. Anteriormente trabajó con Amazon Watch y Peace Brigades International, y se desempeñó como acompañante de derechos humanos con FOR Peace Presence en Colombia de 2008 a 2010.