Este articulo fue publicado originalmente en inglés en la edición impresa de NACLA.
“¡Déjennos vivir!” Así concluyó el venezolano Jorge Tarazona su llamado al gobierno y al pueblo norteamericano cuando lo entrevistamos en junio de 2019. Exigía que se detenga una política asesina – las sanciones – que ha privado a Venezuela de los recursos necesarios para importar medicinas, aparatos médicos y alimentos. Jorge ha experimentado de cerca los impactos. Su niña de tres años, Desiree, tiene una enfermedad seria de los ganglios y no ha podido conseguir el tratamiento necesario en su país. Las sanciones están “matándonos, a nuestros hijos y a nuestros ancianos,” dijo Jorge.
Las sanciones fueron iniciadas por Obama y extendidas por Trump abarcando a todo el sector público venezolano. Las sanciones financieras de 2017 han contribuido a decenas de miles de muertes, según un análisis del Centro de Investigación en Economía y Política en Washington, y es probable que las petroleras de 2019 hayan tenido impactos aún más graves. Poner fin a esa política, y a otras parecidas, es el punto de abordaje más inmediato para cualquier política exterior justa de Estados Unidos en América Latina.
Pero la exigencia de Jorge también nos invita a reflexionar: ¿En qué (más) consistiría una política exterior realmente justa? Dejar vivir a América Latina significa no sólo terminar con la intervención directa, sino también establecer las estructuras para un desarrollo equitativo, democrático y sostenible.
Es una pregunta compleja, y nosotros dos no somos capaces de dar una respuesta completa. Empecemos al pensar en unos principios generales que pueden orientar la formulación de esa política justa. Es decir, ¿qué valores nos deben guiar en esta discusión? En la actualidad, la política exterior es determinada por una pequeña cúpula de élites tomando decisiones con consecuencias graves para toda la humanidad, sin participación efectiva del pueblo estadounidense, y más aislada aún de las opiniones de quienes no son ciudadanos estadounidenses.
El primer valor importante, a nuestro juicio, es que cada quien debe poder influir en el debate en la medida que se vea afectado por una decisión. Este principio es parte central de la escuela de “economía participativa.” En esta lógica, las opiniones de Jorge y Desiree en cuanto a la política hacia Venezuela llevarían mucho más peso que las opiniones del Norte, sean de los congresistas y empresarios o de los ciudadanos allá. También llevarían más peso que las opiniones de la clase alta venezolana, la cual se puede proteger mucho mejor de los impactos de las sanciones. Cabe notar la diferencia entre este principio y la democracia clásica, la cual típicamente se define como el reino de la mayoría sin importar las asimetrías en los impactos y en las necesidades. También se distingue de la democracia burguesa en tanto que implica un proceso colectivo deliberativo que incluya directamente a las voces marginadas.
Un segundo principio es que cada quien tiene que cumplir con sus responsabilidades históricas. Si la política de Estados Unidos contribuye a la muerte de un paciente venezolano, Washington tiene que pagar una reparación correspondiente. Si un gobierno o una empresa contribuye al caos climático, y así a la muerte y al desplazamiento de millones de personas inocentes, tiene que responder por ese crimen.
Una política basada en estos principios involucraría, primero, el término de todo intervencionismo ilegal. Segundo, consistiría en medidas de reparación que van mucho más allá de lo que requieren los marcos legales actuales. Las propuestas siguientes deben mucho al análisis y a la praxis surgidos de los movimientos antiimperialistas, anticapitalistas y autogestionarios en la región, desde las comunidades zapatistas en Chiapas, a las comunas en los barrios venezolanos, a las fábricas democráticas en Argentina.
Dejar de ser un Estado paria
Algunas propuestas no deben ser controvertidas. El punto de partida más obvio es terminar con las políticas norteamericanas que violan las leyes nacionales e internacionales, y respetar las leyes vigentes tanto en su letra como en su espíritu. Esto significa obedecer la autoridad de las Naciones Unidas y de cuerpos judiciales como la Corte Internacional de Justicia. La adherencia a las leyes quizás parezca un paso modesto, pero requeriría cambios enormes a la práctica actual.
Primero, significa terminar con toda forma de intervención militar. Incluso la amenaza de intervenir militarmente en otra nación soberana está estrictamente prohibida bajo la Carta de las Naciones Unidas y el Código de Regulaciones Federales de Estados Unidos. Este último define como “terrorismo internacional” cualquier acto que intente “influir en la política de un gobierno a través de la intimidación o la coacción.” Así, la amenaza rutinaria por parte de los Republicanos de los Demócratas, insistiendo en que “todas las opciones están sobre la mesa,” es acto de terrorismo internacional según la propia ley estadounidense. Cuando los oficiales norteamericanos pretenden presionar al presidente Nicolás Maduro al hablar de invadir Venezuela, cometen el terrorismo.
Igual de ilegal es el financiamiento a las fuerzas de seguridad que violan sistemáticamente los derechos humanos con impunidad, prohibido por el Congreso de Estados Unidos por más de veinte años bajo la ley Leahy. En la práctica, la ley no se hace cumplir, y los retiros de ayuda son infrecuentes y temporales. Entre las fuerzas de seguridad más criminales que actualmente reciben ayuda militar son las de Colombia, Honduras y México.
Terminar con la intervención militar también requiere cerrar las docenas de bases militares que tiene Estados Unidos en Colombia, Cuba (Guantánamo), Panamá, Perú, Puerto Rico y otros lugares. Aunque estas bases gozan de un escudo legal, cuyo objetivo manifiesto es la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, sirven para influir en la política latinoamericana, como a veces confiesan los oficiales norteamericanos. También sirven para proyectar el poder militar estadounidense. Puesto que la “guerra contra las drogas” es un pretexto central para la intervención militar, es necesario fomentar un debate descarnado sobre la descriminalización o legalización de las drogas, priorizando la implementación de programas educativos y de prevención social de la delincuencia. Supone desmantelar la economía soportada en la industria armamentista y la política belicista.
Las intervenciones políticas no militares también están prohibidas. El ejemplo actual más lesivo es el castigo colectivo en contra de la población de Venezuela en la forma de sanciones económicas. Violan tanto las leyes internacionales (el Artículo 33 de la Cuarta Convención de Ginebra) como las estadounidenses, si se entiendan las sanciones como otra forma de “terrorismo internacional” ya que intentan “intimidar o coaccionar a una población civil” para así derrocar a los gobiernos opuestos al dominio estadounidense. Otro ejemplo es el bloqueo contra Cuba, política recién condenada por casi todo el mundo en las Naciones Unidas por el vigesimoctavo año seguido. Desde 1960 el bloqueo intencionalmente ha impuesto sufrimiento al pueblo cubano, costándoles miles de millones de dólares anualmente.
Washington tiene otras formas diversas de intervenir en la política de América Latina. Muchas llevan el nombre cínico de “promoción de la democracia.” Bajo estas iniciativas se ha entregado decenas de millones de dólares a grupos políticos de derecha en las décadas recientes. En Bolivia, por ejemplo, la asistencia democrática ha tenido como fin el fortalecimiento de los grupos de derecha que debían “servir de contrapeso al MAS [Movimiento al Socialismo] radical o sus sucesores,” según dice un documento de la Embajada de 2002. En 2018, la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés) gastó casi un millón de dólares en Bolivia apoyando a organizaciones que buscaban “impedir el retroceso democrático y la consolidación del poder del presidente.” La NED tiene una relación profunda con la oposición en las tierras bajas de Bolivia, la cual agitó por el derrocamiento de Morales y tomó el poder después del golpe de noviembre de 2019. En Venezuela, la NED gastó más de 2 millones de dólares en 2018 para “defender los derechos humanos y promover los valores democráticos.”
Abandonar la intervención también requiere que Washington y sus aliados cesen de utilizar los órganos “multilaterales” como arietes para destruir los experimentos progresistas. La Organización de Estados Americanos (OEA) ha sido una herramienta favorita por setenta años, y la fue otra vez en el caso del golpe boliviano, al alegar irresponsablemente el fraude inmediatamente después de las elecciones de octubre. En el caso de Venezuela, el jefe de la OEA Luis Almagro ha interferido repetidamente en la política del país. Y no hay que detenernos en las infamas políticas de condicionalidad neoliberal del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, ni en los nefastos contenidos de los llamados Tratados de Libre Comercio que elevan como sacrosantos los privilegios empresariales. Estas políticas raras veces se discuten en términos legales, pero son una forma importante y continua de restringir la soberanía. Es imprescindible crear instancias de cooperación regional desde el respeto a los principios de libre autodeterminación de los pueblos.
Terminar con todas estas políticas significaría respetar la soberanía de América Latina. En otras palabras, dejar de ser un Estado paria.
La justicia más allá de las leyes actuales
A pesar de lo positivo que pueden ser estos cambios, no basta exigir que se respete la ley. Las leyes reflejan, en gran parte, el capricho de los poderosos: los burgueses en las sociedades capitalistas, los hombres en las sociedades patriarcales, los imperios en los sistemas imperiales. Si bien los grupos subalternos han podido arrebatar reformas importantes a favor de los vulnerables, el derecho internacional sigue siendo un campo subdesarrollado, sin los marcos para asegurar la justicia verdadera. “Dejarlos vivir” implica, pues, mucho más que respetar la ley.
Los marcos legales actuales no pueden enfrentar adecuadamente la mayor parte de los crímenes actuales – ni hablar de los históricos – que producen la violencia, el sufrimiento y la destrucción ecológica. Por ejemplo, es perfectamente legal que las corporaciones de Estados Unidos emitan todo el dióxido de carbono y el metano que quieran. Cuando esas emisiones producen una tormenta letal en Puerto Rico o una sequía en Centroamérica, no tienen la menor obligación de compensar a las víctimas. No hay nada que obligue al gobierno de Estados Unidos dejar entrar a los inmigrantes, aún cuando su desesperación resulta de las políticas imperialistas y las acciones capitalistas. En el derecho internacional existe una excepción de aceptar a quiénes buscan “asilo,” pero el imperio se reserva el derecho de decidir quiénes lo merecen, y esquiva la ley con frecuencia.
Por eso una política exterior justa tendría que incluir los mecanismos necesarios para garantizar las reparaciones. Por dos siglos los Estados Unidos y sus capitalistas han jugado un papel depredador en América Latina. Aún más allá de los cientos de millares de víctimas de las campañas específicas – unos 300.000 en solo tres países de Centroamérica durante la Guerra Fría – hay que considerar los impactos de largo plazo. En el caso de Guatemala, por ejemplo, el golpe de 1954 que derrocó al presidente electo Jacobo Árbenz, y las décadas de intervención posteriores, han dejado un legado desarrollo altamente inequitativo y un tejido social roto. En todos los países de la región, el capital estadounidense les ha quitado una parte considerable de su riqueza, a través de diversos mecanismos como el endeudamiento, programas de ajuste estructural y la repatriación de ganancias.
En términos concretos las reparaciones tendrían que hacerse a través de las políticas climática, económica y migratoria, las cuales están ligadas indisolublemente. Estados Unidos tiene que cortar drásticamente sus propias emisiones inmediatamente. Esto es parte imprescindible de una política exterior justa, porque esas emisiones perjudican a todo el mundo y contribuyen a las presiones de emigrar. La responsabilidad de cada país en enfrentar la emergencia climática corresponde a su nivel de responsabilidad histórica y su capacidad actual. Estados Unidos no sólo es culpable por más emisiones históricas que cualquier otro país, sino también tiene riquezas sin rival, y con ellas capacidades grandes para enfrentar el problema.
La ayuda económica, dada sin condiciones, contribuiría con los países de América Latina y el Caribe a enfrentar al caos climático mientras promueve un crecimiento ecológico de sus economías. Tomaría diversas formas: préstamos y subsidios para la agricultura familiar, pequeña y orgánica; el desarrollo de fuentes de energía renovable sujetos a la consulta previa y al control comunitario; la transferencia de tecnologías “libres” para facilitar la sobrevivencia; programas de conservación de bosques autogestionados por sus habitantes; la construcción de “infraestructuras verdes” que aprovechen los procesos ecológicos naturales; programas de empleo sano y bien remunerado, programas de trabajo productivo; servicios de salud y educación, etc. Todo ello implicaría asumir las reparaciones dentro de un cambio estructural de la división internacional del trabajo, donde América Latina asuma el desarrollo de sus potencialidades abandonando su rol histórico de proveedor de materias primas y Estados Unidos favorezca el desarrollo de la educación, la ciencia y la tecnología en procesos de complementariedad.
En el caso de los países dependientes de las exportaciones no renovables, hay una deuda especial por cumplir. Por ejemplo, por un siglo los capitalistas estadounidenses han beneficiado enormemente del consumo de petróleo venezolano, sin pagar los costos reales de ese consumo. Estados Unidos debe de compartir la responsabilidad de financiar la transición energética y económica en Venezuela, promoviendo la diversificación para cortar progresivamente la dependencia sobre el petróleo.
Efectivamente, todas estas reparaciones serían destinadas a asegurar que los latinoamericanos cuenten con las condiciones necesarias para quedarse en sus países natales. Al mismo tiempo, hay que insistir en el derecho de libre migración y las necesarias políticas de integración de las poblaciones migrantes para garantizar plenamente sus derechos, especialmente desde aquellos contextos nacionales donde Estados Unidos ha jugado un papel particularmente depredador.
Si seguimos la idea de las reparaciones a su fin lógico, hay que reconocer que la desigualdad entre los países del mundo – y las restricciones a la migración libre que buscan mantenerla – no tiene justificación moral alguna. ¿Alguien que logra nacer en El Paso se merece más salario, más servicios, más seguridad que alguien nacido en Ciudad Juárez? Plantear la pregunta nos llevaría a cuestionar todo el sistema de estados y fronteras. En el corto y mediano plazo, podemos insistir al menos en dos derechos fundamentales: el derecho de uno a quedarse en su país de origen, y el derecho de migrar para quienes lo quieran.
Cómo forzar las reparaciones es cuestión difícil. La iniciativa ecuatoriana de 2007 de dejar bajo tierra el petróleo del Parque Yasuní si los países ricos pagarían la mitad del valor de las reservas, fracasó porque los países ricos rehusaron pagar. Otro mecanismo que podría redistribuir la riqueza global y al mismo tiempo ayudar en la lucha contra el cambio climático es la iniciativa REDD+, la “reducción de las emisiones debidas a la deforestación y la degradación de los bosques.” En este programa internacional se paga a los habitantes de los bosques por conservarlos. La idea es prometedora, pero quedan dudas significativas en cuanto al control comunitario. Por eso las organizaciones indígenas y rurales de América Latina están divididas con respecto al programa, con unas abrazándolo, otras rechazándolo y otras proponiendo enmiendas. Hay que insistir en la necesidad del “consentimiento libre, previo e informado” de las poblaciones locales antes del inicio de tales proyectos.
De sueño a estrategia
Como demuestra el ejemplo del Yasuní, todos estos planteamientos son puros sueños sin una estrategia que pueda sentar las bases organizativas necesarias para lograrlos. Ni siquiera tiene sentido hablar de hacer cumplir las leyes existentes sin pensar en cómo forzar que se cumplan. Por ejemplo, en 1986 la Corte Internacional de Justicia ordenó a Estados Unidos pagar 17 mil millones en reparaciones por su campaña terrorista contra Nicaragua que intentaba derrocar al gobierno Sandinista. Pero sin un mecanismo de colectar el dinero el crimen queda impune.
Los movimientos sociales militantes y alborotadores pueden lograr mejoras muy importantes. En los años ochenta el movimiento de solidaridad con Centroamérica tal vez previniera la invasión estadounidense directa en la región. En el siglo actual el movimiento de inmigrantes y sus simpatizantes ha ayudado a proteger numerosas personas. En un ejemplo de solidaridad mucho más pequeño, activistas de Estados Unidos recaudaron los fondos necesarios para que la niña venezolana Desiree se trasladara a México para recibir el tratamiento que necesita. Sin embargo, por las complicaciones debidas a la desnutrición, aún no ha podido recibir el tratamiento. Se continúa recolectando dinero para financiar la adquisición de medicinas que serán distribuidas a través de la Red Nacional de Comuner@s y las farmacias comunales. Otro ejemplo es la articulación entre la Alianza Estadounidense de Soberanía Alimentaria (U.S. Food Sovereignty Alliance) y la organización popular venezolana Plan Pueblo a Pueblo, quienes cooperan con suministro de semilla en medio de la crisis alimentaria que experimenta el país sudamericano.
Algunos de los planteamientos expuestos arriba pueden ser logrados dentro de los parámetros del sistema capitalista, y éstos deben ser demandas inmediatas ante el gobierno norteamericano en el futuro cercano. Sin embargo, los beneficiarios de ese sistema nunca permitirán los cambios radicales que realmente necesitamos. La lógica de las empresas privadas y de los mercados incentiva, y de hecho requiere, el comportamiento antisocial. Los actores económicos exitosos tienen que priorizar las ganancias, maximizando la explotación y exteriorizando los costos a terceros. Esta búsqueda de ganancias convierte en trotamundos a los grandes capitalistas. Este imperativo, junto con los imperativos institucionales de las burocracias estatales (por ejemplo, el Pentágono, la migra, etc.), asegurará que el imperialismo siga en alguna forma u otra. Para nosotros la principal objetivo histórico es desmantelar el imperialismo, que a su vez implica desmantelar el capitalismo y todas las demás instituciones que se benefician de la intervención y del militarismo.
En ese sentido, parece importante mirar los pequeños pasos que están dando pueblos de América Latina, donde encontramos diversas experiencias que orientan el camino hacia un modo de vida que persigue el bien común. Cabe mencionar a las comunas de Venezuela, cuya propuesta es constituir una forma de gobierno democrático y participativo donde predomine la economía del trabajo, la satisfacción de las necesidades humanas, la propiedad social de los medios de producción en equilibrio con la naturaleza y con todo lo existente, en el entendido que en la vida todo se encuentra interconectado. Estimamos que alrededor de 1.000 comunas se encuentren activas, orientadas por el proceso popular constituyente donde se teje en común las aspiraciones, los sueños, los derechos y los deberes; cuyo pilar es la soberanía popular emanada de las asambleas de ciudadanos. Proceso que impulsa la re-creación social del territorio (ciudades comunales), la comprensión de la historia descolonizada, la conformación de una economía basada en los valores de uso, el establecimiento de una manera de relacionarnos desde el apoyo mutuo y en general una sociedad comunal con un modo de producción socialista.
Los pueblos con sus profundidades históricas y culturales y su cosmovisión están construyendo una sociedad que se parezca a ellos. Así encontramos los ayllus en las comunidades andinas, los caracoles y juntas de buen gobierno en México y el control de los trabajadores en las empresas argentinas, entre otra gama de comunalidades. Sin pretender convertirlas en modelo exacto, hay elementos que comparten. Se trata del desmontaje del capitalismo, de la lucha contra el imperialismo y de modos de gobernanza descentralizados y emancipatorios. Vislumbran no sólo una esperanza sino también la concreción de la utopía: otro mundo posible.
Hay que articular la potencia transformadora de estas organizaciones. En tal sentido, puede ser propicio conformar una plataforma de movimientos de toda América, donde participen las corrientes progresistas, partiendo de las referencias que existen como CLOC Vía Campesina y la coalición continental Alba Movimientos. Entre sus integrantes hay comunas, cooperativas y una gama de otras instituciones autogestionadas que pueden ser los elementos constitutivos para otro sistema. Este tejido social y político nos puede orientar el camino hacia la concreción de los dos principios referidos al inicio de este ensayo, es decir, la influencia de los sujetos a quiénes va dirigida la política exterior y las responsabilidades históricas en miras a las reparaciones. Por tanto una de las tareas de la plataforma de movimientos sería difundir las demandas de los sujetos e insistir que se prioricen en cualquier entidad encargada de tomar decisiones que los afecten. Un objetivo de mediano plazo sería establecer canales formales donde las organizaciones participativas de base den aportes reales – en las Naciones Unidas, en otros cuerpos internacionales y en el mismo gobierno estadounidense.
Lo imprescindible es comenzar a oír la voz de quienes viven en carne propia la política estadounidense. En Venezuela por ejemplo encontramos algunas referencias de base, entre las cuales podemos mencionar a las organizaciones que representan a víctimas de las sanciones, a víctimas de las guarimbas, a pacientes con enfermedades crónicas y a venezolanos indígenas.
Esta tarea también requiere entretejer con los movimientos estadounidenses para generar allá una cultura política que se oponga ferozmente a cualquier intervención imperialista y que presione en cuanto a la materialización de las reparaciones. Esto implica construir un imaginario colectivo que incorpore a una porción cada vez más grande de la población norteamericana. Una política exterior progresista que no implica desmejoras en las condiciones de vida de los trabajadores estadounidenses, sino se pueden lograr acuerdos que redunden en el buen vivir de la población, con especial énfasis en los mas vulnerables históricamente, vale decir, los migrantes, trabajadores y personas de color entre otros. Dado el aumento de simpatía por las ideas socialistas y comunistas en Estados Unidos, y con las actuales rebeliones contra en neoliberalismo en América Latina, las circunstancias están bastante favorables para la construcción de alianzas interamericanas de solidaridad.
Para edificar un socialismo democrático es indispensable adicionar a la estrategia político-organizativa, una estrategia económica. Ésta implica dos cosas: enfrentarnos directamente a los capitalistas para arrebatarles reformas en sus prácticas, y construir nuestras propias redes de cooperación basadas en consejos de trabajadores y consumidores. Tales consejos pueden planificar la economía de formas participativas e intercambiar entre sí sin recurrir a los mercados, y dialogar sin recurrir a la violencia. A través de la organización federativa podrán trascender los límites de lo local. Para avanzar en esta línea política, nos parece que deben jugar un papel principal las organizaciones ya existentes de trabajadores, campesinos y demás sectores, así como instituciones de gestión popular con las cuales se pueden materializar acuerdos de beneficio mutuo a corto plazo.
Una relación de respeto a la vida y de apoyo mutuo será un proceso inédito en la relación Estados Unidos-América Latina. No hay modelos precisos. Ciertamente lo idóneo sería establecer una vocería genuina de los pueblos, pero es una empresa un tanto compleja a corto plazo. Podríamos comenzar con las organizaciones existentes, es decir, unir lo susceptible de ser unido para iniciar todo un despliegue comunicacional, político, económico, social e ir progresivamente armando formas cada vez mas democráticas de participación.
Atenea Jiménez Lemon es socióloga y vocera de la Red Nacional de Comuner@s en Venezuela.
Kevin Young es docente e investigador en Historia en la Universidad de Massachusetts Amherst.
Realizaron el documental Venezuela frente las sanciones, el cual muestra los impactos de la política de Estados Unidos en Venezuela y cómo los venezolanos se están organizando para resistir y construir instituciones autogestionadas.