Este artículo fue publicado en inglés en la edición de invierno de 2023 de nuestra revista trimestral NACLA Report.
El Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) registra la existencia de 284 “conflictos mineros” que involucran a 301 proyectos en toda la región. Esta lista de conflictos es encabezada por México con 58 y seguida por Chile y Perú con 49 y 46. Además, documenta, entre 2001 y 2020, 264 casos de “criminalización de la protesta” en contexto de estos conflictos. Los que resistan los proyectos mineros y otros procesos extractivistas suelen ser criminalizados por el sistema político y el poder judicial, pero sobre todo duramente reprimidos por las fuerzas armadas y policiales.
Durante el ciclo más reciente de protesta social en Perú entre diciembre de 2022 y febrero de 2023 —con epicentro en las zonas mineras— hubo 49 muertos por armas de fuego. Este dato incluye seis asesinatos por bala de fusiles Galil en la masacre de Ayacucho el 15 de diciembre de 2022 y diecisiete muertos por balas de AKM, Galil y perdigones de plomo en las ejecuciones extrajudiciales de Juliaca el 9 de enero de 2023, según la defensora de derechos humanos Rocío Silva Santisteban. Ese tipo de armas son las habitualmente utilizadas por las fuerzas armadas.
La militarización de la región latinoamericana avanza de forma exponencial desde hace unos veinte años. El proceso es tan intenso y envolvente que no depende sólo de los gobiernos de turno, sino de una multiplicidad de factores entre los que debe mencionarse, en primer lugar, el extractivismo, particularmente la minería a cielo abierto, pero también la expansión del narcotráfico y de lógicas vinculadas a la seguridad ciudadana, ya que muchas veces son las poblaciones urbanas las que reclaman mayor presencia policial y militar en las calles.
La apropiación de la tierra por grandes empresas extractivas, está en la base del nuevo militarismo que se extiende como una mancha viscosa por los rincones más remotos de nuestro continente. Pero la imposición de emprendimientos mineros es apenas una de las manifestaciones de un proceso de militarización mucho más profundo que abarca todos los aspectos de la vida social. Las más diversas sociedades de nuestra región están atravesadas por múltiples violencias: paramilitarismo y narcotráfico, fuerzas armadas y policiales, hasta los modos racistas y machistas de violencias coloniales y patriarcales a escala micro o local.
Este conjunto de violencias forman parte del proceso de militarización de la región, que es la fase avanzada y más visible del extractivismo. Para Martín Arboleda, el autor de Planetary Mine: Territories of Extraction under Late Capitalism (Verso, 2020), “esta militarización ya no se da en el marco de relaciones discernibles entre Estados antagónicos, sino que se presenta esencialmente como un mecanismo propio de cada Estado que le permite controlar a su propia población frente a las necesidades sistémicas del proceso de reproducción ampliada”. En pocas palabras, estamos ante un diversidad de modos de militarización que apuntan hacia el mismo objetivo: proteger la acumulación por despojo.
En este contexto, la militarización no es un objetivo en sí mismo, sino un medio para hacer posible la conversión de la madre tierra en mercancías y evitar que la población se organice para impedirlo. Siendo éste el aspecto principal, las demás violencias son subsidiarias de este proceso central: los feminicidios aumentan en las zonas extractivas; los grupos paramilitares y narcotraficantes operan con la misma lógica que el capital transnacional, controlando poblaciones y despejando el territorio para hacer posible la expoliación. Por eso, unos y otros suelen cooperar sobre el terreno: tienen modos de operar similares anclados en la violencia, y “enemigos” comunes.
Extractivismo y militarización en los Andes
En varios países andinos como Bolivia y Perú, la explotación de oro desplazó a las drogas como principal rubro de las exportaciones ilegales en la última década. Sin embargo, los modos de operar de unos y otros son muy similares.
En Bolivia, el Parque Nacional Madidi, un área amazónica que alberga una de las más ricas biodiversidades del planeta, ha sido cada vez más devastado por la minería del oro en contexto de una intensificación de la actividad minera desde el inicio de la pandemia en el 2020. Llegan grupos armados en grandes cantidades, los propios mineros que se arman para despejar el territorio. “Esos grupos son la fachada de las empresas”, relata Ruth Alipaz Cuqui, del pueblo uchupiamona que está siendo agredido. Luego llegan las retroexcavadoras y las dragas, y comienzan a derribar montañas y deforestar.
Nada de todo esto podría hacerse sin el apoyo activo del Estado boliviano.
En 2014, había 55 concesiones mineras en esa región, que se multiplicaron hasta las 94 en 2020. Las fuerzas armadas, en tanto, no suelen participar de forma directa, pero operan como una suerte de paraguas que controla y, sobre todo, protege el negocio de las multinacionales.
La militarización no va de la mano sólo de la expansión del papel de las fuerzas armadas sino que se trata de un fenómeno más complejo. El papel clave de todo este proceso es el desplazamiento de la población o conseguir retenerla dentro de ciertos espacios, para que las empresas hagan su trabajo. Algo así no puede suceder sin que el Estado —a través de sus aparatos armados— intervenga para impedir, apoyar o tolerar la acción armada contra las poblaciones que deberían proteger. Tanto las grandes empresas como los negocios ilegales tienen la suficiente capacidad financiera como para comprar los servicios de militares y policías, quienes a su vez adiestran a las bandas irregulares y les venden sus propias armas.
En 2018 sucedió un hecho poco frecuente, según la investigación "La minería no formal en el Perú”, que muestra el papel de los uniformados en los negocios ilegales. Dos oficiales de la Marina fueron investigados, acusados y condenados por la Fiscalía en Delitos de Corrupción por cobro de cupos a traficantes de combustible destinado a la minería no formal, que operan en el río Inambari, un tributario andino-amazonico en el sureste del país. “Los condenados recibieron [un pago] por dejar pasar un convoy de 26 embarcaciones de combustible por el puesto de vigilancia de la Marina de Guerra del Perú”, según el informe. Calificó la condena como “un hecho aislado” ya que este tipo de casos suelen quedar en impunidad.
Paramilitarización y dictadura urbana en Brasil
En Rio de Janeiro —la ciudad de siete millones de habitantes y el estado de unos 17 millones, incluido una población en las favelas que supera los dos millones— la militarización aparece en sus más diversas formas, legales e ilegales, formales y flexibles. Es un lugar donde puede observarse la estrecha implicación de las fuerzas armadas con la Policía Militar, y de ambas con las organizaciones armadas no estatales como paramilitares, milicias, narcos y narco-pentecostales. Esta diversidad de actores han nacido y se sostienen gracias al apoyo o la tolerancia cómplice del núcleo del aparato estatal armado, más en concreto el Ejército.
Las milicias son grupos armados integrados por policías civiles y militares, bomberos y soldados activos o retirados y aliados en ocasiones con narcotraficantes que ejercen control sobre comunidades, principalmente en Río. Sus origines se encuentran en los “escuadrones de la muerte” que nacieron en Brasil durante la dictadura militar (1964-1985), integrados por policías militares para asesinar disidentes políticos y delincuentes.
“En Río de Janeiro, la milicia no es un poder paralelo. Es el Estado”, dice el sociólogo José Claudio Alves que viene estudiando la actuación de las milicias y grupos paramilitares en las favelas desde hace casi tres décadas, contradiciendo el sentido común de muchos brasileños.
Alves define las instituciones de Río de Janeiro como un Estado miliciano o paramilitar, que está en condiciones de determinar la vida o la muerte de las personas “de forma totalitaria”. Afirma que “nunca salimos de la dictadura, salimos de la dictadura oficial para la dictadura de los grupos de exterminio y las milicias”, que ha conformado un “Estado autoritario, totalitario y dictatorial”.
La militarización de la seguridad pública es una de las herencias más pesadas de la dictadura, que la Constitución de 1988 no revirtió. En 1967, tres años tras el golpe de estado que instaló la dictadura militar, el régimen creó la Inspección General de las Policías Militares (PM), un órgano del Ejército encargado de coordinar y controlar tanto a las policías militares de cada estado como a los bomberos militares. Hasta ese momento la PM tenía funciones acotadas a la represión de disturbios y mantenimiento del orden, pero de ahí en más según el politólogo Jorge Zaverucha “se convirtió en la principal fuerza policial de Brasil, ya que prácticamente todas las funciones policiales están a su cargo”. El cuerpo fue militarizado a través de su subordinación al Estado Mayor del Ejército y sus oficiales adoptaron la instrucción, la reglamentación y la justicia militares.
Desde entonces “la Policía Militar de cada estado imita el modelo de los batallones de infantería del Ejército”, en tanto “está regulada por el mismo Código Penal Militar y el Código Procesal Penal de las Fuerzas Armadas”, escribe Zaverucha en un artículo publicado en 2008 en la revista Nueva Sociedad.
Según José Claudio Alves, los escuadrones de la muerte que nacen de la Policía Militar “estarán en pleno apogeo en la década de 1970”, pero con el retorno de la democracia “estos mismos asesinos…comenzaron a ser elegidos en la década de 1990 como alcaldes, concejales y diputados”.
Los antiguos escuadrones, reconvertidos en milicias y asociados a las ocupaciones de suelo urbano, establecieron una estructura de poder en la década del 2000 “basada en el cobro de tarifas, la venta de servicios y bienes urbanos como agua, vertederos de basura y uso del suelo”, según Alves.
La investigación del Grupo de Estudios de las Nuevas Ilegalidades (GENI) de la Universidad Federal Fluminense, destaca que las milicias controlan el 27,7 por ciento de los barrios de la ciudad donde vive el 33,9 por ciento de sus habitantes, o sea 2.178.620 personas. A diferencia de lo que sucede en los barrios controlados por narcotraficantes, en éstos se registran muy pocas operaciones de la Policía Militar. Gracias al apoyo o neutralidad de las instituciones estatales, las milicias han conseguido controlar buena parte de los servicios en los edificios del programa estatal Minha Casa Minha Vida e intervienen en el mercado inmobiliario a través del control mafioso de la compraventa de tierras, conformando lo que el GENI denomina como “urbanismo miliciano”.
En paralelo, los militares van ganando terreno dentro del aparato estatal.
En 2011 Brasil contaba con 505 policías militares en cargos electivos, entre ellos un senador, 12 diputados federales, 46 diputados estatales y 426 concejales en los ayuntamientos. En 2020 la cifra trepó a 880: dos gobernadores (Rondonia y Santa Catarina), cuatro senadores, 16 diputados federales, 90 diputados en los estados, 50 alcaldes 718 concejales, según un relevamiento de la revista Piauí.
El 80 por ciento de ellos fueron elegidos en partidos de derecha o centro derecha y en la cámara suelen formar parte de la “bancada de la bala” (que propone el armamento de la población para combatir la delincuencia), que suele coincidir con la “bancada de la biblia” (evangélicos y pentecostales) y la “bancada del buey” (de los ganaderos y terratenientes).
En el Congreso elegido en 2014, uno de los más conservadores en la historia de Brasil, que se encargó de destituir a la presidente Dilma Rousseff, la bancada de la bala contaba con el 40 por ciento de los votos en la cámara de diputados.
El peso de los uniformados en la política es mucho más alto que la cantidad de sus integrantes. La suma de policías militares y civiles, y de miembros de las fuerzas armadas activos y jubilados, suman 5,6 millones o el 3,8 por ciento del electorado, pero si se le suman sus familias la cifra alcanza los 18,5 millones, lo que representa casi el 13 por ciento del electorado que es una parte considerable de la base social de la ultraderecha.
Proteger la acumulación
El avance del modelo extractivista sobre los territorios de los pueblos está atravesando cambios veloces, que incluyen nuevos territorios de exploración, nuevos minerales a explotar y por lo tanto modalidades inéditas del extractivismo. Pero aún el modelo hegemónico tiene mucho espacio para seguir avanzando y, por lo tanto, la militarización está lejos de haber encontrado su clímax.
Según el relevamiento del Laboratorio de Estudios de los Movimientos Sociales y Territoriales (LEMTO) de Brasil, orientado por el profesor y geógrafo Carlos Walter Porto Gonçalves, “más del 40 por ciento del territorio brasileño está bajo el uso directo de grupos que, de un modo o de otro, se afirman mostrando que hay una parte significativa del territorio que escapa al control de las oligarquías latifundistas”.
Brasil tiene una superficie de 850 millones de hectáreas. A su vez, hay 110 millones que pertenecen legalmente a territorios indígenas; 100 millones son unidades de conservación, la mitad de ellas bajo control directo de poblaciones tradicionales (seringueiros, quebradoras de coco, pescadores, ribeirinhos, etc.); 88 millones son asentamientos de reforma agraria; 40 millones tierras quilombolas legales y 71 millones a pequeños campesinos con hasta 100 hectáreas de tierra.
En total suman 410 millones de hectáreas fuera del control de las oligarquías de la tierra. Sobre esas tierras está intentando avanzar el extractivismo, en general de forma violenta, a través de bandas armadas, grupos paramilitares y las propias fuerzas armadas que reclaman, desde la dictadura el control, de la Amazonia. Se trata de la alianza con grupos empresariales ligados a la minería, el agro y el hidronegocio, autopistas e hidroeléctricas.
Las gráficas que ofrece el trabajo de LEMTO, muestran que cada vez el Estado está más ausente en las áreas conflictivas. En 2018, hubo casi 1.500 conflictos violentos por tierra, involucrando a un millón de personas y al 5 por ciento del territorio brasileño. En algunas ocasiones se consiguió, según ese informe, encontrar detrás de los grupos violentos que ocupan tierras de campesinos o de indígenas, la presencia de policías militares y de militares como asesores de los mismos.
En Colombia las cosas son similares. Una investigación del senador colombiano Iván Cepeda en 2015, aseguró que “un grupo de compañías petroleras, incluida BP, continuaron financiando la Brigada 16 a lo largo de la década de 2000”, la unidad militar encargada de proteger los oleoductos y pozos de petróleo.
En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador institucionalizó el papel de las fuerzas armadas entregándole grandes obras como el Tren Maya además de aeropuertos y aduanas. En Argentina el gobierno progresista de Alberto Fernández decretó la militarización de las principales obras extractivas.
Algunos analistas definen este tipo de acción armada contra los pueblos como guerra integral de desgaste. Según un folleto de la Red de Defensores Comunitarios en San Cristóbal de las Casas publicado hace 20 años, esta guerra integral se enfila contra los pueblos que resisten al sistema y abren fisuras en la dominación, como el zapatismo, los pueblos mapuche, nasa y los kurdos de Siria, entre otros.
Pueblos en resistencia
En la resistencia al extractivismo y al militarismo las mujeres de los pueblos están jugando un papel muy destacado, que a menudo tiene consecuencias terribles para ellas.
Berta Cáceres, líder indígena de Honduras, feminista y defensora del medio ambiente, fue asesinada en su casa el 3 de marzo de 2016 tras una lucha contra la construcción de una hidroeléctrica en territorio lenca por la empresa DESA. Siete hombres fueron condenados por el asesinato, que según la corte fue ordenado por ejecutivos de DESA. La madre de Berta, María Austra, brindaba servicios de salud a refugiadas salvadoreñas durante el conflicto armado, siendo una influencia decisiva en su hija que hoy es considerada “heroína y custodia de la naturaleza hondureña”, en palabras de la coalición internacional Campaña Mundial por la Educación.
Cáceres se destacó por la denuncia del modelo extractivista y fundó el Consejo Cívico de Organizaciones Indígenas Populares (COPINH), que organizó campañas contra los megaproyectos que afectan a las comunidades originarias en Honduras. También formaba parte de la resistencia contra el golpe de estado militar del 2009. Se definió como una persona que luchaba contra el capitalismo, el patriarcado y el racismo, y denunció la impunidad con la que operan los agentes que reprimen la resistencia de quienes defienden el medio ambiente.
De forma similar, desde 2011, la campesina peruana Máxima Acuña entabló una batalla legal en torno a la propiedad de la tierra contra Yanacocha, una de las mayores minas de oro y cobre del mundo. Ella y sus hijos sufrieron intimidación y hostigamiento, siendo atacados por la policía que demolió parte de su casa. En varias ocasiones, los propios guardias de seguridad armada de Yanacocha destruyeron su cosecha.
En 2016, Acuña recibió el prestigioso premio medioambiental Goldman, en reconocimiento a su tenaz resistencia a la minera y a su defensa de las lagunas. Cáceres había recibido el mismo premio el año anterior.
Asimismo, en la sierra ecuatoriana las mujeres han jugado un el papel central en la resistencia a la minería a través del colectivo Frente de Mujeres Defensoras de la Pachamama. El grupo, conocido como las pachamamas, fue creado en 2008 por parteras campesinas e indígenas de la parroquia de Molleturo, macizo de Cajas, Cuenca, donde más de 30 comunidades resisten la minería y llegaron a quemar el campamento de la empresa china Ecuagoldmining el 8 de mayo de 2018.
Su doble papel de madres y parteras, les permite comprender las urgencias que les impone la defensa de la vida y tienen, además, un contacto estrecho y afectivo con el agua que contaminan las mineras.
En toda la región, la guerra integral de desgaste enfrenta la resistencia de los pueblos que, en la mayoría de los casos, ya no aspiran a tomar el Estado por asalto sino que construyen territorios autónomos, ya sea en tierras recuperadas o en los espacios ancestrales que les pertenecieron como pueblos-nación.
Para enfrentar las autonomías, se vale del instrumento paramilitar, ya que es más delicado que las fuerzas armadas invadan directamente territorios que, en varios países, tienen reconocimiento constitucional.
Sería escandaloso, por ejemplo, que militares uniformados portando las insignias de la nación atacaran mujeres, niñas, niños y ancianos de forma directa para entregarle la tierra de sus comunidades a las empresas multinacionales. Para eso se apoyan en los grupos irregulares que cumplen a cabalidad los mismos objetivos.
El hecho de que en muchos casos utilicen las armas entregadas por los ejércitos, que hayan sido entrenados por oficiales en activo y sigan sus instrucciones pero no vistan sus uniformes, permite confundir a una parte de la opinión pública, eludir a la justicia y neutralizar a las instituciones internacionales, que son más proclives a considerar que esos crímenes son apenas desviaciones de la norma por parte de algún mando descarriado.
El paramilitarismo no sólo es la cara sucia de la militarización, sino que es una solución política para las clases dominantes y para el imperialismo, que les permite superar los límites que supone un mínimo control democrático de las instituciones del Estado-nación. Combinar violencia paramilitar con democracias electorales, implica dejar funcionar las instituciones y las libertades, que esa misma violencia neutraliza para los sectores de la sociedad a los que se quiere imponer un control estricto de sus vidas, espacios y movimientos.
Raúl Zibechi es escritor, educador popular y periodista. Ha publicado 20 libros sobre los movimientos sociales y escribe para varios medios latinoamericanos que incluyen entre otros La Jornada, Desinformémonos, Rebellion y Correo da Cidadania.