La vida de aquellos que murieron

A diez años de la Masacre de Alaska del pueblo k’iche’ en Totonicapán, Guatemala, las familias de las víctimas cuentan sus historias.

October 10, 2022

Viuda y huérfanos de Jesús Caxaj (Sergio Palencia)

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En el altiplano maya de Guatemala hay una cumbre llamada Alaska. Conocida localmente como Chuipatán, se localiza en territorio k’iche’ a 3,015 metros de altura. El jueves 4 de octubre de 2012, los cantones de Totonicapán ocuparon ese y otros dos puntos de la Carretera Panamericana como protesta por el alto costo de la energía eléctrica y la supresión de la carrera de magisterio. Nadie imaginaba que la jornada terminaría con lo que muchos han llamado la primera masacre por fuerzas estatales desde la Firma de la Paz, en 1996. En un país que sufrió una de las peores campañas militares contra pueblos indígenas del continente en 1981-1984, la Masacre de Alaska actualizó amargos recuerdos.

Hacia las 2:30 de la tarde, dos camiones y un pick up del Ejército de Guatemala se estacionaron a medio kilómetro de los 5,000 manifestantes. Transportaban antimotines militares y soldados armados con fusiles Galil. Las autoridades cantonales, con su vara de autoridad o ch’ami’y, se acercaron para dialogar pero fueron recibidas con bombas lacrimógenas. Los soldados comenzaron a disparar sus armas. El desigual enfrentamiento dejó ese día seis indígenas muertos y 34 heridos. Posteriormente se llevó un proceso contra un coronel y varios soldados pero, luego, se retrasó por diversas recusaciones. Cada uno de los manifestantes tenía familia y un lugar en su comunidad. Las viudas y huérfanos reivindicaron sus vidas; estas son algunas de las historias que me contaron.

Rafael Batz y Santos Hernández Menchú

Pasajoc es una aldea pequeña en las afueras del pueblo de Totonicapán. Antes de la manifestación, Rafael Batz y el joven Santos Hernández vivían ahí junto a sus respectivas familias. La casa de Rafael está rodeada de altos maizales. Hecha de adobe, tiene techo de teja y marco de madera. Rafael era albañil. Uno de los últimos regalos a sus hijas fue edificarles habitaciones para que no pagaran alquiler. Alrededor de la puerta colgó flores blancas. Le dijo a una de ellas: “Te voy a sembrar tus flores ahí porque a mí me gustan las flores”. Lo llamó “el jardín del edén”.

Flores de Rafael Batz (Sergio Palencia) / Rafael Batz (cortesía de su familia)

Rafael cultivaba un pequeño terreno de maíz. Como la mayoría de familias k’iche’s, Rafael sabía amarrar y tejer el hilo. Con el dinero compraba leña, el maíz faltante y pagaba el alto precio de la luz. Desde 1998, bajo la ola de privatizaciones en Latinoamérica, el estado guatemalteco vendió los derechos de distribución de la energía eléctrica. La facturación mensual se elevó considerablemente en el área rural. La manifestación del 2012 fue el último recurso tras dos años de estratagemas y fallidos diálogos de la empresa española DEOCSA y el gobierno. La familia de Rafael era una entre miles que se esmeraba por cumplir cada mes con los pagos.

En 1982, Rafael se casó con Francisca. Se conocieron en Pasajoc y ahí mismo construyeron su casa: “es su herencia la que le dio su papá”, recuerda Francisca, “los treinta años vivimos aquí con mi esposo [llora]”. Para que no dependieran de los hombres, Rafael enseñó a sus hijas a sembrar, picar y calzar la tierra: “Así van a hacer, ve, así para las calles de las milpas”. Durante su vida, Rafael ocupó diversos cargos comunales: encargado de baños y caminos vecinales, escolar, miembro de la asociación de padres de familia.

Santos era el más joven de todos los manifestantes que murieron el 4 de octubre. Tenía 33 años. Santos recibió dos disparos de Galil: uno entró por el glúteo izquierdo y el otro perforó su espalda, destruyéndole el corazón. Santos tenía una bebé de 10 meses con la que, según cuenta su esposa, solía bailar: “Cuando él escucha música o canto, lo que sea pues, siempre baila. Es que como la nena ya lo conoce, ya lo sabe, entonces va a quedar mirando a su papá y él empieza a bailar”. La joven pareja tenía dos años de casados.

Santos Hernández Menchú (Cortesía de su familia)

En 2012, el Gobierno del General Otto Pérez Molina suprimió el magisterio, una de las pocas opciones de empleo para miles de jóvenes indígenas. Con esto, se aceleró la privatización de la educación y una razón más para buscar el futuro en los Estados Unidos. Santos trabajaba de albañil en las casas construidas con remesas de los migrantes k’iche’s. Uno de ellos era su propio cuñado, un joven que había regresado de los EE.UU. para invertir en un aserradero. “Él quería aprender conmigo”, recuerda, “estábamos en eso, pero también no se le hizo”.

Los cuñados imaginaban juntos el viaje al norte: “Cuando yo me fui no tenía casa y esto es lo que fui a traer, mi terrenito que usted mira de aquí hasta por el río”, me explicó. “Él me dice: ‘pues sí, fuiste a hacer algo. Yo también voy, quiero mi casa, quiero mi terreno. Igual yo quiero salir adelante’”.

Eusebio Puac, Francisco Puac, Eligio y Jesús Caxaj

Eusebio Puac nació en 1979 en Chipuac, una aldea desde donde se observa el cerro K’uxlikel. Según la leyenda local, ahí fue el campamento de resistencia de los antepasados contra los españoles en 1524. Eusebio cultivaba ahí su milpa. Con su esposa tenían cinco hijos de 17, 13, 10, 7 años y un bebé de diez meses. Después del trabajo practicaba asiduamente la trompeta ya que pertenecía a la banda de la iglesia evangélica Columna de la Verdad. Los lunes, jueves y domingos iban juntos al culto. Añade su esposa, Joaquina, en k'iche':

"E are’ keltib’iltab’ik, katotaj che uchak are’ kub’an estudiar ri trompeta."

"Él no sale, termina de trabajar y después estudia su trompeta."

Su padre le enseñó el oficio familiar a Eusebio: “Cuando empezó a tejer, tenía doce años, así como ese patojo [niño]. Empezó temprano, sí, como la necesidad nos obliga”. Últimamente los precios de los materiales eran cada vez más caros y era imposible ganarse la vida sólo del tejido. Cuando los conocí en 2012, la familia de Eusebio Puac atesoraba el último corte [falda indígena] que había hecho antes de su muerte. También guardaban su trompeta y el disco de himnos cristianos con los que aprendía la melodía. La foto denota la profunda tristeza y luto en sus rostros a un mes de la masacre.

La familia de Eusebio muestra el corte, la trompeta (Sergio Palencia)

Francisco Puac y su familia tejían para un comerciante en Totonicapán. Su esposa, Celestina, habla de la intensidad de la jornada en la casa: “¡Trabajaba mucho! Desde las siete hasta las diez u once de la noche”. Tenían 25 años de casados entonces. En una esquina dentro de la casa, Celestina hizo un pequeño altar con imágenes religiosas y una fotografía de su esposo. Allí mismo se reúnen madre, hijo, abuelo y cuñada para estirar el hilo. En otra habitación, a un costado del pequeño establo, Francisco confeccionaba cortes. Tenía 42 años y al menos treinta los había trabajado en ese telar. Su hija, una chica risueña y afable, enumera los diseños conocidos por su padre.

“Él sabía hacer diseños de rosita, muñeca, venado, pinitos, corazón, flor pensamiento, quetzal, canasta, tulipán, pez, quetzal”.

Chuimekena’ significa “donde el agua caliente”. Francisco solía ir con su esposa a La Guaca, famosos baños termales en el pueblo. Sus vecinos recuerdan cómo Francisco ayudó para que Chipuac pasara a ser reconocida como aldea. En ocasiones, los sábados, la familia disfrutaba de un “recadito de conejo y caldeo de chivo con hierba”, mientras escuchaban música de marimba de Explosión musical. “A mi papá le gustaban las canciones ‘Una carta y una flor’ o ‘Flores pa’ mamá’”.

Viuda y huérfanos de Francisco Puac (Sergio Palencia)

Cerca de ellos vivía Eligio Caxaj, un anciano de 80 años, junto a su hijo Jesús Baltazar Caxaj, su nuera y tres nietos. Cada día su nuera le llevaba su desayuno. Después, comenzaba para Jesús Caxaj una intensa jornada en el telar de madera. Al mediodía almorzaba con la familia y, al final de la tarde, “calentábamos café y tomamos un pan”, agrega su esposa. Josefa conoció a Jesús Baltazar en una capilla cercana. Tenían diecisiete años de vivir juntos. Tejer no es fácil, como lo explica Josefa:

“Para amarrar ese corte nuestro dedo ¡cómo sale sangre! cuesta de hacer, pero, como yo le dije a mi esposo: ‘te voy a ayudar y tratemos la manera, tengo que dar el estudio a nuestros hijos, la alimentación, no hay nada de dinero”.

Sus hijos pequeños asistían a la escuela y el mayor cursaba el último año de magisterio. Además, Jesús era fontanero, encargado del agua comunal. La tarde de la manifestación, Jesús recibió un disparo de Galil en la parte inferior del vientre, provocando una laceración en la arteria iliaca. Tenía 40 años. Don Eligio no soportó la muerte de Jesús: “Cuando escuchó: falleció su hijo, de plano ya no aguantó la tristeza. El jueves falleció [mi esposo], viernes lo enterramos mi marido, sábado, el domingo en la mañana falleció mi suegro”. Nadie afuera de Chipuac habló de la muerte de don Eligio en relación con la masacre, tampoco fue incluido en las listas de víctimas.

Jesús Baltazar Caxaj y Don Eligio Caxaj (Cortesía de su familia)

Lorenzo Vásquez y Arturo Sapón

Durante su vida, Lorenzo Vásquez fue agricultor, tejedor, soldado, picador de piedra. También fue parte del Comité de Agua de la aldea Vásquez. Había nacido en 1971. De joven le gustaba tocar concertina. Lorenzo y su cuñado fueron soldados del Ejército de Guatemala. En dos ocasiones intentó llegar a Houston, su hija recuerda: “Vendió su terreno que le dio mi abuelita. Caminaba en el agua [del río fronterizo], dice. Sólo así. A veces nos da risa también cuando nos cuenta: ‘hay tortuga en el agua, me fui en la lancha. Y me agarraron, me vine para acá’”. La policía fronteriza lo interceptó en el intento. En el 2015, su hija cursaba el primero básico y su otro hijo, de 10 años, cuarto primaria.

Durante la manifestación, Lorenzo fue herido de bala en el brazo derecho e izquierdo, como también en la pierna. Una de las perforaciones reventó una vena en su brazo derecho, complicando la circulación. Lorenzo sobrevivió tres años más. Maura, su esposa, recuerda los dolores de su esposo:

“‘No tengo ánimo, no tengo nada. El soldado fue quien quitó mis pies y mis manos. Yo lo vi’, dice mi esposo. ‘Yo lo vi cuando viene el bala, hace así con brazos y entró en mi mano’, dice. Él no siente, pues, cuando entró el otro [balazo] en su pierna. No siente”.

Inicialmente estuvo inmovilizado en una silla de ruedas y luego padeció dolores que le impidieron trabajar. Con el tiempo sufrió de una creciente depresión. Lorenzo asistía a la iglesia evangélica Vida Nueva para entonar himnos. Murió el 7 de septiembre del año 2015 a causa de las balas de la institución a la que había servido.

Lorenzo Vásquez, el músico; Lorenzo Vásquez, el soldado (Cortesía de su familia)

Arturo Sapón vivía con su familia en Panquix, una aldea alejada donde las mujeres con látigo en mano pastorean ovejas negras y cultivan hortalizas. Trabajaba de albañil y, después de las cinco, jugaba fútbol con sus hermanos. Trinidad llevaban 20 años de casada con él. Ella todavía habló por teléfono con él antes de la llegada de los soldados. No se imaginaba que tan sólo dos horas después los vecinos regresarían con el cuerpo de Arturo en un pick-up. Las viudas, sus hijas y quien esto escribe, permanecimos helados y en silencio solemne cuando nos narró su vivencia:

"Ay Dios, qas ya no. Xinsetatik xinokloq. 'Ay le wachajil', xinche. Xinxukulej ri kik’ e ¡Jesús, ri kik’! Qas chila xinxib’ij wib’ e chila xinreq nuyab’".

"¡Ay Dios! Ya no. Corriendo fui. 'Ay mi esposo', dije. Me hinqué sobre su sangre y ¡Jesús, la sangre! Eso me asustó y empecé a enfermarme".

Cuatro años después, Trinidad todavía sufría de fuertes dolores de cabeza asociados al susto, palabra utilizada por los k’iche’s para referirse al súbito trastorno y trauma. Sufrió recurrentemente de insomnio. Su hijo pequeño también se enfermó por varios años: “Xaq iwab’, man k’ota utzil ruk’ e xaq koq’ik," dice Trinidad. "Sólo enfermo se mantiene, no anda bien, se la pasa llorando”. Sus vecinos hicieron una composición fotográfica en su honor: Arturo está de pie en el cielo, entre nubes, y es recibido con los brazos abiertos por Jesús y María de Nazaret.

Arturo Sapón en el cielo; Casamiento de la familia Sapón (Cortesía de su familia)

En la Cumbre de Alaska se erigió un monumento en su honor. Un día amaneció destruido por desconocidos, irreconocibles los nombres de Arturo y los demás. Este año empero se construyó uno nuevo y las viudas visitaron los cementerios en las aldeas. El juicio se retomará en 2023 en medio de un panorama bastante sombrío de cooptación de la justicia por parte de empresarios y militares.

Recuperar las memorias de quienes murieron en la Cumbre de Chuipatán es, pues, una manera de reescribir la historia, unir los pedazos rotos del monumento, congregar el fuego y la palabra, algo así como lo hicieron hace quinientos años los antepasados de Chuimekena’ en los bosques que rodean el cerro K’uxlikel.


Sergio Palencia Frener es sociólogo, antropólogo y escritor. Es candidato a doctor en antropología de The Graduate Center, CUNY. Trabaja temas de historia, conflicto y resistencia en Mesoamérica.

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