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Si bien México ya diseñó la ruta para suprimir el uso de glifosato en 2024, aún le queda un extenso camino para eliminar otros agrotóxicos igualmente peligrosos.
Este país latinoamericano de unos 130 millones de habitantes mantiene autorización a más de 3.000 insecticidas, herbicidas y fungicidas para usos agrícola, forestal, pecuario, doméstico, jardinería, urbano e industrial. Entre ellas figuran al menos 183 ingredientes activos clasificados como altamente peligrosos incluidos en convenios internacionales y de los cuales al menos 111 están prohibidos en otras naciones, según registros gubernamentales e informes recientes.
Fernando Bejarano, coordinador de la Red de Acción sobre Plaguicidas y Alternativas en México (RAPAM), valora positivamente el decreto presidencial del 31 de diciembre último que elimina el uso de glifosato en las instituciones públicas y aspira a su abandono comercial, pero cuestiona la mecánica gubernamental de abordar la sustitución de los agroquímicos.
“El gobierno actual negocia la cancelación voluntaria de registros genéricos. Son moléculas que ya no tienen mucho interés comercial fuerte para la industria. Una molécula puede tener muchos registros. No se atreven a ir contra moléculas en vigencia. El proceso va muy lento”, dice el especialista.
Bejarano apunta también a la pugna interna en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, conocido popularmente por sus iniciales AMLO, entre los promotores de la agroecología y del agronegocio.
“Es un campo de disputa, porque no hay un ente único que dirija la política. Hay intereses contradictorios entre el peso del agronegocio y la debilidad de la vigilancia epidemiológica”, señala.
La gubernamental Comisión Federal para la Prevención de Riesgos Sanitarios (Cofepris) evalúa las moléculas y autoriza su circulación en México, pero la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader) está involucrada en el diseño de políticas agrícolas que influyen en el uso de agroquímicos.
La prohibición del glifosato, el biocida más vendido globalmente y el más mediatizado, recorrió una historia de desencuentros dentro del gobierno, reflejo de las disputas internas. En dos ocasiones, Sader, a cargo de Víctor Villalobos –defensor de la biotecnología– presentó dos borradores de decreto que contradecían la promesa de López Obrador de eliminar su consumo.
En septiembre pasado, el entonces secretario de Medio Ambiente, Víctor Manuel Toledo, renunció a su cargo luego de que un periodista divulgó un audio del funcionario en el cual cuestionó al gobierno y exhibió las pugnas internas y los conflictos de interés, especialmente en torno al glifosato.
La salida del empresario Alfonso Romo de la Oficina de la Presidencia en diciembre allanó el veto al glisofato, considerado desde 2015 “probable cancerígeno en humanos” por el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El reporte de 2017 Los plaguicidas altamente peligrosos en México, elaborado por nueve organizaciones no gubernamentales, indica que su aplicación ocurre en los cultivos de agroexportación y en los plantíos de pequeños campesinos e indígenas.
Oasis tóxico
Con la proscripción del glifosato, AMLO queda bien con los ambientalistas, especialmente dentro de su administración, y si bien se enfrenta con la industria agroquímica, les deja docenas de inscripciones vigentes. Entre 2021 y 2026 vencerán docenas de registros, por lo cual la estrategia gubernamental apunta a dejar correr esos plazos para que las sustancias salgan de circulación.
La lista de agrotóxicos tolerados parece emanado de un guion de película distópica.
Allí aparece 2,4-D, herbicida tóxico prohibido en Belice, Dinamarca, Noruega y Suecia, y de circulación restringida en la Unión Europea (UE), que tiene 194 permisos vigentes, 10 vencidos y siete cancelados, según el Registro de Plaguicidas, Fertilizantes y Sustancias Tóxicas de la gubernamental Comisión Federal para la Prevención de Riesgos Sanitarios (Cofepris).
En México también se vende atrazina, proscrito en una docena de naciones, y que cuenta 135 autorizaciones vigentes, cinco vencidas y nueve canceladas.
Engrosa el listado clorpirifós, sustancia que puede provocar bajo peso al nacer, autismo y pérdida de memoria, y que tiene 207 licencias vigentes, una de duración no especificada, 24 vencidas y siete canceladas. En febrero de 2020, la estadounidense Corteva anunció la descontinuación de su producción, aunque otras empresas aún lo manufacturan.
Dicamba, el candidato a sustituir al glifosato, especialmente en cultivos transgénicos, cuenta 40 avales vigentes, dos cancelados y uno vencido. En Estados Unidos, una corte de apelaciones vetó su venta en junio último, pero en desacato a esa orden judicial la Agencia de Protección Ambiental (EPA, en inglés) anunció en octubre que permitiría a los agricultores la utilización de dicamba, herbicida bajo sospechar de ser cancerígeno. Ese tema se convierte en una controversia que la nueva administración de Joe Biden, quien asumió la presidencia el 20 de enero, deberá resolver.
México también permite la comercialización de paratión metílico, insecticida prohibido en Dinamarca y Perú y que el Convenio de Rotterdam clasifica “extremadamente tóxico”, y que goza de 144 permisos vigentes y 35 cancelados.
Otro favorito del mercado azteca es paraquat, cuya toxicidad es conocida desde hace años, y que ostenta 78 licencias vigentes, siete vencidas, tres canceladas, y dos de vigencia no especificada.
Entre los más tóxicos figura la sulfluramida, vetado en Estados Unidos y la UE, y que cuenta siete autorizaciones vigentes.
De las sustancias de nueva generación, está isoxaflutole, con seis permisos vigentes, uno vencido, y uno cancelado.
Además, circulan en el campo mexicano 206 formulaciones de neonicotinoides, señalados por la comunidad científica de propiciar la muerte de abejas. Las autoridades mexicanas han anulado seis autorizaciones, mientras que 38 ya vencieron y tres poseen una vigencia no especificada.
Desde 2007, México muestra un consumo estable de plaguicidas, de los cuales utilizó 53 000 toneladas en 2018–mayoritariamente herbicidas, insecticidas y fungicidas–detrás de Brasil y Argentina, los mayores usuarios, según estadísticas de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
A pesar de ese consumo de plaguicidas, México reporta una cantidad moderada de intoxicaciones no intencionales, pues se registraron 573 casos, de los cuales 91 fueron menores de edad y 40 agricultores entre 2011 y 2015, según datos de la OMS. Sin embargo, es la segunda mayor cifra en América Latina, detrás de Guatemala–687–y más del doble que Brasil–236–, aunque los expertos señalan que podría haber muchos más envenenamientos.
En enero de 2019, en una recomendación de acatamiento no obligatorio dirigida a las secretarías (ministerios) de Medio Ambiente, (Semarnat), Agricultura, Cofepris y el Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria, la estatal pero autónoma Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) concluyó en que la omisión de las autoridades federales para adoptar acciones normativas, administrativas y de políticas públicas para regular adecuadamente el manejo de plaguicidas altamente peligrosos quebranta los derechos a la alimentación, el agua, un ambiente sano y a la salud.
El gobierno de AMLO adopta una política ambiental ambigua. Mientras Semarnat promueve la agroecología, Sader defiende al agronegocio, como la biotecnología, y reparte fertilizantes sintéticos a pequeños productores en el sur de la nación. María Luisa Albores, la reemplazante de Toledo y quien previamente ocupó la Secretaría de Bienestar, ha mantenido esa línea. Si bien la facción ambiental ganó por ahora la batalla del glifosato, no se descarta que el grupo que defiende el agronegocio mantenga su campaña en otras áreas.
En contraposición, el gobierno construye megaproyectos, como una refinería en el estado de Tabasco, en el sudoriente del país, y el Tren Maya –que recorrerá el sureste mexicano, que implican severos impactos ecológicos. Además, ha proseguido con el recorte presupuestario a los entes ambientales de los últimos años.
Compromisos insuficientes
El Convenio de Estocolmo busca la eliminación o reducción de sustancias químicas riesgosas, mientras que el de Rotterdam promueve el intercambio de información basado en el consentimiento previo en el comercio internacional de químicos peligrosos.
Para cumplir con los convenios de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes y de Rotterdam sobre el Consentimiento Fundamentado Previo Aplicable a Ciertos Plaguicidas y Productos Químicos Peligrosos Objeto de Comercio Internacional, ambos vigentes desde 2004, y para acatar la recomendación de la CNDH sobre el uso de plaguicidas, el gobierno mexicano ya canceló 83 registros de endosulfán, 32 de paratión metílico, 37 de azinfos metílico, 14 de carbofurano, nueve de clordano, cinco de captafol, seis de metamidofós, así como cuatro de HCH, tres de fonofós, dos de DDT y uno de glifosato, y tres de metidatión.
Adicionalmente, prohibió desde febrero de 2020 la importación de aldicarb, azinfos metílico, carbofurano, clordano, endosulfán, DDT, fentoato, fosfamidón, hexaclorociclohexano (HCH), incluido el lindano; paratión metílico y triclorfón.
En total, ya canceló al menos 337 registros de productos y fórmulas agrotóxicas. El Registro de Plaguicidas, Fertilizantes y Sustancias Tóxicas de Cofepris enlista a unas 280 empresas que manufacturan las moléculas.
El combate a biocidas está vinculado con el cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible sobre la reducción del número de muertes y enfermedades ocasionadas por productos químicos peligrosos y la contaminación del agua, el aire y el suelo, la calidad del agua y el manejo ecológicamente racional de esos productos y los desechos, adoptados por los miembros de la Organización de Naciones Unidas en 2015 para su alcance en 2030.
Omar Arellano-Aguilar, profesor de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, recuerda que se trata de un plan de transición, en el cual “se tiene que recurrir a tecnología nacional y a experiencias internacionales, para que no generen más problemas de los ya existentes”.
El académico dice que “se necesita mucha voluntad de la industria nacional química y agrícola”.
Pero Semarnat no ha actualizado sus planes de aplicación de los convenios de Estocolmo y Rotterdam ni México cumplió con la meta voluntaria para 2020 del Enfoque Estratégico para la Gestión Internacional de Productos Químicos (SAICM, en inglés), para lograr la gestión racional de los productos químicos durante su periodo de actividad, de modo que se utilicen y manufacturen en formas que reduzcan al mínimo los efectos para la salud humana y el ambiente.
Bejarano señala que en México no se sabe cuánto volumen de agrotóxicos se aplica, dónde y cómo.
“Se tendría que profundizar en el análisis de la regulación. Si las empresas no usan los permisos existentes, deberían cancelarlos voluntariamente. ¿Para qué los tienen? Hablamos de cambiar un paradigma y no de buenas prácticas en el uso, falta mucho por hacer, garantizar el derecho a una producción limpia y sostenible”, plantea.
El profesor Arellano-Aguilar sugiere revisar el plan nacional de aplicación del Convenio de Estocolmo y fomentar alternativas como la química verde, prácticas agroecológicas y variantes biológicas.
“De lo que se trata es de desincentivar el uso irracional de esas fórmulas. Se tienen que revisar los permisos. Lamentablemente, la agenda gris (la prevención y combate a la contaminación ambiental) es de las menos ejecutadas en México”, resalta.
Emilio Godoy es periodista de investigación. Radicado en México, escribe sobre ambiente, desarrollo sostenible y la crisis climática. Sus artículos han sido publicados por medios de México, América Central, Estados Unidos, Bélgica y España, y han sido citados en libros y revistas especializadas. En 2012 ganó el Premio al Periodismo sobre Economía Verde y Desarrollo Sostenible y en 2017 el Premio al Reportaje de Fondo del Séptimo Reconocimiento al Trabajo Periodístico sobre Energía.