Hacia una agenda socioambiental para Sudamérica

Entre los progresismos latinoamericanos, las posibilidades por un giro ambiental son variadas. A pesar de un consenso fosilista, se están dando unos cambios positivos.

April 10, 2023

Marcha en el puente Rosario-Victoria en protesta de los incendios en la Delta del Paraná, Argentina, el 8 de agosto 2020. (HERNÁNRADES / ANRED / CC-BY-SA 4.0)


Este artículo fue publicado originalmente en el número de primavera 2023 del NACLA Report, nuestra revista trimestral.


Argentina, que alberga las segundas reservas de gas no convencional más grandes del mundo, inició en abril de 2022 un nuevo gasoducto que se pondrá en marcha en 2023. “Estamos parados sobre una enorme reserva de gas”, dijo el presidente Alberto Fernández al lanzar el proyecto en la cuenca de esquisto de Vaca Muerta, “que no tiene sentido tenerla sin capacidad para transportarla”. Hablando en las Naciones Unidas unos meses después, Fernández notó que en el país se había incrementado el producción de gas como combustible puente hacia las energías renovables. Temas urgentes como el cambio climático, mencionó, exigen construir un “amplio consenso” al tiempo que reconoce que “no todos somos igualmente responsables, de la crisis climática”.

El presidente colombiano, Gustavo Petro, por su parte, usó su discurso de la ONU en el septiembre de 2022 para denunciar la “adicción al petróleo y al carbón” en el mundo. Petro asumió el cargo en 2022 con la promesa de alejar al país de los combustibles fósiles, y en enero de 2023 su gobierno anunció que no habrá nuevos contratos de exploración y explotación de hidrocarburos. Sin embargo, Petro se ha convertido en un defensor vocal de la necesidad mundial, como lo expresó en la COP27 en Sharm el-Sheikh, Egipto, de una “retirada inmediata de la industria del petróleo y el gas”.

Aunque no son pocos los analistas que consideran que estaríamos atravesando una segunda ola progresista en América Latina, como muestran los casos de Argentina y Colombia, estamos ante un escenario heterogéneo, que presenta continuidades y rupturas respecto de la ola progresista anterior. Por un lado, existen gobiernos progresistas débiles, que se montan sobre los liderazgos del ciclo anterior y continúan el extractivismo del pasado, como en Argentina, con Alberto Fernández y Bolivia, con Luis Arce. Utilizo la expresión “progresismos fósiles”, acuñada por la escritora y activista ambiental argentina, Gabriela Cabezón Cámara, para caracterizar estos gobiernos. Por otro lado, estamos ante la emergencia de progresismos de nueva generación en Chile, con Gabriel Boric, y en Colombia, con Gustavo Petro, ambos presidentes desde 2022. A esto se suma el regreso de Luiz Inácio Lula da Silva al gobierno de Brasil por un tercer mandado, en un contexto condicionado por el fortalecimiento de las extremas derechas.

En América del Sur, los progresismos fósiles han mostrado que no están interesados en abrir la agenda socioambiental ni en discutir escenarios de una transición justa hacia una economía neutra en carbono. Consecuentemente, reducen de manera significativa los horizontes de la democracia y de vida digna y sostenible, apostando a más extractivismo. A diferencia de ello, el nuevo gobierno de Colombia y en menor medida el del Chile, representan la esperanza de un “progresismo de segunda generación”, donde democracia y problemática socioambiental (crisis climática y extractivismos) podrían expresarse transversalmente en un programa integral de gobierno y no solamente como compartimento estanco.

Al fin del primer ciclo progresista, la polarización abrió oportunidades a las derechas autoritarias, configurando un nuevo escenario político, sin hegemonías claras. Frente al nuevo giro a la izquierda, ¿en qué medida los progresismos fósiles cierran la posibilidad de instalar una hoja de ruta de la transición ecosocial? ¿Existe la posibilidad de que los de nueva generación expresen un progresismo socioambiental?

Límites del primer ciclo progresista

Cierto es que el extractivismo cuenta con una larga historia, una dimensión histórico-estructural en América Latina. Sin embargo, a comienzos del siglo XXI, éste se cargó de nuevas dimensiones. Gracias al boom de los precios internacionales de las materias primas, los diferentes gobiernos se encontraron ante una coyuntura exportadora sumamente favorable, caracterizada por combinar alta rentabilidad y ventajas económicas comparativas. Un nuevo desarrollismo, más pragmático y en clave neoextractivista, fue asomando como rasgo dominante, asociado al crecimiento de las economías y la reducción de la pobreza. Este período de auge económico y de reformulación del rol del Estado, estuvo inicialmente marcado por el no-reconocimiento de la conflictividad inherente del extractivismo. Gobiernos como el de Ecuador y Bolivia —considerados los más radicales en sus propuestas de cambio de modelos de desarrollo y plurinacionalidad— fueron admitiendo una matriz explícitamente extractivista, mientras minimizaban los conflictos territoriales y socioambientales. A partir de 2010, todos los gobiernos progresistas sin excepción redoblaron la apuesta, a través de Planes Nacionales de Desarrollo que proponían abiertamente la multiplicación de proyectos extractivos y afianzaban la tendencia al monocultivo (agronegocios).

Lo que en 2013 llamé el consenso de los commodities, apuesta al crecimiento económico indefinido y multiplica las formas de mercantilización de la naturaleza. Al mismo tiempo, los distintos progresismos optaron por el lenguaje nacionalista y el escamoteo de la problemática socioambiental, estigmatizando la protesta ambiental, negando la legitimidad del reclamo y atribuyéndolo, sea al “ecologismo infantil” (Ecuador), al accionar de ONG extranjeras (Brasil) o al “ambientalismo colonial” (Bolivia). Más claro, la expansión de la frontera de derechos (colectivos, territoriales, ambientales), encontró un límite en la expansión creciente de las fronteras de explotación del capital, en busca de bienes, tierras y territorios.

Entre 2000 y 2015, aunque los progresismos sudamericanos lograron disminuir la pobreza y mejoraron la situación de los sectores con menos ingresos, no tocaron los intereses de los sectores más poderosos: las desigualdades persistieron, al compás de la concentración económica y del acaparamiento de tierras. Asimismo, sólo se realizaron tímidas reformas del sistema tributario, cuando no inexistentes, aprovechando el contexto de captación de renta extraordinaria. Por otro lado, el extractivismo no condujo a un salto de la matriz productiva, sino a una mayor reprimarización de las economías, lo cual se vio agravado por el ingreso de China, potencia que de modo acelerado se fue imponiendo como socio desigual en la región latinoamericana. Con el correr de los años, más allá de los procesos de democratización, los progresismos fósiles se fueron transformando en modelos de dominación más tradicional. Finalmente, la retórica de guerra pudo más que el pacto con los grandes capitales, alimentando de manera exponencial una dinámica de polarización que abrió un campo de consolidación para las derechas antiprogresistas.

Tal como señala el sociólogo brasileño Breno Bringel, estamos ante “campos de acción”, definidos como configuraciones sociopolíticas y culturales, que incluyen no sólo movimientos sociales, sino partidos políticos y otros grupos en disputa. Con la polarización, no sólo los populismos progresistas fueron forjando identidades al calor de virulentas confrontaciones, sino también la oposición política, económica y mediática, que fue ocupando cada vez más el espacio público, elaborando repertorios de acción colectiva, movilizando demandas diferentes, desde el campo de las derechas. Lo sucedido tanto en Brasil, con la emergencia de Jair Bolsonaro y el encarcelamiento —sin pruebas— de Lula da Silva, así como el vertiginoso derrocamiento de Evo Morales, muestran la productividad política de estos campos de acción.

Sin embargo, tal como lo prueba los casos de Brasil y Bolivia, no está dicho que la reacción autoritaria haya llegado para quedarse, pues múltiples son las fuerzas igualitarias que recorren el continente, de la mano de diferentes tradiciones de lucha, desde aquellos movimientos anti-neoliberales (sindicatos y organizaciones territoriales urbanas), hasta los que encarnan la expansión de nuevos derechos (feminismos, diversidad sexual, luchas ecoterritoriales e indigenistas). Sin embargo, no está dicho tampoco que los progresismos sigan la vía renovadora de los movimientos sociales, sobre todo de aquellos que cuestionan los modelos de desarrollo, mucho más ante el agravamiento de la crisis climática. El contraste entre Argentina y Colombia, dos casos muy diferentes, pero con una fuerte presencia de movimientos ecoterritoriales, iluminan estas dinámicas.

Alberto Fernández y Gustavo Petro (Esteban Collazo / Casa Rosada / CC BY 2.5 AR)

Argentina, el tercer kirchnerismo y la respuesta a la problemática socioambiental

Aunque se vivió con júbilo, luego del desastroso gobierno neoliberal de M. Macri (2015-2019), el retorno del peronismo en Argentina en octubre de 2019, a través de la fórmula Alberto Fernández-Cristina Fernández de Kirchner, no puede ser interpretado como una vuelta tout court del progresismo. Más allá de la continuidad de las políticas de reconocimiento de la diversidad sexual y la sanción de la Ley de aborto legal (2020), el de Alberto Fernández es un gobierno débil, que fue consolidando posicionamientos más ortodoxos en lo económico, condicionado por la deuda externa (herencia del gobierno anterior) en un contexto de enorme emergencia económica, social y financiera, agravado por las consecuencias de la pandemia. En realidad, sería más honesto hablar de un “tercer gobierno kirchnerista” (siendo el primero el de Nestor Kirchner, 2003-2007, y el segundo las dos gestiones seguidas de Fernández de Kirchner, 2007 y 2015), antes que repetir como un mantra el léxico envejecido de un progresismo que ya no es. El único proyecto del tercer kirchnerismo pareciera ser el de cumplir con los compromisos asumidos con el FMI, de parte de un gobierno urgido de dólares. Así, si algunos consideraban que luego de cuatro años de estar en la oposición política, el kirchnerismo revisaría ciertas políticas extractivistas, que hacían cada más ruido entre ciertas filas militantes, se equivocaron de modo rotundo.

Por otro lado, al igual que Morales en Bolivia, la omnipresencia de la carismática Fernández de Kirchner obtura la posibilidad de una afirmación de la autoridad del presidente en ejercicio. Además de sufrir un atentado contra su vida en septiembre de 2022, del que se salvó milagrosamente, desde diciembre de ese mismo año, pesa sobre la actual vicepresidenta una sentencia de seis años de prisión e inhabilitación perpetua a cargos públicos, por corrupción en la obra pública, lo cual —aunque todavía no es sentencia firme— le quita legitimidad a cualquier intento de revalidar su liderazgo por la vía de las elecciones de octubre de 2023.

En términos productivos, la Argentina es un laboratorio a cielo abierto en lo que se refiere a modelos de maldesarrollo: monocultivo y expansión de la frontera sojera, deforestación y fumigaciones con glifosato a gran escala; minería a cielo abierto, explotación del litio en ecosistemas frágiles (salares altoandinos), expansión de energías extremas, como la explotación de hidrocarburos no convencionales a través del fracking; destrucción masiva de humedales y expansión de la frontera petrolera a través del offshore. Así, lejos de ser el resultado de reformas impulsadas desde arriba o de la política pública, en los últimos veinte años fueron las diferentes luchas ecoterritoriales impulsadas en las provincias por numerosos colectivos asamblearios y organizaciones de base, grupos de mujeres y jóvenes de clases medias provincianas, comunidades indígenas y pobladores rurales, los que en situación de gran asimetría de poder, lograron colocar la cuestión ambiental en la agenda. Desde 2003 en adelante, los logros institucionales del ambientalismo incluyen leyes provinciales que prohíben la minería a cielo abierto en siete provincias; ordenanzas municipales que limitan las fumigaciones con agrotóxicos; una ley nacional de bosques y otra de protección de los glaciares, entre lo más destacado.

El Río Neuquén pasa por la Cuenca Neuquina, donde se encuentra la formación Vaca Muerta. (Lauren Dauphin / NASA Earth Observatory)

Sin embargo, poco y nada se ha avanzado en relación a la deforestación, que involucra al agronegocios con la expansión de la frontera sojera, y muy particularmente respecto del fracking con el megaproyecto de Vaca Muerta y ahora la explotación petrolera en aguas profundas (offshore). A esto se suma la criminalización del pueblo mapuche, incrementado en los últimos años, en la medida en que el gobierno de Alberto Fernández —sea por debilidad política o por falta de convicción— retomó en este punto la agenda de sectores de derecha que considera “terroristas” a las organizaciones mapuches que se movilizan por la recuperación de territorios, sobre todo en la provincia patagónica de Río Negro.

En un momento de inflexión, en octubre de 2022, el gobierno nacional desalojó un predio en Río Negro ocupado por la comunidad mapuche Lafken Minkul Mapu, encarcelando a siete mujeres mapuches con sus hijos pequeños, entre ellas a la líder espiritual (machi) Betiana Colhuan. Lo que resulta claro es que, el tercer kirchnerismo continúa la apuesta por el extractivismo, ampliando la frontera de explotación y multiplicando los megaproyectos, en un contexto en el cual éstos son cada vez más contestados por movimientos y resistencias ecoterritoriales, rurales y urbanas.

Por otro lado, la Argentina vive un consenso fosilista que se consolidó en 2012, durante el gobierno de Fernández de Kirchner, con el arranque del fracking a gran escala en la provincia patagónica de Neuquén, asociado a la promesa eldoradista de convertir al país en una potencia energética exportadora a nivel global. Dos ejemplos sucedidos durante la pandemia del Covid-19, ilustran el lugar que ocupa el consenso del fracking en términos de política pública. Primero, en 2020, frente a la caída del precio internacional del petróleo, Alberto Fernández firmó un decreto que garantizaba un precio especial, llamado “barril criollo” a US$45; muy por encima de los US$30 que entonces cotizaba a nivel internacional. Segundo, en 2021, se aprobó un impuesto extraordinario a la riqueza para paliar los impactos de la pandemia, y el gobierno destinó el 25 por ciento del mismo a programas de exploración desarrollo y producción de hidrocarburos.

Ahora bien, el rechazo de la gestión de Alberto Fernández a las demandas socioambientales se opera en un escenario nacional muy conflictivo, que combina la embestida extractivista con una innegable ampliación de las luchas ecoterritoriales. Para comenzar, a solo a un mes de asumido el gobierno a finales de 2019 se produjo en Mendoza una pueblada masiva, cuando el gobernador recién electo, Rodolfo Suarez (de la coalición de derecha), en acuerdo con el kirchnerismo, decidió modificar la Ley 7722 que prohíbe la minería, para habilitar su ingreso. La minería a cielo abierto es una actividad que utiliza millones de litros de agua potable, además de sustancias químicas contaminantes. La modificación de la ley se hizo en el marco de una legislatura vallada, en un contexto de déficit hídrico histórico. Sin embargo, una semana más tarde, frente al carácter masivo del levantamiento social, y con una provincia paralizada económicamente, el ejecutivo provincial retrocedió, restableciendo de pleno la Ley 7722. La pueblada mendocina fue la mayor manifestación en defensa del agua vista en Argentina, incluso una de las más grandes que se recuerde en América Latina. Dos años más tarde, en diciembre de 2021, algo similar sucedió en Chubut, provincia patagónica que fue la primera en prohibir por ley la minería con sustancias contaminantes (2003), en un contexto aún más represivo y con el apoyo del gobierno nacional a las autoridades de la provincia.

Asimismo, en el contexto de la pandemia, la irrupción ambiental mostró la conexión entre crisis sanitaria, neoextractivismo y emergencia climática. En primer lugar, numerosas movilizaciones vienen denunciando los incendios intencionales en los humedales del Delta del Paraná. “En Rosario no se puede respirar”, repetía un video que se viralizó en 2022, y que ilustra el sufrimiento ambiental de tantas ciudades y localidades de diferentes provincias del litoral del país. “Somos un crematorio a cielo abierto”, decía de modo estremecedor un referente social de la Multisectorial por Humedales de Rosario. Efectivamente, detrás de la destrucción de los humedales están los diferentes lobbies empresariales (minero, inmobiliario, agronegocios y ganadería) que en el lenguaje coloquial de los argentinos son “el lobby del fuego”. A esto se suma la falta de voluntad política del oficialismo por apoyar una ley nacional que proteja estos ecosistemas y la vocación explicita de los gobernadores de clausurar la discusión, acusando al ambientalismo de ser “prohibicionista” o de atentar contra “las actividades productivas”. Los incendios del último año ya arrasaron con extensas áreas del territorio del Delta y el humo llegó incluso a la ciudad de Buenos Aires.

En segundo lugar, en 2020 hubo un amplio rechazo ambientalista al proyecto promovido por la cancillería argentina que se proponía instalar 25 megafactorias de cerdos para vender carne a la república de China, que atravesaba la pandemia de la fiebre porcina. Frente al amplio abanico de resistencias socioambientales, el gobierno nacional tuvo que retroceder y solo algunas provincias habilitaron proyectos más modestos.

Finalmente, algo que decididamente significó un parteaguas para el gobierno nacional en su relación con un expansivo espacio de demandas socioambientales, fue el proyecto de exploración petrolera offshore en el mar argentino. Apenas conocido éste, a fines de 2021, generó enormes resistencias y movilizaciones que desbordaron el arco de las organizaciones socioambientales, movilizando además la crítica de sectores científicos, que se manifestaron en las audiencias públicas. Sin embargo, el gobierno logró unificar posiciones al interior del gabinete (alineando el ministerio de ambiente en favor del offshore), y pese a las medidas cautelares que se generaron sobre dicha actividad (movilizada por el activismo ambiental), las presiones políticas fueron tales, que en diciembre de 2022 se logró —temporariamente— que se levantaran las restricciones judiciales a la exploración petrolera en aguas profundas, a cargo de la compañía semiestatal YPF junto con la noruega Equinor.

En 2021 el Ministerio de Producción presentó un Plan de Desarrollo Productivo Verde para combatir el cambio climático. Sin embargo, aunque este incluiría “un conjunto de iniciativas para implementar en los sistemas productivos con un nuevo paradigma sostenible, inclusivo y ambientalmente responsable”, el hecho es que el discurso aparece completamente disociado de cualquier propuesta de reducción en la extracción de combustibles fósiles. Más aún, Vaca Muerta y en líneas generales, el “mandato exportador”, concepto acuñado por Francisco Cantamutto y Martin Schorr, aparecen como la clave para morigerar el déficit externo, y la situación de sobreendeudamiento. Así, pese a que el país se comprometió a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 26 por ciento de aquí a 2030, la propuesta aparece divorciada de las políticas públicas que promueven la expansión de la frontera hidrocarburífera, a través del fracking y, desde 2022, añade el offshore.

Aunque en Argentina hay ciertos sectores del kirchnerismo que consideran que el país carga con una enorme problemática ambiental ligada al extractivismo y que entienden que el avance de la explotación fósil no es compatible con una política de transición energética, el gobierno está lejos de presentar una agenda de transición. A nivel internacional, las discusiones aparecen cruzadas por la crisis climática y el Acuerdo de París surgido de la COP21 (2015) firmado por Argentina; y a nivel nacional; por la expansión de las luchas ecoterritoriales. A esto se añade, el contexto internacional de guerra y crisis energética, que legitima la continuidad de los combustibles fósiles en nombre de la “seguridad energética”, lo cual no hizo más que potenciar y envalentonar las políticas extractivistas del kirchnerismo, todavía aferrado a la idea de convertirse en una potencia energética fósil.

Por otro lado, el ambientalismo popular, que incluye desde colectivos asamblearios y territoriales, organizaciones de pueblos originarios, hasta nuevos movimientos juveniles por la Justicia climática, todavía no ha logrado calar lo suficiente dentro de sectores sociales progresistas y la sociedad en general, que continúan en una zona de confort, aferrados a un consenso fosilista que nuclea economistas ortodoxos y heterodoxos. Si bien ha diversificado y ampliado su plataforma discursiva y representativa, los movimientos ecoterritoriales no han podido instalar un consenso sobre la gravedad del daño ambiental y la urgencia de políticas alternativas, en medio de la gran crisis económica y social que atraviesa el país. La existencia de una memoria energética apegada a la abundancia de combustibles fósiles, a lo que se suma la omnipresencia del megaproyecto fósil de Vaca Muerta en el discurso público, agravado todo ello por la enorme deuda externa que pesa sobre el país, ha terminado por dejar entrampado al país en una agenda del pasado, que obtura la elaboración de una hoja de ruta de transición hacia energías limpias y la discusión de reales alternativas de transición justa.

"No al fracking en Latinoamérica" en el Cumbre de los Pueblos, Lima, Péru, 2014. (Heinrich Böll Stiftung Ciudad de México / CC BY-SA 2.0)

Colombia: ¿Hacia un progresismo socioambiental?

La contracara del estancamiento argentino es sin duda el nuevo gobierno colombiano, que busca oxigenar el anquilosado campo de los progresismos fósiles sudamericanos. Liderado por el presidente Gustavo Petro y la vicepresidenta Francia Márquez, el gobierno del Pacto Histórico tiene como objetivo salir de la larga espiral de la guerra civil pero también apunta a innovar dentro de los progresismos sudamericanos, con una nueva agenda ambiental. Ninguno de los dos dirigentes es un recién llegado al campo de las luchas socioambientales. Petro ha venido sosteniendo un discurso ambientalista desde que fuera alcalde de Bogotá entre 2012 y 2015. En 2018 fue el único líder que en la inauguración del Foro de Pensamiento Crítico de Clacso en Buenos Aires, cuestionó a los progresismos, con un discurso que incorporaba abiertamente la crítica a los neoextractivismos y planteaba la encrucijada civilizatoria y la necesaria opción por la vida que deben hacer las izquierdas. Por su parte, Francia Márquez Mina es una reconocida lideresa socioambiental afrocolombiana que en 2014 lideró la Movilización de Mujeres Negras por el Cuidado de la Vida y los Territorios Ancestrales, luchando contra la minería ilegal en el suroccidente de su país. En 2018 recibió el premio Goldman, también conocido como el nobel ambiental.

Por otro lado, el gobierno del Pacto Histórico recoge también diferentes líneas de acumulación de luchas contra el extractivismo: desde las organizaciones campesinas que luchan por la soberanía alimentaria, los Comités Ambientales, que han logrado triunfos aplastantes contra la minería a gran escala, a través de referéndum populares (como en la región de Tolima), hasta organizaciones como la Alianza Colombiana Contra el Fracking que, junto con el sindicato petrolero de su país —un caso único en el continente—, logró instalar en la agenda pública el rechazo a esta tipo de energía extrema.

No es tampoco ajeno a este giro socioambiental del gobierno, la presencia de una fuerte tradición en defensa de la biodiversidad (en uno de los países más megadiversos del planeta), que se expresa en varios fallos judiciales, en favor de los Derechos de la Naturaleza. Mientras que la noción de buen vivir se instaló durante el primer ciclo progresista como una suerte de utopía que tiende puentes entre pasado y futuro, entre matriz comunitaria, cosmovisión relacional indígena y mirada ecologista, la de derechos de la naturaleza postula nuevas formas de relación del humano con la naturaleza y con sus semejantes, y por ende reclama el pasaje de un paradigma antropocéntrico a otro de carácter relacional sociobiocéntrico. Ambos temas encontraron un impulso mayor en el marco de los debates constituyentes de Bolivia (2006-2009) y Ecuador (2008), pero en años posteriores los lazos que los vinculaban se fueron diluyendo, con la expansión de los neoextractivismos.

Paradójicamente en América del Sur, es en Colombia, un país marcado por gobiernos hiperconservadores, donde encontramos los fallos más avanzados en favor de los derechos de la naturaleza. En 2016 la Corte Constitucional de Colombia, reconoció al Río Atrato en Chocó como sujeto de derechos con miras a garantizar su conservación y protección. Además de que su cuenca fue afectada por la minería de oro, el Chocó es un territorio interétnico disputado durante décadas por la guerrilla, los paramilitares, el ejército y los narcotraficantes. La demanda fue interpuesta por el Foro Interétnico Solidaridad Chocó (Fisch) y los Consejos Comunitarios Mayores de la Cuenca del Río Atrato, con el apoyo y representación del Centro para la Justicia Social Tierra Digna. La acción de tutela demandaba a 26 entidades del Estado buscando garantías para los derechos fundamentales de las comunidades asentadas en las riberas del río y su entorno. Para garantizar la implementación de esos derechos, la Corte creó la figura de los “guardianes del Atrato”, formado por instituciones y ministerios gubernamentales como Ambiente, así como hombres y mujeres en representación de las comunidades indígenas y afrodescendientes del Chocó.

Otro fallo histórico de la Corte Suprema de Colombia es el que reconoce a la Amazonía como sujeto de derechos (2018) y permite exigir la protección del ecosistema en sí y no solo en función de afectar o no la vida humana. La sentencia tiene su origen en una presentación de veinticinco niños y jóvenes, acompañados por la organización Dejusticia, en defensa de sus derechos vulnerados por la persistente degradación del bioma amazónico, lo que agrava la problemática de cambio climático y a su vez pone en peligro la provisión de agua y la regulación del clima en el país.

No es casual entonces que Petro proponga convertir al país en una “potencia mundial de la vida”, buscando “realizar transformaciones de fondo para enfrentar la emergencia por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad...dejando atrás la dependencia exclusiva del modelo extractivista y democratizando el uso de energías limpias”. En esa línea, el gobierno presentó una propuesta de transición energética, que cuenta con el aporte estratégico del CENSAT-Agua Viva, una de las organizaciones socioambientales colombianas de mayor trayectoria, que contempla: “Un desescalamiento gradual de la dependencia económica del petróleo y del carbón”, programa que propone la prohibición de la exploración y explotación de yacimientos no convencionales, así como de los proyectos piloto de fracking y el offshore.

Aunque el debate recién comienza, la propuesta de transición gradual y justa presentada por Petro propone incluir salvaguardas a los sectores económicos y laborales que dependen de la extracción de combustibles fósiles. Esto conllevaría no solo cambios en la matriz energética, sino también la oportunidad para impulsar la diversificación y desconcentración económica de Colombia. Según Andrés Gómez, ingeniero en petróleo y miembro del Censat, “El país tan solo tiene el 0,1 por ciento de las reservas mundiales y aun así dependió en 2021 en un 32 por ciento de los ingresos por exportaciones del petróleo”. Sería además un verdadero ejemplo para la región y el mundo en la experimentación de nuevos caminos, al proponer dejar los combustibles fósiles en el subsuelo.

El Cerrejón, Colombia, una de las minas del carbón más grandes del mundo. (HOUR.POING / CC BY-SA 3.0)

Asimismo, respecto de la Amazonía, desde Colombia nace también la propuesta de construir un frente de trabajo que incluya a Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Surinam y Venezuela, para detener la extracción de hidrocarburos en la Amazonía. Esta posibilidad no es ajena a una nueva diplomacia regional, que sumaría a Lula da Silva, al menos en su promesa de defender la Amazonia frente a la deforestación, tal como manifestó en su primer discurso como presidente electo.

Es cierto que podría decirse que Petro, no estaría solo, pues Chile con Boric y la alianza que lo llevó al gobierno, también podrían traer una renovación política desde la izquierda. Sin embargo, Boric se ha visto golpeado y limitado en su capacidad de reforma, luego del rechazo a la propuesta constitucional, que buscaba introducir nuevos derechos –sociales, de las mujeres, pueblos originarios, ambientales y en defensa de los bienes públicos- en septiembre de 2022. Aun así, la iniciativa colombiana tiene el mérito de colocar en agenda política la transición energética justa, con participación ciudadana, cuestionando el extractivismo de los progresismos sudamericanos y otorgando verosimilitud a las demandas de los sectores ambientales de otros países de la región, donde éstas son minimizadas.

El nuevo gobierno de Colombia podría abrir una etapa para ese país y para toda la región. Seguramente no será fácil, pues los desafíos políticos y sociales son enormes y complejísimos. El marco de las alianzas establecidas por Petro a nivel nacional (la presencia de maquinarias y figuras políticas tradicionales), la posibilidad de apertura de nuevos espacios regionales de integración en clave de progresismos de nueva generación (crisis climática y transición justa), las relaciones con el Norte (Estados Unidos), tensarán al nuevo gobierno e irán definiendo su rumbo en esos varios andariveles. Pero sin dudas el programa de transición ecosocial es, junto con la paz, el desafío de mayor envergadura, tanto por razones políticas como económico-productivas. Por último, dado que Petro tiene un horizonte de solo cuatro años en el poder (no hay reelección en Colombia), en el mejor de los casos sentará las bases para el futuro, para lograr extender la discusión sobre el modelo de desarrollo al conjunto de la sociedad colombiana y de América.

En clave geopolítica

La transición ecosocial constituye un desafío civilizatorio para el conjunto de las sociedades, mucho más en países capitalistas dependientes y periféricos, cuya inserción internacional se realiza a través de la exportación de materias primas. En esa línea, América Latina continúa siendo vista como un gran reservorio de recursos naturales -críticos y estratégicos- a la hora de encarar los cambios necesarios para afrontar la crisis climática y ecológica. Esto vale tanto para la visión que las potencias globales (China, la Unión Europea, Estados Unidos, Rusia) tienen de América Latina, como también para la clase política y económica dominante de la región. Así, pese a que todos los países de la región han ido definiendo metas de descarbonización vinculadas a los compromisos contraídos en el Acuerdo de París (2015) y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, y todos promueven las energías renovables (eólica y solar), lo que sucede es que la agenda extractivista se ha ampliado. Pocos países cuentan con una hoja de ruta consistente –en términos de políticas públicas- respecto de la transición energética, siendo los más avanzados aquellos que no poseen recursos fósiles, tales como Costa Rica, Chile y Uruguay. Ningún país, por otro lado, ha avanzado de modo coherente en una agenda productiva asociada a la agroecología y prácticas de restauración, sostenida por políticas de Estado.

Es importante subrayar que la ampliación de la agenda extractivista incluye también a las energías renovables. En nombre de la transición verde se está instalando un nuevo colonialismo energético que profundiza situaciones de despojo territorial y destrucción ecológica, como ya viene sucediendo en los territorios del litio e incluso con la madera de balsa, utilizada para la fabricación de turbinas eólicas. Así, la novedad es que al extractivismo ya existente, se le suma un extractivismo verde, al servicio de una transición corporativa y transnacional, que beneficia a los países centrales. En consecuencia, en lugar de reducir la brecha entre los países pobres y los ricos, esto aumenta la deuda ecológica y se amplían aún más las zonas de sacrificio.

Es muy probable además que esta lógica extractiva-exportadora asociada al colonialismo energético se exacerbe con la llamada “minería para la transición energética”, que ya se viene impulsando en América Latina, debido al incremento de la demanda de minerales como el cobre, níquel, cobalto y grafito para los automóviles eléctricos, así como para paneles solares y parques eólicos, que se fabrican en China u otros países, y cuyo destino son mayormente los países del norte global. Ahora bien, en nombre de la transición energética suelen eludirse preguntas acerca de cuáles son los costos de seguir haciendo minería y a quien beneficiará. Pocos tienen en cuenta que no por casualidad la minería a gran escala es la actividad extractiva más resistida en América Latina por las poblaciones indígenas y no indígenas, rurales y urbanas. Por ende, tal como se viene planteando, otro de los riesgos del extractivismo verde es el aumento de conflictos y la violación de derechos humanos.

Recordemos que América Latina es la zona más peligrosa para los activistas ambientales. En 2021, último año de registro de Global Witness, 227 activistas por la tierra y el ambiente fueron asesinados, la peor cifra desde que se tiene registro. Colombia volvió a ser el país con más ataques registrados, con 65 defensores asesinados. Según Global Witness, la minería y el agronegocio han estado vinculados a casi un tercio de todos los asesinatos de activistas ambientales alrededor del mundo desde 2015.

Asimismo, América Latina continúa siendo la región más desigual del mundo, en cuanto a distribución del ingreso y la riqueza, pero es además donde se registra un mayor proceso de concentración de tierras, gracias a la creciente expansión de la frontera agropecuaria, vinculada al agronegocios. A esto hay que sumar los proyectos de captura de carbono (Mercado de Carbono REDD+), que además de contar con escasa regulación, también pueden generar una nueva actualización del problema del acaparamiento de tierras y el cercamiento de los comunes, ahora para la transición, afectando muy particularmente a comunidades indígenas.

Por otro lado, las propias resoluciones en materia energética provenientes de los países y bloques centrales generan un atraso en la agenda de descarbonización. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea consideran el gas natural y la energía nuclear entre otras, como combustible puente y/o energías limpias. Esto abona a la expansión del modelo de combustibles fósiles (como el gas del fracking y la explotación hidrocarburífera offshore como base), hecho acentuado por el actual escenario global de crisis energética. A esto se suma que las élites económicas y políticas latinoamericanas no leen la transición energética en términos de emergencia social. Más allá de las recurrentes declaraciones acerca de la gravedad de la crisis climática, los diferentes gobiernos —progresistas y conservadores, suelen tener un punto ciego común, al disociar la crisis climática del extractivismo y los modelos de desarrollo.

Así, el riesgo mayor es que la región continúa siendo hablada por el Norte, mientras avanzan el colonialismo energético y las falsas soluciones, y los gobiernos del sur compiten entre sí para obtener contratos internacionales para la producción y exportación de hidrógeno verde (el nuevo Eldorado a escala global), “minería para la transición”, y litio para los autos eléctricos. En un mundo en crisis energética y rumbo a un proceso de desglobalización, la transición verde hoy dominante no tiene en cuenta la soberanía energética de los países del Sur, ni la licencia social, ni los impactos locales. Una vez más, América Latina es vista como zona de sacrificio, ahora en nombre de la transición energética del norte.


Maristella Svampa es investigadora académica y activista de Argentina. Trabaja en el Conicet y CeDinCi y es miembro del Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur.

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