El viernes 26 de julio el barrio La Cota 905 en Caracas volvió a ser noticia por el enfrentamiento armado vivido por horas – entre las 8 de la mañana y después de las 11:30 am— entre agentes de las fuerzas del orden, específicamente el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas, CICPC, y miembros de los grupos criminales que viven en el sector. La confrontación armada produjo una intensidad de respuestas en las redes sociales y noticieros digitales. Después de tres horas de combate, los agentes policiales debieron retirarse y cuatro agentes quedaron heridos. Las reacciones en las redes criticaban la retirada, acusando la debilidad del gobierno y la preponderancia armada de los grupos criminales. No se escucharon voces que preguntaran por los niños o mujeres, o en general los vecinos de la comunidad subyugados por el enfrentamiento. Un silencio que resulta ensordecedor pues revela la indiferencia ante el sufrimiento de mujeres y niños de los sectores populares en esta ciudad.
Esta confrontación con el CICPC sucede precisamente cuatro años después de haberse inaugurado en ese mismo vecindario, el 13 de julio de 2015, el operativo militarizado masivo que Nicolás Maduro bautizó en su alocución de esa tarde como Operativo de Liberación del Pueblo (OLP). El operativo, dijo, estaba destinado a enfrentar a las “bandas criminales, al paramilitarismo y el narcotráfico colombiano”. La intervención inaugural de la OLP resultó en una matanza: catorce hombres muertos dejó la invasión. Y desde julio del año 2015 hasta julio del año 2017, que se estableció una tregua entre los grupos criminales y funcionarios gubernamentales, cada semana, la comunidad fue sometida a irrupciones en las que penetraban masivamente los funcionarios con armas y encapuchados. El choque armado de julio de este año, sucede veintidós días después de ser publicado el informe del Alto Comisionado de los Derechos Humanos para la Organización de las Naciones Unidas en el que explícitamente se adopta un enfoque de género y se recomienda al gobierno de Nicolás Maduro disolver el cuerpo policial que heredó la lógica de los operativos de la OLP, las Fuerzas de Acción Especiales de la Policía (FAES) creadas en julio 2017.
Si bien los hombres viven la violencia extrema de las ejecuciones extrajudiciales o ejercen ellos mismos la violencia armada, es necesario destacar los padecimientos invisibilizados de las mujeres, en especial en su rol de madres. Las luchas de las madres permanecen anónimas y acciones conversacionales como los gritos, las conversaciones y los chismes son sus principales recursos en la micropolítica de sus vecindarios. Estos operativos que expresamente dicen “enfrentar a la criminalidad”, secuestran a las comunidades, y en especial a las mujeres en su rol de madres, las capacidades discursivas y espacios de poder para reivindicar sus necesidades y las de sus familias. Les arrojan en consecuencia a situaciones de extrema subyugación por la dominación armada erigida por los grupos criminales para responder a la escalada, sometiendo a sus hijos a su vez a socializaciones profundamente autoritarias y violentas.
Nuestras reflexiones provienen de conversaciones y observaciones que hicimos en la comunidad con las mujeres y niños durante un año. Lo primero que nos llamó la atención es que en efecto existe un patrón de acción de los agentes policiales, como muy bien lo sintetiza una de las mujeres con quienes conversamos: “ellos irrumpen, entran así a la fuerza, roban lo que tienen que robar, matan lo que tengan que matar. Después, hacen como quién dice, su show, su espectáculo. Y que hay un enfrentamiento, ¡zumban tiros al aire! Ellos mismos dicen que es un enfrentamiento para justificar su operativo. Tienen que llevar diez, quince muertos. Y dicen: ¡Es un operativo exitoso! ¡vinieron al barrio, lo limpiaron, entre comillas, y se fueron!”. Nos contaron que separaban a los hombres de las mujeres para que estas no vieran la matanza de los varones. Las mujeres narraron juntarse, resistir que les lleven y maten a sus hijos, hermanos o maridos. Gritar. Algunas relataron abalanzarse a los agentes. Contaron que las insultan llamándolas en los casos más decentes “chismosas”, “alcahuetas” porque ellas son las voces que denuncian la atrocidad y buscan proteger a sus familias del terror oficial. Un patrón de expoliación también se hizo evidente: sistemáticamente como botín de guerra les robaron comida; equipos electrodomésticos; celulares, tablets.
Y todavía más, este patrón de acción se halla tan instalado y expandido que en el informe del Alto Comisionado de los Derechos Humanos para la Organización de las Naciones Unidas se reporta igualmente esta lógica de acción ahora en el FAES, descrito por los familiares de las víctimas entrevistadas: “Las familias de las víctimas describieron cómo las FAES irrumpieron en sus hogares, se apoderaron de sus pertenencias y ejercieron violencia de género contra las mujeres y las niñas, incluyendo la desnudez forzada. Las FAES separarían a los hombres jóvenes de otros miembros de la familia antes de dispararles. Según sus familiares, casi todas las víctimas habían recibido uno o más disparos en el tórax.
Pero en el modo de guerra establecido por el gobierno, los “malandros” del sector activan en reciprocidad el modo de guerra. Y si bien procuran ganarse a las vecinas con favores y prebendas, también las someten a su yugo armado. En esta supuesta guerra hay colaboraciones con sectores militares que facilitan las granadas para responder, exponiendo a las mujeres y a los niños en la vida cotidiana a este armamento de guerra. La experiencia de un estado de excepción se experimenta en este doble yugo armado entre el poder oficial y el poder local. Y si las mujeres reunidas resisten gritando y protegen a sus familiares de los agentes policiales, quedan forzosamente sometidas y enmudecidas ante el poder armado local. Una mujer de manera ilustrativa nos decía: “aquí vivimos como los animalitos de la selva, como el monito: no veo, no oigo, no hablo. Ellos zumban tiros y uno no puede decir: ¡mira, no estés tirando tiros en el medio de la puerta de mi casa! Vivimos como los animalitos camuflados, para que no nos vean, no nos coman, no nos ataquen”. Y en efecto, la sospecha de delación, o, dicho de otra manera, de chismes que circulan hacia afuera y hacia las autoridades se paga con la vida. Un evento aleccionador espectacular lo dejó claro a las mujeres: una mujer fue quemada en un espacio público de la comunidad por “chismosa”. Y este evento nos fue múltiples veces narrado por las mujeres de la comunidad.
La situación de estas mujeres contrasta con la de mujeres en otra comunidad en la que hemos trabajado, en la que, si bien tiene un largo historial de abusos policiales, no ha vivido la devastación de las invasiones de operativos militarizados. Por el contrario, ha existido una larga tradición de presencia de organizaciones religiosas y educativas así como de organización comunitaria para la resolución de los problemas comunes. En esa comunidad, las mujeres reunidas y en acción coordinada pudieron regatear espacios de poder para maniobrar pactos mínimos con los grupos armados locales. En una suerte de eficacia colectiva clandestina, lograron espacios libres de armas y regular las confrontaciones armadas. Precisamente, las mujeres apoyadas por las organizaciones locales narraron utilizar recursos conversacionales y discursivos que forman parte de la micropolítica del vecindario: conversaban, gritaban, regañaban y confrontaban a los varones cuando tenían armas en los espacios públicos. El chisme era el mecanismo que por excelencia controlaba las acciones de los varones armados y la amenaza de denuncia –aunque no se cumpliera-- les permitía machacar sus espacios de poder. Sin duda, como nos recuerda el conocido trabajo de Charles Tilly, las conversaciones pueden ser entendidas como procesos políticos en los que permanentemente se negocian las identidades, los proyectos y los cursos de acción de la vida social. Las mujeres en este barrio se hallaban persistentemente en esta discusión.
Las madres tienen un rol protagónico en la eficacia colectiva comunitaria, entendida como la capacidad de la acción coordinada para ocuparse de temas comunes en el vecindario (siguiendo al sociólogo R. J. Sampson), pues son ellas las que pasan el día en la comunidad. De allí que resulta fundamental el soporte de recursos y organizaciones sociales que permite a las mujeres incrementar su capacidad de acción conjunta para lograr espacios de poder para garantizar así entornos de mayor bienestar para sus familias y la comunidad. No se trata de recargar a las mujeres con asuntos que son el atributo más básico del Estado —la pacificación, la preservación de la vida, y de la integridad persona—, ni de relegar a las mujeres al rol de madres, pero si valorar la utilización estratégica del rol de madres por parte de las mujeres para cuestionar las relaciones de poder en sus vecindarios así como potenciar sus recursos para el control social informal a través de todas las maniobras discursivas típicas del rol de las madres: el regaño; el chisme; la conversación, que forman parte de la micropolítica barrial.
Estudios en la región latinoamericana y en particular en Colombia como los de Ana Arjona, revelan que en comunidades en las que existe presencia y tradición de organizaciones cívicas e instituciones para la resolución de conflictos, éstas comunidades tienen un poder de acción coordinada y conjunta que les permite resistir con mayor fuerza el orden de dominación pretendido por actores armados paraestatales y en todo caso regatear espacios de poder. Por el contrario, y si se quiere, de manera complementaria, otros trabajos como el M. J. Wolff en Rio de Janeiro, describen cómo los vecinos acostumbrados a los abusos masivos de las invasiones militarizadas, quedan muy vulnerables a la dominación del grupo criminal obligándoles a someterse y establecer perversas alianzas con los actores armados
La experiencia de Caracas revela como las políticas de militarización de la seguridad ciudadana dejan a las madres más desamparadas, sometidas a un poderío armado y desprovistas de los recursos de los que tradicionalmente se valen para negociar mejorías comunitarias. Este es un peligro inminente en el país si recordamos que semanas después de ser publicado el informe del Alto Comisionado de los Derechos Humanos —en el que como subrayamos, se recomendó expresamente la disolución de las Fuerzas de Acción Especial de la Policía FAES, la instalación de mecanismos para la investigación de las ejecuciones extrajudiciales y procesos de reparación a las víctimas—, Nicolás Maduro apareció en un acto oficial afirmando: “Todo el apoyo para las FAES en su labor diaria para darle seguridad al pueblo de Venezuela, ¡que viva el FAES!”.
Pero es también un riesgo que se expande en la región si observamos el apoyo que presidentes —sin distinción política—, como el brasilero Jair Bolsonaro o el mexicano Manuel López Obrador, están otorgando a la militarización de la seguridad ciudadana en sus países, secuestrando así las potencias de la eficacia colectiva femenina y sometiendo a las mujeres y a los niños a la escalada de armamento letal y a los poderes más primitivos y arbitrarios del yugo armado oficial y local.
Verónica Zubillaga es doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina. Se desempeña como profesora de la Universidad Simón Bolívar y es miembro fundadora de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN) en Caracas.
Juan Francisco Mejía trabaja por Caracas Mi Convive.
Este artículo se basa en los hallazgos de la investigación titulada: “Estudio sobre el impacto de la proliferación de armas de fuego, las economías ilícitas y la militarización de la seguridad ciudadana en la ocurrencia de homicidios en Venezuela.”