Este artículo fue publicado originalmente en el número de verano 2023 del NACLA Report, nuestra revista trimestral.
Cuando la carrera presidencial de Guatemala comenzó oficialmente el 27 de marzo, la candidata Thelma Cabrera y su compañero de fórmula Jordán Rodas no estaban en la campaña electoral, sino en los tribunales. La autoridad electoral del país les había impedido postularse y, bajo la presión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Corte Suprema de Justicia había accedido a escuchar su apelación, después de que había vencido el plazo para registrarse como candidatos.
Cabrera y Rodas no estarán en la papeleta del 25 de junio, pero lo que está en juego en esta elección va más allá de su candidatura. En los últimos años, la criminalización de comunidades indígenas, periodistas, ambientalistas, activistas de derechos humanos, defensores de la tierra, protectores del agua y abogados y jueces que trabajan para combatir la corrupción ha escalado a niveles alarmantes. Las autoridades electorales citaron un problema con el papeleo de Rodas como la razón para impedir que su partido Movimiento para la Liberación de los Pueblos (MLP) se presentara, pero sus partidarios y observadores internacionales sostienen que la decisión tuvo motivaciones políticas. Cabrera, maya mam, defensora de los derechos humanos, miembro fundador del Comité de Desarrollo Campesino (CODECA) y la única mujer indígena que compite por la presidencia, representa una amenaza para las élites guatemaltecas: un fuerte movimiento indígena y campesino.
Históricamente, el estado guatemalteco ha utilizado el terror político para reprimir la disidencia y los esfuerzos por defender los derechos humanos e indígenas, creando una atmósfera fatalista que busca desalentar cualquier esperanza de que el país cambie. Dirigido a abogados, jueces, activistas y periodistas, este terror va desde la violencia legal en forma de órdenes de captura basadas en cargos falsos hasta redadas y encarcelamiento. En el pasado, las elecciones de Guatemala, uno de los principios más básicos de una democracia, a menudo se han caracterizado por el fraude, la violencia y la corrupción. Ahora, un miedo creciente al autoritarismo e incluso a la dictadura se cierne detrás de las elecciones de 2023. Aunque ella y Rodas continúan buscando recursos legales, Cabrera dice que queda poco por hacer más que esperar el “show” político el 25 de junio.
Elecciones falsas en proceso
Históricamente, el sistema electoral de Guatemala ha dejado poco o ningún espacio para los candidatos que desafían el statu quo. El partido político de Cabrera, el MLP, busca un futuro plurinacional para Guatemala, donde se respeten los derechos de los pueblos indígenas, además de otros cambios estructurales. Como candidata en las elecciones presidenciales de 2019, Cabrera obtuvo el 10 por ciento de los votos en la primera vuelta, ubicándose en cuarto lugar. Alejandro Giammattei, el eventual ganador, quedó segundo en la primera vuelta con el 14 por ciento de los votos, asegurando un lugar en la segunda vuelta.
El candidato a vicepresidente de Cabrera, Rodas, se desempeñó como Procurador de los Derechos Humanos de Guatemala de 2017 a 2022, a menudo responsabilizando y cuestionando a los gobiernos del presidente Giammattei y su predecesor, Jimmy Morales. Rodas salió del país un día antes de que terminara su mandato en agosto pasado, y luego se convirtió en compañero de fórmula de Cabrera durante un regreso temporal del exilio, donde ahora permanece.
A fines de enero, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) impidió que Cabrera y Rodas se registraran como candidatos citando “cargos legales y una denuncia” pendientes contra Rodas. Al final resultó que, el sucesor de Rodas supuestamente lo había acusado de mala conducta en su papel como procurador. Pero dado que Rodas nunca fue notificado formalmente de la denuncia, no pudo presentar pruebas de que no había casos legales pendientes en su contra, como lo exige la ley guatemalteca para postularse para el cargo. Si bien el MLP apeló ante la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad, ambos reafirmaron la decisión del TSE.
Muchos observadores nacionales e internacionales condenaron rápidamente la medida. Desde febrero, miles de guatemaltecos han salido a las calles y montado bloqueos en repetidas ocasiones para denunciar la decisión del TSE. La CIDH llamó a elecciones libres y justas e instó al gobierno de Guatemala a “garantizar los derechos políticos, el pluralismo y la participación igualitaria”. Al señalar que las elecciones son vitales para la “democracia frágil” de Guatemala, Human Rights Watch advirtió que la votación se llevará a cabo “en un contexto de deterioro del estado de derecho, donde las instituciones encargadas de supervisar las elecciones tienen poca independencia o credibilidad”.
Mientras tanto, el TSE aprobó las candidaturas de otras figuras políticas con antecedentes cuestionables y controvertidos. En particular, a la derechista Zury Ríos se le permitió postularse para la presidencia a pesar de que se le impidió competir en las elecciones de 2019 debido a una prohibición constitucional de que los familiares de los líderes golpistas se postularan para el cargo más alto. Zury Ríos es hija del dictador general Efraín Ríos Montt, quien fue condenado por genocidio y crímenes de lesa humanidad en 2013 (fallo anulado 10 días después por motivos procesales). Durante el juicio, Zury fue una de las más fervientes defensoras de su padre y negó que hubiera habido genocidio en Guatemala. En 2015, ganó el 5 por ciento en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Hasta abril lideraba las encuestas para la votación de 2023, aunque en mayo se adelantó el empresario Carlos Pineda. En la carrera por el Congreso, el TSE incluso permitió la inscripción de Manuel Baldizón. Baldizón fue condenado en Estados Unidos por conspiración para cometer lavado de dinero y cumplió 28 meses en una prisión federal antes de ser deportado en octubre de 2022 a Guatemala, donde enfrenta cargos de corrupción. Tras el clamor nacional, el TSE anuló su inscripción en las elecciones.
Para Cabrera, a diferencia de los gobernantes que van y vienen sin atender las demandas populares, el MLP “no es un partido político más, sino un instrumento político de los pueblos”. En un foro virtual que moderé en la Universidad de California en Santa Bárbara en abril, Cabrera explicó que el MLP nació de comunidades, asambleas comunales y movimientos sociales. Promoviendo los derechos campesinos e indígenas y buscando rectificar las desigualdades estructurales que han marginado a la mayoría de los guatemaltecos, la plataforma del MLP incluye propuestas relacionadas con la gobernabilidad, la salud, los derechos colectivos e indígenas y el acceso al agua y la tierra. Propone la nacionalización de la electricidad y otros servicios que fueron privatizados, particularmente después de los Acuerdos de Paz de 1996. El MLP también ha pedido un “Proceso de Asamblea Constituyente Popular y Plurinacional para el Buen Vivir” para redactar una nueva constitución que represente a los pueblos indígenas.
Compuesto por todos los sectores de la sociedad, incluidos mayas, xincas, garífunas y mestizos, tanto urbanos como rurales, el MLP es “anticolonial, antiimperialista [y] antipatriarcal”, declara Cabrera. “Somos otra política, no nos definimos ni de izquierda ni de derecha”, añade. “Nuestras acciones son los que hablan y por eso MLP le cierran las puertas y entonces aquí va contra la corriente”.
Terror político patrocinado por el estado
La marginación del MLP y la reciente persecución de periodistas, activistas y los que luchan contra la corrupción sigue al aumento de la violencia estatal en Guatemala desde la firma de los Acuerdos de Paz de 1996. En 1998, el obispo Juan Gerardi fue brutalmente golpeado hasta la muerte solo dos días después de la publicación de un informe fundamental en el que había trabajado, que documentaba crímenes de guerra y violaciones de derechos humanos cometidos por las fuerzas estatales durante los 36 años de conflicto armado. Posteriormente, tres oficiales del ejército fueron condenados en relación con su asesinato. El asesinato señaló que la transición a la paz en Guatemala estaba en riesgo.
Años más tarde, el 4 de octubre de 2012, el pueblo maya k’iche’ sufrió la primera masacre patrocinada por el estado “en tiempos de paz” después de que las comunidades de Totonicapán protestaran por los precios de la electricidad y reformas gubernamentales no deseadas. En una cumbre en las tierras altas del occidente conocida como Alaska, los militares mataron a seis personas e hirieron a docenas más en lo que se conoce como la Masacre de Alaska.
A lo largo de los años, los gobiernos se han basado con frecuencia en la militarización mediante el uso excesivo de los estados de sitio, que restringen las libertades civiles durante al menos 30 días, para reprimir a las comunidades que se organizan para defender sus territorios ancestrales contra industrias extractivas como represas hidroeléctricas, proyectos mineros y mega cultivos. Por ejemplo, en mayo de 2012, el entonces presidente Otto Pérez Molina, exsoldado de las fuerzas especiales Kaibil acusado de genocidio y abusos contra los derechos humanos y actualmente encarcelado por corrupción, declaró el estado de sitio en Santa Cruz Barillas, Huehuetenango. Se desplegaron cientos de soldados y policías para reprimir la oposición a un proyecto de represa hidroeléctrica financiado por capital española, lo que llevó al arresto de al menos 17 miembros de la comunidad.
De manera similar, en octubre de 2021, el presidente Giammattei declaró estado de sitio en El Estor, donde las fuerzas armadas y antidisturbios con vehículos militares donados por Estados Unidos invadieron y aterrorizaron a las comunidades maya q’eqchi’ que defienden sus tierras ancestrales de las actividades de la mina de níquel de Fénix, propiedad de Solway Investment Group, con sede en Suiza. Entre otras protestas por los graves abusos, la CIDH condenó el “uso excesivo de la fuerza” del gobierno contra los q’eqchi’ y los “actos de represión” contra los medios de comunicación. Apenas unas semanas después, en noviembre de 2021, la policía desalojó y quemó las casas de casi 100 familias mayas q’eqchi’ en una comunidad de El Estor. Las familias vivían en sus tierras ancestrales, arrebatadas durante el conflicto armado y ahora reclamadas por una empresa de cultivo de palma africana.
Las imágenes y los testimonios de los supervivientes de tales sucesos de terror de Estado recuerdan a la guerra. Para muchos, el implacable asalto de las industrias extractivas a los territorios indígenas es una nueva invasión; investigadores de la Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales de Guatemala (Avancso) se han referido a esto como una “guerra extractivista no declarada”.
“Nos han quitado hasta el miedo”
Guatemala a veces se siente como una camioneta repleta en llamas que va cuesta abajo sin conductor, volante o frenos, y nadie sabe realmente si es más seguro quedarse adentro o saltar por la ventana. Los historiadores algún día pueden argumentar en retrospectiva que la violencia en Guatemala escaló a un punto de no retorno en 2012 con la Masacre de Alaska, o en 2019 con el derrocamiento de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), o en 2023 con Cabrera siendo inhabilitado para postularse para la presidencia. Hay abundantes ejemplos de actos políticos de terror que han hecho trizas cualquier apariencia superficial de democracia y estado de derecho. Si bien estos actos de terror político están destinados a inculcar un ambiente de miedo y fatalismo, también son signos de pánico entre las élites guatemaltecas, que temen la fuerza, determinación y resiliencia de los pueblos indígenas y oprimidos que luchan a diario para allanar el camino hacia la liberación.
La ya frágil y débil democracia de Guatemala se está desmoronando aún más en tiempo real. La amenaza de una mayor militarización y autoritarismo es aterradora, dada la ya peligrosa situación política que enfrentan los activistas de derechos humanos, las comunidades indígenas, los periodistas y quienes luchan por combatir la impunidad y la corrupción. Las elecciones libres y justas son una condición básica y fundamental para la democracia; en Guatemala, estas condiciones no existen.
Cabrera, por su parte, no ha cedido al fatalismo. Decir la verdad, dice, siempre conlleva riesgos. “Al final de cuenta de todo lo que nos han robado, hasta se han llevado el miedo”, declara. Ahora no hay más remedio que seguir diciendo la verdad al poder. “Llegará el momento que el pueblo se va a levantar y ese momento ya llegó”, dice Cabrera. “Y llegará el momento de que el sistema va a caer, porque si ahora está haciendo resistencia. Pues ya en muy poco tiempo ya no le va a quedar otra alternativa que los pueblos vamos a auto gobernarnos… es el pueblo que tiene que decidir qué es lo que hay que hacer”.
Giovanni Batz es profesor asistente en el departamento de Estudios Chicanas y Chicanos de la Universidad de California, Santa Bárbara. Es autor del libro La cuarta invasión (2022).