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A medida que el presidente electo Andrés Manuel López Obrador se prepara para su inauguración el próximo mes de diciembre en México, él está a un paso de heredar un país que está siendo testigo de su peor crisis de derechos humanos en un siglo. Desde 2006, el número de asesinatos y desapariciones atribuidas a la guerra contra las drogas y al crimen organizado ha superado los 150.000, y 2018 está encaminado a ser el año más violento registrado en la historia de México. López Obrador, o AMLO, recientemente lanzó un plan de cuatro puntos con luz de detalles que describe cómo se propone abordar los profundos problemas de corrupción e impunidad en el poder judicial y policial. AMLO tiene la oportunidad de demostrar que habla en serio en cuanto a tomar un nuevo enfoque para abordar estos problemas, trayendo justicia a las familias de aquellos que fueron desaparecidos durante las guerras sucias de México en la década de 1970.
Ni la violencia ni la impunidad de los altos funcionarios en el México de hoy es sin precedentes. El 2 de octubre de 1968, hace 50 años atrás, las fuerzas policiales y militares dispararon contra cientos de estudiantes en el centro de la Ciudad de México, solo unos días antes de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. Esta masacre marcó el inicio de una brutal guerra sucia entre el gobierno y grupos guerrilleros que se extendió por las ciudades y el campo. En 2002, el entonces presidente Vicente Fox publicó muchos de los archivos militares y de la policía secreta relacionados con la masacre de 1968 y la consiguiente guerra sucia. En lugar de una Comisión de la Verdad, Fox estableció una oficina especial de la fiscalía para determinar si acciones legales eran necesarias o no. Mientras las víctimas recibían esta noticia con mucha esperanza, pronto comenzaron a desilusionarse. Nunca nadie fue llevado ante la justicia a causa de las atrocidades cometidas por los agentes del Gobierno en nombre de la seguridad nacional, y al público se le han dado solo detalles vagos de lo ocurrido, quién fueron responsables y cuántos sufrieron. La oficina especial de la fiscalía fue finalmente disuelta y, desde 2015, la mayoría de los archivos publicados por Fox fueron reclasificados de manera informal. Tanto en el pasado como en el presente, y a pesar de los intentos de las víctimas y sus familias para que los autores de estos abusos sean responsabilizados por sus delitos, poco ha sucedido. Esta falta de responsabilidad se muestra este mes, cuando grupos de la sociedad civil y de las víctimas, en todo México, celebren el 50 aniversario de la masacre de 1968.
Está dentro del poder de AMLO cambiar la forma en que el sistema judicial aborda su largo historia de tolerar, ignorar y encubrir abusos contra los derechos humanos del pasado y del presente. Fuerzas de seguridad del gobierno detuvieron, interrogaron, torturaron, encarcelaron y, en algunos casos, desaparecieron a miembros de estas familias. Lo hicieron en nombre de la seguridad nacional, para castigar a sus familiares y actuar como un símbolo de advertencia y disuadir a otros de unirse a una de las muchas guerrillas armadas que surgieron después de la masacre de estudiantes de 1968.
Un grupo de víctimas—los familiares de los llamados subversivos de las guerras de guerrillas de la década de 1970—ofrecen parámetros claros sobre lo que se podría hacer hoy, en el caso de víctimas inocentes. Hoy, las familias piden reconocimiento oficial de lo que se les hizo y reparaciones por su dolor y sufrimiento. Estas víctimas han esperado casi cinco décadas por algún tipo de reconocimiento legal por lo que les hicieron y AMLO podría ayudarles a encontrar las respuestas y la justicia que han buscado durante tanto tiempo.
Tomemos, por ejemplo, a la familia de Lucio Cabañas, el ex maestro de escuela formado en el colegio de maestros rurales de Ayotzinapa, quien se convirtió en el líder de un grupo guerrillero conocido como el Partido de los Pobres de Atoyac, en el estado de Guerrero. No es coincidencia que esta sea la misma región donde 43 estudiantes fueran desaparecidos el 26 de septiembre de 2014. Los familiares de Cabañas sufrieron colectivamente la ira de las fuerzas militares y policiales que arrasaron el área en las campañas de contrainsurgencia de los años setenta. La familia enfrentó hostigamiento, sufrió innumerables amenazas, fue robada repetidamente y obligada a abandonar sus tierras. Varios fueron llevados a centros de detención en la base militar de Pie de la Cuesta o a prisiones clandestinas en Acapulco y Ciudad de México. Algunos, como el primo de Lucio, Isaías Castro Velásquez, fueron detenidos y nunca regresaron. Los que quedaron atrás, vendieron sus pertenencias y abandonaron sus trabajos para buscar a sus seres queridos desaparecidos. Este hostigamiento continuó incluso después de que el líder de la guerrilla fuera asesinado en un tiroteo en 1974.
La magnitud de lo que esta familia soportó se hizo evidente cuando entrevistamos, a lo largo de los últimos meses, a una docena de sobrevivientes. Los militares detuvieron a Pablo Cabañas, el hermano menor de Lucio, en enero de 1972 y, como él nos dijo, "mi vida cambió por completo". A medida que los soldados lo interrogaban sobre el paradero de Lucio, Pablo nos explicó que ellos "nos abofeteaban, nos golpeaban con un palo, nos daban patadas, descargas eléctricas en todo el cuerpo, dentro de los calzoncillos, casi desnudos, nos metían en barriles de agua fría, sumergían nuestras cabezas, manos y pies atados, nos tiraban al piso para ser pateados dondequiera que cayéramos". Pablo pasó casi seis años en prisión y finalmente fue liberado en 1977. Ha presentado demandas contra el gobierno sobre su encarcelamiento ilegal y testificó ante varios organismos oficiales, incluido el Fiscal General, sin éxito.
Adolfo Godoy Cabañas, primo de Lucio, cuenta una historia similar. Fue detenido, interrogado y encarcelado durante cuatro meses en 1971. En nuestra conversación, explicó cómo su familia había sufrido daños irreparables. Sacó una fotografía de sí mismo de pie fuera de su celda en una base militar en la Ciudad de México. "Esta foto es prueba de mi desaparición".
"Fuimos desaparecidos, pero nuestra familia se rehusó a dejar de buscarnos", explica Bartola Serafín Gervacio, hermanastra de Lucio. Ella pasó dos años detenida en prisiones clandestinas dentro de bases militares en Guerrero y en Ciudad de México, junto con su madre, hermana, hermano, esposo y dos niñas pequeñas. Bartola explica cómo su esposo y su hermano fueron torturados, y cómo ella, las otras mujeres y las niñas fueron puestas en régimen de aislamiento durante meses. Aunque en ese momento solo tenía seis años, la hija de Bartola, Mariela, recuerda su miedo, las pesadillas y los gritos de otros presos siendo torturados.
La familia soportó aún más dolor después de eso—una muestra de lo que muchos otros enfrentaron en esta era brutal. Dos miembros de la familia Cabañas, incluido Lucio, murieron durante el combate entre el grupo guerrillero y las fuerzas de seguridad; otros cinco—cuatro hombres y una mujer—fueron detenidos y posteriormente desaparecidos. Dieciocho de ellos, incluidos hombres, mujeres y niños de diferentes edades, fueron detenidos, torturados y encarcelados por períodos de tiempo que van de horas hasta seis años. Al menos una mujer de este último grupo, María del Rosario Cabañas Alvarado, murió posteriormente por las heridas que sufrió durante la tortura. Hay otros, como la familia Cabañas, cuyos miembros deben ser considerados como víctimas.
Mientras México se prepara para conmemorar el 50 aniversario de la masacre de estudiantes en 1968, AMLO podría separarse de la historia al prometer que el poder judicial finalmente responderá a la familia Cabañas, dándoles el ajuste de cuentas que tanto merecen. AMLO ha demostrado que aprecia el valor de los símbolos en la política. Este es el hombre, después de todo, optó por un recorte salarial del 60% como presidente y pasó horas sentado en un avión comercial en la pista del aeropuerto de la Ciudad de México, mostrando su negativa a utilizar el avión presidencial. Llevar justicia a la familia Cabañas en este aniversario sería una declaración poderosa, aún más porque viene en los talones del aniversario de los cuatro años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Hacer este anuncio a la familia Cabañas en tal ocasión provocara esperanza de que la impunidad ya no es sacrosanta en México y de que el Gobierno es serio sobre abarcar este asunto tanto en el pasado como en el presente. También iría mucho más lejos que el reciente anuncio del presidente Enrique Peña Nieto de que la masacre de estudiantes de 1968 fue de hecho un "crimen de estado". Hubo otros crímenes de estado más allá de lo que sucedió en Tlatelolco que México debe enfrentar. Más allá de reconocer los horrores de Tlatelolco, AMLO debería reconocer lo que les sucedió a las familias afectadas por las campañas de contrainsurgencia de la década de 1970, en la represión de los levantamientos populares en Chiapas y Guerrero en la década de 1990, y en contra de los muchos civiles inocentes atrapados en la actual guerra contra las drogas. Traer cierre a la búsqueda de justicia de la familia Cabañas sería, por lo tanto, un importante primer paso para AMLO, mientras se embarca en un largo viaje para enfrentar la impunidad arraigada que prospera en silencio y relega al olvido el dolor de tantos a lo largo de cinco décadas.
Gladys McCormick es profesora asociada de historia y la Jay and Debe Moskowitz Chair in Mexico-U.S. Relations at the Maxwell School of Citizenship and Public Affairs of Syracuse University. Sus intereses de investigación incluyen la historia política y económica de América Latina y el Caribe, la corrupción, el tráfico de drogas y la violencia política. Es autora de The Logic of Compromise: Authoritarianism, Betrayal and Revolution in Rural Mexico, 1935-1965 (2016, University of North Carolina Press). Actualmente está trabajando en un libro que explora la historia de la tortura en México desde 1970.
Traducido por Jorge Arturo Valdebenito.