Multitudinarias protestas estremecieron a Chile las últimas semanas. Lo que comenzó como un movimiento de estudiantes contra el aumento del pasaje, rápidamente se transformó en una revuelta nacional contra la desigualdad económica, el alza en el costo de la vida, y el modelo neoliberal: la piedra angular de la presumida estabilidad y éxito económico chileno. El presidente de derecha, y multimillonario, Sebastián Piñera inicialmente desestimó a quienes protestaron calificándolos como vándalos ordenando a los militares a ocupar las calles con tanques y ametralladoras. El 19 de octubre, Piñera declaró toque de queda y estado de emergencia – por primera vez en Chile que se decretaban estas medidas en respuesta a protestas sociales desde el retorno a la democracia en 1990–. Mientras tanto, las protestas se han expandido mas allá de Santiago. Gente de todas las edades golpearon sus ollas y cacerolas para expresar su descontento contra la elite política y exigir un futuro mas digno.
Si las desigualdades creadas por el neoliberalismo en Chile son de larga data, ¿por qué ahora? ¿por qué el pasaje del metro se convirtió en el catalizador de las protestas? Aunque no se puede reducir el levantamiento a una sola causa, vale la pena preguntarse por qué el metro fue el detonador de las protestas y foco de los primeros actos de violencia. El metro de Santiago es el más grande de Sudamérica que, gracias a su rápida expansión en los últimos años y sus tres próximas líneas, se le considera la joya del sistema de transporte urbano de América Latina. Sin embargo, el descontento popular de estas últimas semanas detuvo el sistema por varios días, dañando cerca de 80 estaciones y con un costo cercano a los $300 millones de dólares.
Si el metro ha sido tan exitoso, ¿por qué fue el detonador de las protestas? Desde que fue inaugurado bajo Pinochet en 1975, el metro de Santiago ha servido como un microcosmos de la sociedad chilena. Irónicamente entre más exitoso ha sido – más eficiente, moderno y productivo a ojos de los expertos técnicos--, mayor presión ha ejercido sobre sus trabajadores y pasajeros. La historia del metro de Santiago refleja el alto precio que ha pagado la población por el milagro chileno.
Consecuencias del Neoliberalismo
Tal como los manifestantes lo señalaron desde un comienzo, este torrente de indignación no fue solo por los treinta pesos, suma -ahora abolida- del aumento del pasaje, sino por treinta años de políticas neoliberales que han hecho de Chile el consentido de los inversionistas extranjeros mientras, al mismo tiempo, la población sufre intensamente las desigualdades. Desde el retorno a la democracia, los gobiernos chilenos, tanto de centro-izquierda como de derecha, han consolidado el modelo de economía de mercado implementado por la dictadura. El gobierno de los Estados Unidos, que apoyó encubiertamente los esfuerzos de los militares de debilitar el gobierno de Allende, recibió efusivamente al nuevo régimen militar, a pesar de las graves violaciones a los derechos humanos que incluyeron el asesinato de más de 3,000 personas, y la tortura y detención de miles de personas.
En este ambiente de extrema violencia estatal y anticomunismo, Pinochet invitó como nuevo equipo económico a un grupo de economistas chilenos llamados Chicago Boys por sus vínculos con la Universidad de Chicago. Estos economistas buscaron reducir drásticamente el rol del Estado para expandir las relaciones de mercado en la sociedad chilena. El lucro se convirtió en el principio que guío las inversiones estatales, mientras, al mismo tiempo se eliminaron los derechos de los trabajadores y se privatizó el sistema educativo, de salud y de pensiones– temas de las actuales movilizaciones. Cuando el nuevo gobierno democrático asumió el poder en 1990, estaba convencido que este modelo debía ser mantenido. Si bien es cierto que la coalición de centro izquierda (1990-2010) introdujo reformas que permitió reducir los niveles de pobreza, también profundizó las desigualdades del modelo neoliberal.
Estas observaciones no son nuevas. Mucho antes del comienzo de las protestas de las últimas semanas, para mucha gente, y para muchos académicos, era evidente que el país estaba desgarrado por profundas tensiones sociales, y que se había pagado un alto precio por el milagro chileno. Los masivos movimientos estudiantiles del 2006 y 2011 demostraron las injusticias de un modelo de educación privatizado. En los últimos años, movimientos de protesta contra las pensiones, la desigualdad de género y un sistema educacional desfinanciado han mostrado el profundo descontento que existe entre los chilenos.
Sin embargo, la revuelta sorprendió a los políticos chilenos. El día previo a la masiva acción de los estudiantes que desembocó en violentas confrontaciones y destrucción de estaciones de metro, bancos, y supermercados, Piñera se refirió a Chile como un “oasis” en América Latina, libre de recesión y disturbios. Mientras el metro de Santiago ardía la noche del viernes, Piñera fue fotografiado cenando en una pizzería en un acaudalado barrio de la capital. La respuesta del gobierno – el despliegue de fuerzas militares en las calles, el arresto de miles de manifestantes, y la criminalización de la protesta – han evocado las peores memorias de los años de Pinochet y la reticencia del gobierno a enfrentar las causas del descontento.
La Historia Detrás del mMetro
Mucho antes que comenzara la construcción del metro en 1969, el transporte urbano era reconocido como un problema social y político complejo que podía acarrear graves repercusiones. En 1949, la revolución de la chaucha – una revuelta en Santiago contra el alza del pasaje del transporte público – demostró que el transporte urbano era un tema candente. Esta protesta espontánea de 1949 tiene muchas cosas en común con la situación actual: comenzó a partir de un movimiento de estudiantes que se expandió rápidamente a otros sectores sociales y a los trabajadores. También incluyó actos de violencia contra buses y otras obras de infraestructura urbana, el gobierno acusó a los agitadores de provocar el conflicto --en este caso, el ilegalizado Partido Comunista—en vez de aceptar las protestas como expresión legítima de descontento social.
Ocho años después, una nueva alza en el transporte público provocó la sangrienta Batalla de Santiago. Al igual que la revolución de la chaucha y las protestas de estas semanas, en 1957 los sectores populares protestaron contra el impacto de las políticas económicas. Estas políticas, promovidas por un grupo de expertos norteamericanos, conocidos como la misión Klein-Sacks, aconsejaron al gobierno implementar estrictas medidas de austeridad. Estas medidas buscaban controlar la inflación, mientras los pobres, nuevamente, tuvieron que asumir las consecuencias. Al igual que las protestas de hoy, la revuelta de 1957 se expandió mas allá de la capital e incluyó a las ciudades de Valparaíso y Concepción.
En la década de 1960, urbanistas en Chile y en el extranjero comenzaron a utilizar la amenaza de la crisis del transporte urbano para justificar masivas intervenciones urbanas que incluían la construcción del metro. Los migrantes rurales llegaban en masas a las ciudades en Chile y en toda América Latina, empujados por la miseria que existía en el campo y la esperanza de un futuro mejor. En el medio del rápido crecimiento urbano, los problemas de transporte se agravaron aún más. Después de visitar Santiago en 1965, Melvin Webber, urbanista norteamericano, señalaba que “El descontento popular con respecto al servicio de transporte es real. Es real, pues expresa una insatisfacción muy profunda y potencialmente explosiva”.
Sin embargo, entre la planificación del metro en la década de 1960 y la inauguración de las dos primeras líneas en 1975 y 1978 algo cambió. El metro pasó de ser un sistema diseñado para los trabajadores y la clase media a uno que se centró principalmente en la clase media. La implementación de las políticas neoliberales a mediados de la década de 1970 preparó este cambio. En vez de invertir en un sistema para expandir el metro a los barrios populares, como había sido planeado bajo los gobiernos de Frei (1964-1970) y de Allende (1970-1973), bajo Pinochet se buscó equilibrar el presupuesto del metro priorizando los usuarios que podían pagar tarifas más altas. En estos años el metro también enfrentó cortes extremos de presupuesto que significó que sólo dos líneas operaran hasta 1990. Mientras tanto la gran mayoría de la población continuó usando el sistema privado de buses, el cual fue a su vez desregulado por los economistas de Pinochet. Como resultado de la colusión de los operadores del transporte urbano, el pasaje continuó subiendo y, aunque algunos buscaron integrar el metro y el sistema de buses que atravesaba gran parte de la ciudad, esto fue políticamente imposible bajo Pinochet.
Al final de la dictadura, este sistema dual de transporte urbano permanecía intacto. Aquellos que podían pagar viajaban en el metro mantenido por el Estado, el cual los militares presentaban como un ejemplo de lo que un gobierno autoritario podía lograr. Pero, la mayoría de la población continuaba utilizando los buses, los cuales eran ampliamente criticados por su ineficiencia y peligrosidad, y por ser una de las fuentes mayores de contaminación.
Con la transición a la democracia en 1990, el metro volvió a girar. Pasó de depender del Ministerio de Obras Públicas a ser una sociedad anónima estatal – un cambio que los economistas neoliberales habían buscado por largo tiempo bajo Pinochet. Este cambio precarizó las condiciones de trabajo, facilitando la subcontratación de trabajadores. Desde los años ochenta, el metro tenía prohibido recibir subsidios estatales para su operación. Ahora, como corporación estatal la obtención de beneficios pasó a ser mucho más importante. Personajes como Óscar Guillermo Garretón – conocido por su pasado como dirigente de izquierda, y ahora un socialista renovado—se referían al metro explícitamente como una entidad similar a una empresa privada. Al igual que los nuevos gobiernos democráticos, el metro comenzó a proyectar una imagen moderna y económicamente solvente. Sin embargo esta eficiencia se logró en gran parte a costa de la precarización del empleo –subcontratación – y de los pasajeros- quienes pagaban los pasajes para cubrir los gastos de operación.
Esta fórmula parecía funcionar, al menos para los políticos y expertos a cargo de las operaciones del metro: más pasajeros apretados y más trabajadores subcontratados para mantener la reputación del metro como una empresa eficiente, lo cual aseguraba a su vez los fondos para nuevas construcciones. El metro se expandió considerablemente a finales de los años noventa y comienzos del 2000 con dos nuevas líneas (4 y 5). Estas nuevas líneas tenían que hacer más con menos. Por ejemplo, se optó por construir viaductos elevados porque era mas barato que el tren subterráneo.
El sistema de transporte de Santiago experimentó un nuevo cambio en 2007, con la controvertida reforma del Transantiago que integró el metro con las líneas de buses privados. De la noche a la mañana, el número de pasajeros se duplicó. Ahora el metro no era autónomo; tenía que subsidiar los constantes problemas de los buses privados que luchaban además contra los altos índices de evasión de pasaje. El fracaso del Transantiago generó una ola de protestas entre los pasajeros y aumentó las presiones sobre los trabajadores. En vez de introducir cambios radicales, el gobierno de Michelle Bachelet continuó ajustando el sistema. Con el Transantiago, el metro se convirtió en la columna vertebral de la ciudad, y su importancia en la ciudad ha contribuido a justificar su expansión.
El Metro como Microcosmos
Al enfocarse exclusivamente en los resultados financieros – el sentido común neoliberal que ha predominando en Chile desde fines de los años setenta – la gerencia del metro ha ignorado algunas lecciones cruciales del pasado. En primer lugar, el transporte público no se trata solo de que funcione bien desde el punto de vista de ingenieros y economistas, sino desde la dignidad de la gente. Esto es igualmente cierto en otros ámbitos que han generado descontento en Chile: no es suficiente que los expertos y los políticos decidan que un sistema es eficiente. Debe también responder a las necesidades reales y demandas de la población mas afectada.En segundo lugar, al ser un símbolo del Estado chileno, el metro es un blanco poderoso para quienes protestan. Artistas y músicos disidentes en Chile lo reconocieron durante la dictadura. Los directores del metro, por su parte, han constatado que desde 2007 el sistema es esencial para el funcionamiento diario de la ciudad. Precisamente por su importancia – tanto para los pasajeros como para el Estado chileno y su imagen elaborada con mucho cuidado para los inversionistas extranjeros—el metro es un sitio potente para las protestas. La forma tradicional de hacer política, como el panel de expertos que decidió establecer el -ahora suprimido- aumento del pasaje, no es más que un pobre sustituto de participación popular para aquellos que sufren los problemas del transporte urbano. Finalmente, el metro de Santiago ha representado por años las contradicciones del Chile contemporáneo. Proclamado como una gran inversión hacia el mundo exterior -recientemente con la construcción de las líneas 3 y 6 y los planes para la línea 7- el éxito del sistema se hizo a expensas de los pasajeros y los trabajadores. El metro, y las grandes protestas de estas semanas, revelan la arrogancia de los expertos y políticos quienes están desconectados del pueblo y sus luchas cotidianas.
La situación en terreno en Chile evoluciona con gran rapidez. Mientras las protestas llegan a su tercera semana, manifestaciones masivas en Santiago, Valparaíso, y otras ciudades a lo largo de todo Chile exigen cambios estructurales, mientras Piñera responde con dificultad. Organizaciones de derechos humanos han documentado casos de uso excesivo de la fuerza por parte de agentes del Estado, y un gran número de videos han demostrado la brutalidad de las fuerzas militares. Al menos 20 personas han muerto en los actos de violencia de las últimas semanas, cientos han sido heridos y hay miles de detenidos. Si bien el futuro es imposible de predecir, las protestas han cambiado indiscutiblemente la narrativa nacional. Las élites políticas y los expertos ya no pueden pretender hacer oídos sordos a las demandas del pueblo.
Andra B. Chastain es profesora asistente de historia en la Universidad del Estado de Washington, Vancouver, y obtuvo su doctorado en historia latinoamericana en la Universidad de Yale. Actualmente está terminando un libro sobre la historia del metro de Santiago, el cual se basa en años de investigación con archivos y fuentes orales.
Gracias a Angela Vergara y Rodrigo Henriquez por la traducción.