En Colombia, el presidente Duque no hace caso a los reclamos de la minga indígena

Miles han participado en protestas y bloqueos como parte de una minga durante un mes en el suroeste de Colombia. Sin embargo, el presidente Iván Duque no accedió a presentarse en la zona para escuchar sus reclamos.

April 16, 2019

Minguero/as esperando la llegada del presidente Duque. (Consejo Regional Indígena del Cauca CRIC)

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El 10 de marzo pasado, comunidades, autoridades, y organizaciones indígenas del suroccidente colombiano se agruparon dentro del territorio ancestral Sat Tama Kiwe, en las alturas del tramo de la carretera Panamericana que une las ciudades de Popayán y Cali. Llegaron alrededor de 15.000 personas, para llevar una Minga por la Defensa de la Vida, el Territorio, la Democracia, la Justicia y la Paz.

De origen quechua, la palabra minga hace referencia a un esfuerzo compartido para el bienestar común. Se asocia al ritmo que rige la vida comunitaria dentro de territorios de propiedad colectiva. En las últimas décadas, la minga ha ido cumpliendo además otra función entre los pueblos indígenas de Colombia. Es el medio a través del cual han manifestado su resistencia frente “al poder invasor” refutado por sus cantos, y su voluntad de contribuir a la construcción de un mejor país.

Esta vez, es frente al presidente colombiano Iván Duque que se erige la contestación. Desde su posesión, en agosto de 2018, y posteriormente, en febrero de 2019, ha sido invitado por las autoridades indígenas, en asocio con organizaciones sociales y populares, para un debate en el Cauca. Aunque las cartas enviadas quedaron sin respuesta, el presidente estaba esperado para el 12 de marzo. Dicho día, el presidente envió ministros pero no llegó. En signo de descontento, la minga bajo, de las faldas de la montaña hacia la carretera. Desde distintos puntos, bloqueó la Panamericana, y de allí el sur del país, durante 25 días.

Al cabo de 27 días de negociaciones y con base en unos acuerdos preliminares entre minguera/os y representantes estatales, se destapó la Panamericana. Sin embargo, la minga siguió en asamblea permanente para esperar a Duque. Aunque finalmente Duque vino a Cauca, la reunión con lo/as minguero/as nunca resultó.

A través de comunicados difundidos en las redes sociales desde su concentración, explicaron la/os mingueros: “Desde el Cauca, Huila, Valle y Caldas proponemos al país creer y construir el proyecto de vida colectivo para el buen vivir de los pueblos, pues el actual nos impone muerte y afecta los planes de vida de todas y todos.”

Y, agregan:

“En esta minga no solamente nos encontramos los pueblos indígenas […] [sino también] sectores campesinos, agrupados en el Proceso de Unidad Popular del Suroccidente Colombiano (PUPSOC) y el Coordinador Nacional Agrario (CNA). Adicional a eso nos unimos al clamor de los camioneros, trabajadores, estudiantes y maestros que ha marchado en tiempos recientes y las movilizaciones ciudadanas en defensa de la JEP [Jurisdicción Especial para la Paz] y el acuerdo de paz que hoy corren el peligro de hacerse trizas.” 

Con estas palabras la/os mingueros se refieren al contexto que ha marcado los primeros meses de gobierno Duque. Vencedor contra Gustavo Petro, candidato de la izquierda respaldado por numerosas organizaciones indígenas, el primer mandatario puso en entredicho la transición de Colombia hacia un periodo de posconflicto frente a las organizaciones de guerrilla, principiada durante el mandato de su predecesor, Juan Manuel Santos (2010-2018). En los fines de 2016, el gobierno de Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarios de Colombia firmaron un acuerdo de paz en un contexto muy polarizado.

En nombre de su oposición a la impunidad, apeló a modificar los términos de las negociaciones pactadas con las FARC hasta la conversión de la organización armada en partido político. Rompió las conversaciones iniciadas con el Ejercito de Liberación Nacional – ELN, y formuló objeciones a la implementación del tribunal conocido como JEP, constituido como parte de los acuerdos para administrar justicia frente a los delitos cometidos en el marco del conflicto armado. Paralelamente, se rodeó de un equipo de colaboradores que se destacan como protectores de la economía neoliberal y la propiedad privada ante los riesgos que representaría el “castrochavismo”, defensores de la familia en contra de la “ideología de género”, críticos asiduos de los acuerdos de paz. No rechazó el fracking y volvió a ordenar fumigaciones aéreas con glifosato, una práctica que paró durante los años de Santos. Desde dicha orilla, el gobierno pretende—no sin la ayuda de Estados Unidos—fortalecer el orden en Colombia. En una Colombia cada vez más desbordada por el desorden en un contexto de “no paz” y en donde los asesinatos de líderes sociales—indígenas—siguen día a día.

Con ello, Iván Duque rápidamente confirmó intensiones que le valieron ser calificado de protegido—o viceministro, o títere— del expresidente y actual congresista Álvaro Uribe (2002-2010). Encarna el regreso de la política que este último impuso con lo que orgullosamente bautizó su “mano firme”, para un plan de gobierno inspirado por su paso previo por la gobernación del departamento de Antioquia. Durante ocho años, se empleó entonces un rígido esquema militar que impedía admitir la existencia de un conflicto armado en Colombia y sin apertura para la negociación, sólo destinado a luchar contra el “narcoterrorismo”. En un ambiente de autoritarismo creciente, el costo fue alto: resultó en la estigmatización de las organizaciones sociales—entre las cuales las indígenas—como “aliados de la subversión;” la multiplicación de los asesinatos de líderes comunitarios y demás inocentes para cubrir “falsos positivos;” y escándalos y denuncias en serie reveladores de la proximidad presidencial con el paramilitarismo.

En materia económica, el gobierno Uribe destacó la estabilidad del crecimiento y el aumento de la inversión extranjera pero también el incremento de las desigualdades y de la pobreza. En nombre del progreso y del desarrollo nacional, se vigorizaron proyectos de entrega del campo a la agroindustria y extractivismos de todos tipos, con las violencias que generan. No solo se agudizaron las exacciones de grupos armados, empleadas para “controlar” zonas al “servicio” de transnacionales, sino también el hambre crónica—el cual, según un estudio publicado por la Fundación Nuevo Arco Iris “se ha concentrado de manera dramática en las poblaciones más abandonadas por el Estado y en regiones donde abundan la biodiversidad y las riquezas mineras y agrícolas”.

Peligros y resistencias

Los mandamientos uribistas tuvieron repercusiones directas para los que la Constitución colombiana de 1991 registra como “grupos étnicos”—indígenas y afrodescendientes—a los que otorga derechos territoriales y políticos con el fin de proteger su integridad cultural y que el Estado debe amparar. Poco tiempo después de su primera elección, Álvaro Uribe había mandado un mensaje claro: “ni un centímetro cuadrado del territorio nacional puede escapar al control del Estado”. Incansablemente lo repitió, poniendo así en entredicho la autonomía—relativa—de dichas comunidades y multiplicando sus choques con ellas. A la vez, los datos que consagran oficialmente el 27% o más de la superficie de Colombia como territorios indígenas deben ser manejados con cuidado y no permiten equiparar los pueblos indígenas con los mayores terratenientes del país, contrario a lo que sugirió Uribe. La existencia de vastos resguardos en las regiones de selva y llanos no impide el problema causado por la exigüidad de los territorios colectivos de la zona andina. Además, por ser ricos en recursos naturales, de difícil acceso y/o aislados de los centros urbanos, los territorios comunitarios despiertan la codicia de muchos alrededor de los megaproyectos y dominios territoriales contrapuestos entre guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, Ejercito y/o Policía Nacional, y demás—exponiendo sus habitantes a violencias cruzadas.

Precisamente para oponerse a la enredada amenaza de las políticas neoliberales y de acciones armadas rivales, empujadas por múltiples bandos ilegales pero también desde la fuerza pública, han ido reactivándose prácticas reivindicadas como actos de resistencia, Gran Minga por la Vida y la Dignidad de 2004, Minga Nacional de Resistencia Indígena y Popular de 2008, Minga de Resistencia Social y Comunitaria de 2009, Minga Indígena Nacional “Por la Defensa de la Vida, el Territorio, la Paz y el Cumplimiento de los Acuerdos [de paz]” de 2017, entre otras. Estas iniciativas se inscriben en la prolongada historia de luchas indígenas en Latinoamérica y, en Colombia, en la continuidad de movilizaciones de organizaciones surgidas desde los 1970s. Con un movimiento que, desde el ámbito localizado de las comunidades, logró fortalecerse y ganar visibilidad en todo el territorio nacional, los pueblos indígenas alcanzaron a compensar un estatus de “minoría minoritaria”—apenas considerados el 1,61 % de la población en el momento del cambio constitucional; 3,4% según el censo de 2005; y hoy amenazados de “exterminio estadístico”, según la Organización Nacional Indígena de Colombia.

El bloqueo minguero en la vía Panamericana. (Consejo Regional Indígena del Cauca CRIC)

Desde entonces, orientaron su propuesta en una doble dirección. Por un lado, condujeron operaciones de recuperación de tierras, reclamos contra la discriminación y peticiones a favor de la expresión de sus derechos, incluso sus modelos de educación y salud, y/o relación al medio ambiente. Demandaron respeto, por parte del Estado y dentro de la sociedad, frente a una legislación que los consideraba como menores de edad y “salvajes para civilizar,” según la Ley 89 de 1890, cuyo contenido racista fue declarado anticonstitucional solamente en 1996.

Pero también, por otro lado, insistieron en la necesidad de una lucha compartida entre quienes propenden por un cambio a profundidad en Colombia, contra la marginalización y la explotación de extensas partes de la población. “Los indígenas de parcelas chiquitas, los terrajeros, los peones y los comuneros estamos todos explotados. Como los campesinos de otras partes. Igual que los campesinos de toda Colombia,”—anotaban las primeras “cartillas” del Consejo Regional Indígena del Cauca preparadas para aclarar su acción.

Hoy en día, las reivindicaciones indígenas se respaldan en la validación de la nación colombiana como pluriétnica y multicultural. Las exigencias mingueras se centran en la debida aplicación de dicho principio y, con ello, la concretización de acuerdos regularmente “acatados pero no cumplidos,” como indican lo/as minguero/as, por los gobiernos sucesivos. Por ejemplo, el Decreto 1811 de 2017, firmado por el expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018), para poner a funcionar el Decreto 982, firmado una década antes por el expresidente Andrés Pastrana (1998-2002), sobre “la emergencia económica, social y cultural del Cauca”. Con estos decretos, se buscaba supuestamente contribuir a la solución de una larga lista de problemas que afectan a la población indígena del Cauca, como territorialidad, medio ambiente, paz y derechos humanos, economía propia, salud propia y seguridad alimentaria, educación propia, vivienda y agua potable, cultura, familia, desarrollo económico, comunicación propia, y justicia. Desde entonces, pasaron los años. No ha pasado mucho más, lo/as minguero/as afirman.

Paralelamente, la/os minguera/os proponen rebasar preocupaciones ligadas solamente a los destinos indígenas. Tal como, con el nacimiento de sus organizaciones regionales y nacionales, las comunidades indígenas esperaban unir fuerzas con quienes enfrentaban sus mismas preocupaciones, las mingas quieren ofrecerse como oportunidades para diálogos con diversos actores y organizaciones sociales: entre otros, afrocolombiana/os, campesina/os, mujeres, estudiantes, militantes de la izquierda en general, a favor de menos desigualdades, para un mejor cuidado del medio ambiente y para defender la paz. En este sentido, la minga quiere ser unidad indígena, pero también un movimiento más amplio social y popular para combatir frente a un Estado que no cumple con sus obligaciones constitucionales.

Mantener el equilibrio entre unos y otros de los grupos en presencia constituye probablemente uno de los mayores retos para las mingas—así como para los movimientos sociales en general. De hecho, desde los espacios que las mingas han propiciado para conversaciones con los gobiernos regionales y nacional, ha podido percibirse una tensión entre el hacer valer los derechos adquiridos por los pueblos indígenas, en nombre de su especificidad étnico-cultural, o comprometerse y mantenerse, dentro de una perspectiva más amplia, en una lucha contra el capitalismo y los flagelos que conlleva: desigualdad, colonialidad, explotación, extractivismo, racismo, y sexismo, por citar algunos.

De allí, la dinámica minguera refleja el debate suscitado por el equilibrio de las demandas y de las políticas públicas, entre reconocimiento y redistribución. La situación se vuelve aún más compleja cuando, conjuntamente, los entes estatales acuerdan un trato desde la referencia a un “enfoque diferencial” para algunos de los colectivos que participan de las alianzas sociales, pero no a todos: por ejemplo desde la oficina del Ministerio del Interior explícitamente dedicada a los “asuntos indígenas” . Asimismo, la dinámica de unidad corre el riesgo de volverse precaria frente a las posibilidades limitadas de negociaciones conciliadas por separado—y no con todos—por parte del Estado. Por último, la cuestión territorial sigue tan sensible que en algunas ocasiones ha podido oponer comunidades indígenas entre sí, frente a comunidades afrodescendientes y/o frente a comunidades campesinas.

Pese a dichas dificultades, queda por recordar cómo, detrás de apelaciones cambiantes de una minga a otra, estas se piensan como capítulos de un mismo proceso, recorrido extendido desde el cual, como inspiran sus lemas, se reflexiona, intercambia y comunica desde “las contradicciones, la experiencia y las aspiraciones más diversas”.

Adicionalmente, fruto de los levantamientos por las vías de hecho, han ido abriéndose canales de representación para las organizaciones indígenas—por ejemplo, en el marco de la Mesa Permanente de Concertación—que, a partir la institucionalidad, se suman a una proyección de las organizaciones indígenas en la esfera electoral, tangible desde los noventa. Frente a unos y otros de estos ámbitos de interacciones, la/os minguera/os insisten en plantear relaciones “de gobierno a gobierno”, en las que sus autoridades hacen frente a los representantes estatales. De esta forma, a falta de impedir la persistencia de peligros alrededor de sus proyectos de vida, las comunidades indígenas han logrado mantener una posición sólida y resistir a los riesgos de su absorción—y desaparición—a cambio de su reconocimiento.

Duque no llegó

Durante cuatro semanas la/os minguera/os persistieron en exigir un encuentro con el presidente, desde el Cauca. Durante el mismo tiempo, el presidente no atendió sus llamados. Más bien, intervinieron escuadrones móviles antidisturbios y de carabineros de la Policía Nacional y Ejercito, para la “garantía” del orden público. Y Duque refirió a la ilegalidad de bloquear carreteras e impedir el paso. Como en ocasiones anteriores, la minga fue acusada de estar filtrada por la insurgencia armada—en este caso, disidentes de las FARC desmovilizadas. Como en ocasiones anteriores, la minga rechazó las acusaciones. Se contabilizan víctimas por lado y lado, hasta sumar varios heridos y muertos, además de sospechas de una masacre tras una explosión entre miembros de la guardia indígena. Y en días pasados, volvieron a circular panfletos de amenazas de muerte contra la/os minguera/os.

Los gremios pidieron no ceder ante la presión. Por su parte, gobernadores de departamentos afectados por el bloqueo exhortaron al presidente a desplazarse hasta el territorio indígena para establecer canales de comunicación con la minga, frente al carácter excepcional de la situación y sus efectos en la región. En otras ocasiones, por ejemplo en el 2008, después de varias semanas de inflexibilidad frente a la presión, el “implacable” Uribe había terminado yendo hasta el Territorio de Convivencia, Diálogo y Negociación de La María en el Cauca, donde estaban reunidos la/os minguera/os. Esta vez, prefirió “twittear” contra una minga según él “apoyada en el terrorismo”. Por su parte, el presidente finalmente anunció su ida al Cauca.

Hasta con humor, se hizo énfasis en la preocupación mayor del presidente hacia Venezuela que por los asuntos a tratar en el marco de la movilización, y se mandó decir que Duque no puede ir al Cauca porque “está ocupado (…) con Guaidó”. O se llamó a Guaidó, para que viaje al Cauca, para que el gobierno reaccione.

Duque finalmente llegó a Cauca en los principios de April, donde estuvo varios días para reunirse con autoridades locales. Paradójicamente, la cita con la minga resultó en desencuentro. El 9 de abril, Duque dejó que /os minguera/os lo esperaran en la plaza principal del pueblo, y no se presentó.

En semejantes circunstancias, e independientemente de si vayan a agenciarse o no otros espacios de discusión, queda más que probable que la minga—aún—se irá “de largo” en sus esfuerzos por la defensa de la vida, el territorio, la democracia, la justicia, y la paz.


Virginie Laurent, actualmente Visiting Scholar del Center for Latin American and Caribbean Studies de la Universidad de Nueva York, es profesora asociada del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes en Bogotá (Colombia) e investigadora asociada del Centre de Recherche et de Documentation des Amériques en París (Francia). Trabaja sobre movilizaciones sociales y políticas indígenas en Colombia y la región andina.

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