Coronavirus y el campo Colombiano

La Pandemia de Coronavirus ha cambiado las relaciones económicas en la ruralidad de Colombia, haciendo que los campesinos cuestionen economías extractivistas y ofreciendo un modelo alternativo de producción.

May 5, 2020

Fabio Muñoz deshierba caña en su finca arriba del río Cauca en Briceño, Colombia. (Foto por Alex Diamond)

Fabio Muñoz está molesto. En el contexto del temor nacional por el coronavirus, lo llamaron un héroe nacional en la radio. Y le da rabia. “Están diciendo que nuestros héroes campesinos, que están produciendo, encerrados en sus parcelas. Hermano, con los halagos no vamos a vivir. ¿Dónde está el apoyo?”

Aunque la pandemia ha brindado un lugar importante a la producción campesina en la conversación nacional colombiana, el comentario de Fabio se dirige a un tema que va más allá: un contexto económico que pone en peligro el sustento campesino. Un mes antes, su vecino en la vereda aislada de El Orejón, Porfirio Zabala, se había levantado antes del amanecer para montar 336 kilos de fríjoles en sus mulas. Viajó una hora para poder tomar el transporte local que lo llevó, en dos horas más, al casco urbano de Briceño. Sin poder encontrar quién le comprara los fríjoles, cogió otro bus a otro pueblo, donde vendió los fríjoles a 1,350,000 pesos ($330 USD).

“¿Y cuánto invertiste para cultivarlos?” le pregunto. Sin contar su labor de varios días, Porfirio dice que pagó 40 jornales para sembrar y coger los fríjoles. Me ve anotando los números y me pregunta por los cálculos. Pagando cada jornal a 35,000 ($10), el invirtió 1,450,000 pesos ($350) en los fríjoles, más los costos de transporte, otros 188,000 pesos ($45).

“Perdiste 238,000 pesos ($65),” le digo, “sin considerar el uso de la tierra y tus días de trabajo.”

Porfirio, que tiene una amplia sonrisa y se mantiene de buen humor, aún en sus quejas, se echa a reír. “Eso es lo duro del campo”, dice. “Que uno saca productos y no valen nada.”

La pérdida de Porfirio no es inusual, aunque sí está relacionada con una transformación económica reciente. De 2000 a 2017, la economía agrícola de Briceño estaba, como muchas aisladas zonas rurales de Colombia, basada en la coca. Aunque los cocaleros no se enriquecían, el cultivo ilícito por lo menos garantizó una cosecha rentable de cada dos a tres meses. Sin embargo, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) firmaron el acuerdo de paz con el gobierno colombiano en 2016, Briceño fue nombrado sitio piloto del programa de sustitución de coca. Campesinos arrancaron su coca voluntariamente e intentaron hacer la transición a la agricultura lícita. Desafortunadamente, incumplimientos del gobierno, particularmente grandes retrasos en ayudas prometidas, han limitado el desarrollo de actividad económica alternativa. Sin embargo, incluso los campesinos que tienen fincas productivas sufren para ganarse la vida, obligados a competir con cultivos industriales que son más baratos.

Aunque estas luchas muchas veces pasan por alto en debates acerca del proceso de paz y el futuro económico de Colombia, la pandemia del coronavirus desempolvó la conversación nacional acerca de los alimentos que los colombianos producen y comen, una conversación en la cual el campesino es la figura central. Las rutas de distribución de alimentos están siendo interrumpidas, ciudadanos temerosos están acaparando provisiones, y el peso colombiano se está cayendo. Como resultado, muchos alimentos se escasean o suben de valor. Locutores de la radio nombran a los campesinos como héroes nacionales con la esperanza de que puedan garantizar la seguridad alimentaria de Colombia en un futuro incierto. Sin embargo, como dice Fabio, más que halagos, necesitan apoyo. El coronavirus ha abierto un espacio tanto para una reflexión acerca de qué podría significar este apoyo, como nuevas prácticas alrededor de la comida que ponen en duda las dominantes visiones económicas del campo colombiano.

¿Economías de Extracción o Producción?

Un minero artesanal inspecciona una veta de oro dentro de las montañas de Briceño. (Foto por Alex Diamond)

Escribo este artículo en la finca que Fabio comparte con su esposa Angélica, donde nos hemos aislado por un mes con solamente una radio para advertirnos de cómo el mundo afuera se está desmoronando. Ellos han estado sembrando como locos—no solo estamos en la época lluviosa, cuando los cultivos tienen la mayor posibilidad de florecer, sino que también, con la incertidumbre actual, quieren asegurarse del acceso continuo de alimentos para ellos y su familia. Yo me estoy aprovechando de estar aquí para profundizar mi conocimiento de la vida rural, como parte de mi investigación acerca de los efectos interrelacionados del proceso de paz y los megaproyectos. Los etnógrafos debemos buscar significado profundo en los hechos cotidianos, entonces lo hago, gastando mis datos telefónicos en páginas que cargan muy lento mientras intento entender las fuerzas políticas y económicas detrás de los fríjoles de Porfirio.

Mientras tomamos café orgánico cultivado en su finca y endulzado con panela producida por otra familia que vive cerca, comparto una parte de la información que encontré.

“¿Saben que un 30 por ciento de la comida de Colombia es importada?” digo para empezar.

Fabio no se sorprende. “¿Ahí está lo de los cuidos de los animales?” Se refiere a las grandes cantidades de pollos, peces, ganado y marranos domesticados en el campo, que se engordan con cuido fabricado en los Estados Unidos antes de que los maten—y cuenten como producción colombiana de comida. Francamente, no lo sé.

“Dependemos de muchas cosas de afuera”, él continúa.

“Mucha de esa dependencia”, le respondo, “viene del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos en 2012. De hecho, en sus primeros cuatro años, las exportaciones de comida de los Estados Unidos a Colombia se incrementaron por un factor de cinco.” Nombro algunos de los productos importados en grandes cantidades que también se produce en Briceño: maíz, arroz, leche, carnes, y hasta fríjoles.

“Para mí, es la pérdida de la identidad del campo”, dice Fabio. “Que a la gente no le interesa sembrar, que ‘yo voy a ir a la tienda, y compro frijoles más baratos, traídos de otros países”.

Angélica sigue. “Y el maíz extranjero, ese maíz transgénico de granos pequeñitos, lo venden a mil pesos ($0.25) el kilo. Acá, para sacar los costos de producción, hay que venderlo en por lo menos 1,400 ($0.35). Y eso es sin pensar que se pierda de pronto la producción. Por una sequía, o un aguacero muy fuerte. Porque no tenemos ningún seguro de nuestra producción.”

Tres días antes, había caminado con Fabio y Angélica a una parcela en la colina detrás de su casa, donde Fabio había sembrado maíz. Un animal había destruido mucho del cultivo, partiendo las hojas que recién habían nacido. Fabio tendrá que dedicar otra tarde para resembrar.

¿Pero si la economía rural de Colombia no se enfoca en la producción de agricultores pequeños, a que se ha orientado?

Les digo que el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos fue promovido por mil millones de dólares de ayuda, la mayoría militar, que vino de allí en el Plan Colombia, entre 2000 a 2006. Y les comparto una cita del secretario de energía de los Estados Unidos en 1999, cuando iban a lanzar el Plan: “Los Estados Unidos y sus aliados invertirán millones de dólares en dos áreas de la economía colombiana, minería y energía, y para asegurar estas inversiones estamos triplicando la ayuda militar a Colombia.”

“Tal cual”, dice Fabio. “Eso es un fiel reflejo de lo que ha pasado con Hidroituango.”

La represa hidroeléctrica más grande de la historia de Colombia, Hidroituango se está construyendo sobre el río Cauca abajo de su finca. En los años previos a su construcción, hubo una ola de violencia que muchos entienden como una estrategia para pacificar la región y abrir una brecha para el megaproyecto.

“Caso puntual”, dice Fabio, “hacen una base militar dentro del área del proyecto, para protegerlo. Es así. Todos los proyectos han sido militarizados.”

“Eso no nos favoreció en nada a las clases campesinas”, dice Angélica. “Esa inversión favoreció a los dueños de los grandes proyectos, a los grandes capitalistas.”

Ella no está para nada exagerando. Campesinos en la zona todavía hablan en tono admirado del Cauca como el patrón de los pobres. La contribución del río a la economía local encajaba perfectamente con la temporalidad de la vida campesina. Casi todos en la región bajaban al río durante los meses secos antes de la época de la siembra, para pescar y barequear en las orillas del río. La construcción de la represa ha prohibido el acceso local al río y a la mayoría de las personas, le ha sido negada la compensación a la que legalmente tienen derecho.

Amor”, Fabio le interrumpe con risa, “no te mandaron un mercado de USAID?” USAID, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, suministró ayuda social, económica y humanitaria bajo el marco de Plan Colombia, y posteriormente ha apoyado directamente a proyectos multinacionales de minería en el país. Los dos se ríen con el recuerdo del mercado que USAID les mandó hace seis años, con una botella de aceite adornada con una bandera de los Estados Unidos y unos fríjoles, también de los Estados Unidos, que Angélica dice que “fácilmente podían matarle a otro. Uno podía cocinarlos todo el día, y todavía le harían unos chichones en la cabeza, muy duros.”

“Mira como adormecen al pueblo con un mercado,” dice Fabio cuando les cesa la risa.

Angélica sigue imaginando la estrategia de elites nacionales e internacionales: “Venga, denles eso, mientras nosotros avanzamos con la minería.”

Los dos saben que el mismo oro que solían encontrar en cantidades modestas en la arena a la orilla del río Cauca, se concentra en cantidades mucho mayores dentro de las montañas a su alrededor. La empresa minera canadiense Continental Gold ha tenido concesiones mineras en la zona por más de 15 años, pero las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia no les han permitido la extracción del oro. Sin embargo, muchos en la región creen que la entrada de minería a gran escala es inevitable, especialmente dado la adquisición reciente de Continental Gold por Zijin, una de las empresas mineras más grandes de China.

Les leo desde mi celular: “Entre 1990 y 2015, el porcentaje del PIB de Colombia conformado por la agricultura se disminuyó del 21.8 al 6.2 por ciento. Y el Plan Nacional de Desarrollo actual se enfoca en el sector minero-energético para impulsar la economía.”

“Un país sin producción, sin su agricultura”, dice Fabio, “no es nada. Porque cualquiera lo agarra, lo maneja. Otro país viene, y dice, que aquí hay mucha riqueza, déjame sacarla, el oro. Si cambian las políticas de agricultura…” Se queda callado un momento. “Pero si no”, sigue, “no habrá nada. Y más con coronavirus. Necesitamos cambiar el modelo o si sigue así, esto va a ser un caos el berraco.”

Cambiar el Modelo: Producción y Consumo Local

Pofirio Zabala pesa queso casero bajo la mirada de Angélica Mazo. Porfirio dice que el aislamiento impuesto por coronavirus le ha dado nuevas oportunidades de vender y cambiar productos con sus vecinos. (Foto por Alex Diamond)

Una tarde, mientras el sol se baja al otro lado del río Cauca, Angélica y yo caminamos 20 minutos río abajo, a la finca de Porfirio. Llevamos cacao de sus árboles, que ella ha tostado, molido y moldeado a mano, para calentar y mezclar con agua o leche y hacer una bebida que se sirve tradicionalmente, en zonas rurales, como “los tragos”—bebidas energéticas que toman los trabajadores del campo a las horas del amanecer.

Cuando llegamos, Angélica saca el chocolate, empacado en la mazorca seca del cacao. Este empaque natural, junto con prácticas agroecológicas de cultivar sin el uso de herbicidas y abonos químicos, refleja la filosofía personal de Fabio y Angélica y una estrategia más allá de producción y comercialización. La mayoría de los productores en Briceño, venden café y cacao sin tostar a las Federaciones Nacionales de Café y Cacao, a precios bajos que fluctúan según los caprichos del mercado global. En cambio, Fabio y Angélica rostizan su propio café y chocolate y los venden, junto a otros productos de su finca, en mercados campesinos, una tienda naturista en Medellín y Coffeebrí, un café en el casco urbano de Briceño que vende productos de la zona. Esto les permite vender su café y cacao, por alrededor de cinco veces más costoso que a las Federaciones, pero también les obliga transformar y transportar sus productos. Durante la pandemia, no pueden viajar a venderlos. No obstante, Fabio dice que un descanso está bienvenido. Producir, transportar y vender sus productos los deja agotados. “Este coronavirus es casi una bendición en ese respecto.”

Para Porfirio, ha sido indudablemente una bendición, por lo menos en términos económicos. Con una de las fincas más productivas en la zona, ha empezado a vender comida a vecinos que ya no pueden ir tan fácilmente a comprarla a otros lugares. Hace apenas cuatro meses, Fabio y Angélica tenían 25 gallinas, de las cuales 15 pusieron huevos todos los días. Pero durante un viaje a Medellín, perdieron 16 a causa de depredadores selváticos. Ya les quedan solamente cuatro gallinas, tres de las cuales no ponen huevos, porque están cuidando pollitos. Por ende, tenemos que comprar huevos donde Porfirio. Competimos con otra familia que volvió a El Orejón justo antes de que empezara la cuarentena nacional. Abandonaron sus gallinas cuando se mudaron a Medellín en busca de una mejor educación para sus cuatro hijos. Están felices de estar de vuelta en el campo, dicen, pero apenas pase la pandemia y las clases empiecen de nuevo, volverán a la ciudad.

Esta serie de decisiones—si invertir en costosos pero tóxicos químicos que incrementan la producción, si dejar su finca abandonada para vender sus productos y si mudarse a la ciudad para mejorar las posibilidades educativas de sus hijos—constituyen los dilemas normales de la vida en las zonas rurales colombianas. Simplemente no hay suficiente inversión pública en la infraestructura y educación rural, ni suficiente protección— enfocada a asegurar su acceso a economías alternas como el barequeo o precios justos en sus productos— para garantizar a los campesinos de Colombia un futuro sostenible, sin importar que tan trabajadores o productivos sean.

En este día, compramos huevos, queso y leche donde Porfirio, y le cambiamos el chocolate por yuca y plátanos. Antes del coronavirus, dice que no les vendía a sus vecinos en El Orejón. Para complementar lo que cultivaban, la mayoría de la comunidad compraba comida en el pueblo vecino de Toledo. Pero ahora se quejan del incremento en los precios de la comida, y la empinada carretera despavimentada que la comunidad construyó para llegar allí, ha sido temporalmente dañada como parte de las medidas del municipio para prevenir la llegada del coronavirus. Por lo tanto, los miembros de la comunidad buscan apoyarse entre ellos. Porfirio dice que, en términos económicos está en una mejor posición. Ahora sus vecinos, incluso nosotros, vamos a su finca para comprarle directamente.

El gobierno municipal también se ha esforzado para promover la producción y el consumo local. Antes de la pandemia, el municipio había empezado a realizar mercados campesinos, donde proporcionaban un espacio en el parque principal para la venta directa de productos del campo.

De la misma manera, la coordinación de alimentos, comercialización y emprendimientos para el ministerio de agricultura, turismo y medio ambiente está llevando a cabo un mercado campesino virtual nombrado “El Campo no se Detiene”. Alejandra Posada, quien propuso y lidera el proyecto, explica que consiste en que el gobierno local recogerá productos de zonas rurales, los organizará en “kits”, pondrá precios que serán justos tanto para productores como consumidores, y luego los promoverá y venderá por internet a familias locales. “El tema”, dice Alejandra, “no es rentabilidad, es el rescate de culturas (de producción y consumo local)”. Su propuesta, y también las ventas de Porfirio a sus vecinos, plantean un fuerte contraste a los modelos agrícolas del mercado libre, donde los pequeños agricultores tienen que competir con productores industriales, muchas veces internacionales, o ser el eslabón menos rentable en una cadena de comercialización más grande.

Una Cura para el Contagio

Angélica Mazo abre mazorcas de cacao. Las almendras del cacao se fermentan por cinco días antes de que las tueste y las muela, produciendo bolas amargas y fuertes de puro chocolate que vende en mercados campesinos. (Foto por Alex Diamond)

En los últimos meses, el coronavirus ha dado un vuelco al mundo, difundiéndose rápidamente por redes de conexión global. Sin embargo, por mucho más tiempo, los productos, inversiones y lógicas del capital global se han difundido por—y muchas veces, creado— estas mismas redes, penetrando y contagiando comunidades, mercados, y paisajes locales. De esta conectividad también han salido cosas buenas, como la llegada de bienes, tecnología y oportunidades útiles que en muchos casos han mejorado de forma significativa la vida de las personas. Pero a la vez, productores locales han sido abrumados con competencia de bienes producidos industrial y masivamente, culturas locales han sido cambiadas permanentemente y ecologías locales han sido despojadas de un sin número de recursos.

Bajo la lógica de competencia que subyace en este sistema de capitalismo global, la pérdida de Porfirio con sus fríjoles es evidencia de que no puede competir—no con los fríjoles baratos pero durísimos que traen de los Estados Unidos, y menos con el oro que una empresa minera china quiere extraer de las rocas debajo de sus cultivos. No obstante, el brote del coronavirus ha abierto un espacio para cuestionar esta lógica y repensar las visiones económicas dominantes. Emergentes prácticas locales ilustran la posibilidad de una ruralidad colombiana orientada hacía la producción en vez de la extracción. Esto, e incluso más que la producción de comida importante puede resultar siendo el verdadero heroísmo de campesinos como Angélica, Fabio y Porfirio.


Alex Diamond es un candidato doctoral en Sociología en la Universidad de Texas en Austin. Su investigación se centra en la experiencia local de transformación en la ruralidad colombiana, asociada con la implementación de los acuerdos de paz entre las FARC y el gobierno colombiano, megaproyectos minero-energéticos, y su interrelación.

Se le agradece a Catherin Graciano por su ayuda con la corrección de estilo de la versión en español.

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