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Los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia, celebradas el 27 de mayo de 2018, revelan de manera muy explícita la encrucijada en la que se encuentra el proceso de paz acordado entre el gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En una reñida contienda, se fueron definiendo dos frentes: de un lado, las propuestas que presentaron como factor prioritario la implementación de los acuerdos de paz aunada a la necesidad de un cambio, representadas por Gustavo Petro, candidato de izquierda sin partido, y los candidatos de centro, Sergio Fajardo (de la Coalición Colombia entre el Partido Alianza Verde y algunos sectores del Polo Democrático) y Humberto De la Calle (candidato del Partido Liberal); de otro lado, estaban las campañas de Iván Duque (candidato de una alianza de partidos y facciones de la derecha) y Germán Vargas Lleras (Cambio Radical), que representan las fuerzas que han manejado el país en los últimos 20 años y que más o menos abiertamente rechazan los términos de los acuerdos.
El próximo 17 de junio se enfrentarán en segunda vuelta quienes durante la campaña fueron vistos (y señalados por los otros candidatos) como los dos extremos: Iván Duque, que obtuvo 39% y Gustavo Petro que alcanzó 25% de la votación.
Duque es el candidato del Centro Democrático (el partido que comanda Álvaro Uribe Vélez) y del Partido Conservador (bajo el mando de Andrés Pastrana) en alianza con un sector ultracatólico liderado por Alejandro Ordóñez y cuenta con la adhesión del Partido de la U (fundado por Uribe como un vehículo personal, pero en estos momentos liderado por el Presidente saliente Juan Manuel Santos, antiguo ministro de Defensa bajo Uribe), el Partido Liberal (bajo el mando de César Gaviria), la banca y los gremios. Tres expresidentes vivos—Andrés Pastrana (1998-2002), César Gaviria (1990-1994), y por supuesto, Uribe—lo respaldan, tanto como todo el poder económico. Las propuestas de Duque, sobre el papel, son ante todo pequeñas reformas a lo ya existente, especialmente con introducción de tecnologías digitales, la ya conocida promesa de reducir impuestos a los empresarios para aumentar las oportunidades de empleo, las mejoras en la infraestructura y, como todos en esta contienda, un compromiso a combatir la corrupción.
Lo que no figura en el papel es que esta campaña está cosechando lo que ya se había comenzado a sembrar en la campaña del NO que obtuvo el triunfo en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 contra los acuerdos de paz: combatir la “ideología de género”, impedir la restitución de tierras y, en lo posible, obstaculizar la implementación de la Justicia Especial para la Paz. La campaña de Duque ha sido manejada personalmente por Álvaro Uribe Vélez, quien ha figurado mucho más que su candidato y movilizado a la gente con la invocación constante de una supuesta lealtad y un pretendido agradecimiento de los colombianos por su gestión. Por esta vía, Duque también cuenta con un fuerte apoyo del estamento militar.
Petro, por su parte, es un exguerrillero del M19, el congresista que denunció los vínculos del gobierno de Uribe con los paramilitares y, tras haber derrotado a Sergio Fajardo, ha obtenido el respaldo de algunos miembros del partido Verde, que respaldaban a este último. Las propuestas de Petro van más allá de la implementación de los acuerdos de paz. Basado en el principio que los orientó, según el cual la no repetición se garantiza si se eliminan las causas del conflicto, el programa de Petro plantea medidas contundentes de redistribución de la tierra (mediante incentivos), una transición de la economía extractivista a una social y ambientalmente más sostenible y, en general, una visión de país basada en la justicia social y el goce de derechos individuales y colectivos.
Pero aquí también hay algo más que lo que se consignó al papel. Sin el respaldo de ninguno de los grupos de poder del país y sin dinero, la ola de apoyo a este candidato ha ido formando en las plazas, en las calles, en las redes sociales, en las comunidades, entre las víctimas de la guerra, en los círculos artísticos y académicos. Alrededor de Petro se ha proyectado la esperanza de cambio de muchos colombianos.
Los dos grandes derrotados de la primera vuelta, Humberto de la Calle (el principal negociador de los acuerdos de paz con las FARC) y Sergio Fajardo, han declarado que votarán en blanco. Estos dos candidatos recortaron su campo de acción a un “centro” que tomaba distancia de lo que sus campañas presentaron como dos polos indeseables para el país: de un lado, el “uribismo” por su oposición al proceso de paz; de otro, Petro por lo que ellos calificaron de posturas “polarizadoras” y por proponer cambios demasiado radicales y que podían frenar la inversión extranjera. De hecho, el respaldo que recibió apenas diez días antes de que se celebren las elecciones de los Verdes (que acompañaron a Fajardo en la primera vuelta) estuvo condicionado a que moderara algunos puntos de su programa de gobierno. Esto revela, por lo menos, que si realmente lo que les importaba a De la Calle y a Fajardo era el proceso de paz, lo más natural habría sido que apoyaran a Petro para formar parte del proceso de implementación y en contra de la declarada intención de los que respaldan a Duque de impedir que se cumplan los acuerdos.
El Paramilitarismo, La Paz, y El Progreso
Una cosa queda en claro: para las elites del país, el proceso de paz ya logró lo que les interesaba, a saber, el despeje territorial de enormes zonas de bosque en el país para así dar paso a los proyectos extractivistas y a los mega-proyectos que se habían quedado en salmuera a lo largo de décadas. El proyecto de imponer el neoliberalismo en el país comenzó en forma con la Constitución de 1991, en medio del entusiasmo producido por la desmovilización de la guerrilla del M19. La disolución de la Unión Soviética como telón de fondo prometía el fin de las otras guerrillas porque supuestamente se había quedado sin piso ideológico. Sin embargo, lejos de la tan anhelada paz para abrir el país a la tan deseada inversión extranjera, en los años 90 se vivió un recrudecimiento de la guerra, alimentada por los dineros del narcotráfico, y una reconfiguración de los frentes con el fortalecimiento de los grupos de autodefensa, legalizados en Antioquia cuando Uribe Vélez era gobernador.
Bajo el pretexto de combatir la guerrilla, las autodefensas fueron las principales causantes del desplazamiento de millones de campesinos (las cifras oscilan entre aproximadamente los cinco millones, según las agencias del gobierno, y los siete millones según diversas ONGs, desplazado durante 50 años de guerra) y la consecuente concentración de la tierra en manos de pocos propietarios. El fracaso de las conversaciones entre Andrés Pastrana y Manuel Marulanda Vélez,“Tirofijo”, el comandante de las FARC, en 1999 ayudó a orientar a la opinión pública hacia la búsqueda de una salida armada al conflicto. Así, en el año 2000, el Plan Colombia, una iniciativa ante todo militar del gobierno de los Estados Unidos, entró a combatir la narco-guerrilla, el nombre que se le dio a lo que se postuló como un solo enemigo, dando a entender que eran los guerrilleros los principales narcotraficantes. Durante los dos periodos de la presidencia de Uribe Vélez (2002-2010), se implantaron las políticas de la “Seguridad Democrática” y de la “Seguridad Inversionista”, que representaban gran presencia militar (y paramilitar) para combatir al enemigo, garantizar las operaciones extractivistas y los mega-proyectos y facilitar el ingreso del gran capital, en medio de masacres, desplazamientos forzados, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzosas, violaciones e intimidaciones a la población civil.
La derecha—liderada por Uribe—ha satanizado a Petro señalando que es “castro-chavista”, el clásico epíteto a todo proyecto de izquierda, aun los más tímidos. Y la campaña refuerza con insistencia que de llegar a la presidencia, Petro convertiría a Colombia en otra Venezuela. Lo que olvidan señalar es que Colombia ya es Colombia. En el telón de fondo, y prácticamente sin que esto haya tenido eco en medio del ruido electorero, han asesinado a 385 líderes sociales desde que se firmaron los acuerdos hace año y medio. Se trata en muchos casos de hombres y mujeres que luchan por la defensa del territorio, contra proyectos extractivos, por la restitución de tierras o la sustitución de cultivos. El gobierno niega que sea sistémico. El Ministro de Defensa aduce que las muertes son hechos aislados por disputas de vecinos o “líos de faldas”.
También en el trasfondo, está la catástrofe que se avecina en la Hidroeléctrica de Ituango, proyectada para ser la represa más grande del país y que está a punto de desplomarse por errores de ingeniería y presiones de acelerar las obras por parte de los inversionistas. La situación de Hidrituango resume en un solo punto la historia del país en los últimos 20 años, en los que la guerra sirvió para hacer efectiva una transformación profunda e irreversible de la ocupación del territorio y abrir el paso al gran capital. El proyecto fue concebido en la década de 1970, pero tuvo mucha resistencia de los pobladores locales que señalaban los peligros sísmicos del cañón en el que se ubica, así como la afectación de sus tierras y sus comunidades. Finalmente, en 1997, cuando Álvaro Uribe Vélez era gobernador de Antioquia, se aprobó el proyecto y la represa comenzó a construirse en 2011.
En ese mismo año se reveló que para “despejar” la zona los ejércitos paramilitares perpetraron numerosas masacres y desplazaron a miles de pobladores, se apropiaron de las tierras, que fueron rápidamente tituladas a nombre de testaferros para venderlas luego a la empresa que maneja el proyecto. Hoy las comunidades reclaman que no se llene la represa hasta que los cadáveres de las víctimas sean exhumados. A su vez, los habitantes de la zona han sido desalojados y están recluidos en carpas, aulas de colegios y gimnasios, rodeados de la fuerza pública. Se encuentran en una situación de enorme precariedad y se les ha prohibido hablar con los medios.
Por su parte, la propuesta de Petro no es de ninguna manera tan radical como han hecho creer sus opositores en la derecha o los que recortaron ese centro postizo, que básicamente proponía que todo siguiera igual, pero con un recambio de la clase política. Petro no cuestiona la institucionalidad del país, aun cuando se encuentra brutalmente resquebrajada por la corrupción rampante. Y si bien había propuesto inicialmente convocar una nueva constituyente, cedió ante la presión de los Verdes que adhirieron a su campaña y retiró ese punto del programa.
Si gana Duque, la derecha controlará las tres ramas del poder y podrá impulsar una reforma de la justicia que obstaculizará el funcionamiento de los organismos encargados de la Justicia Especial para la Paz. Los acuerdos serán un cascarón vacío, llenos de buena voluntad, pero sin bases para la implementación.
Más allá del proceso de paz, que para los millones de víctimas de desplazamiento, sobrevivientes de masacres, familiares de desaparecidos y ejecutados, es crucial, mucho más está en juego. La coalición de todos los beneficiarios de la guerra podrá desatar una represión sin freno contra los más vulnerables, entre ellos las comunidades indígenas, afro-descendientes y campesinas. El apoyo de las iglesias evangélicas y de la ultraderecha católica supone la supresión de los derechos de las comunidades LGBTI.
En este panorama, sería ingenuo suponer que el apoyo masivo que ha recibido Petro tiene que ver solo con la implementación de los acuerdos de paz y sus importantes reivindicaciones. La derrota de los moderados De la Calle y Fajardo, las campañas de apoyo al candidato de izquierda que han surgido espontáneamente en las redes sociales, así como los apoyos de intelectuales a nivel nacional e internacional indican que hay algo más. Se ha manifestado claramente un país nuevo, inédito. Un país que entiende de derechos humanos y ambientales, que reclama salir de las décadas de oscuridad en la que todo proyecto de futuro se veía tristemente frustrado por una interminable guerra, un país que en la figura de Petro se conecta con preocupaciones continentales y globales. Colombia, por primera vez en su historia, tiene una fuerza popular que reclama un cambio político al día con su realidad social y cultural.
Erna von der Walde es traductora, investigadora, y escritora colombiana, residente en el Reino Unido.