¿Por qué Daniel Ortega metió presos a sus compañeros de lucha?

La detención de opositores políticos en vísperas de las elecciones presidenciales de noviembre es el último episodio en la difícil relación del FSLN con la democracia.

June 21, 2021

El presidente nicaragüense Daniel Ortega en 2010. (Flickr/Fotos da Occidente Produções)

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En los primeros trece días de junio de 2021, Ortega ordenó el arresto y el allanamiento de las viviendas de trece miembros de la oposición, entre los que sobresalían varios antiguos compañeros de armas que militaron en el FSLN. Posteriormente añadió las de otros tres, ligados al sector empresarial. Fue una sorpresa, pero no fue sorprendente si tenemos presente la problemática relación de Ortega y el FSLN con la democracia.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) logró poner a Nicaragua en el atlas histórico mundial cuando derrocó a una de las dictaduras más sangrientas de América Latina y lideró un proyecto de transformación socioeconómica que fue recibido con justo entusiasmo en muchas partes del globo. El aplauso fue tan plural que la Alemania del Este y la del Oeste coincidieron en un fogoso apoyo a la naciente revolución sandinista. Una suerte de globalización ideológica avant la letre mantuvo a ese pequeño país, de apenas tres millones de habitantes en 1979, en las primeras planas de los periódicos de mayor tiraje.

El triunfo sobre la dinastía de los Somoza fue fruto de una múltiple alianza entre la guerrilla y elementos de la intelectualidad, el empresariado y la iglesia católica. A pesar de su aspiración a un cambio sistémico, los combatientes sandinistas fueron los únicos en el istmo–y tal vez en América Latina–en absorber a numerosos miembros de las élites económicas y culturales entre sus filas.

Su nexo con las élites tradicionales fue en parte posible porque el grupo de Somoza había constituido un clan independiente y excluyente de los clanes oligárquicos, a los que privó de jugosos beneficios y en 1972–un significativo punto de inflexión–de la ayuda que llegó a Nicaragua tras un devastador terremoto que destruyó la capital. El asesinato del Pedro Joaquín Chamorro, miembro de la élite tradicional y director del principal periódico de la oposición, fue el elemento catalizador que el FSLN necesitaba para caldear los ánimos a un nivel de insurrección popular y consolidar el “Grupo de los doce” notables de la élite que dieron un inusitado espaldarazo a la lucha armada y un mentís a la tesis somocista de que el FSLN era un grupo terrorista.

Pero tan pronto como alcanzaron el poder, los nueve comandantes de la Dirección Nacional del FSLN gobernaron a espaldas a sus aliados, marginándolos del mando y rompiendo el consenso nacional que fue la matriz del triunfo, según reconoció a cuarenta años de distancia Luis Carrión, miembro de aquella Dirección Nacional. Algunos de esos aliados se distanciaron de inmediato y otros, que en los años setenta o después se habían ido convirtiendo en militantes sandinistas, ocuparon importantes puestos en el nuevo gabinete, con sumisa voz pero sin voto de disenso.

Mantuvieron una fe casi religiosa–las más de las veces acrítica, como toda fe–en el proyecto revolucionario y justificaron, cuando lo percibieron, el autocratismo con la coartada de que la democracia era un lujo que bajo una siempre inminente invasión imperial no podían permitirse. Había verdad y falsedad en esa excusa: el gobierno de Estados Unidos financió a los contrarrevolucionarios, pero jamás planificó una intervención directa. Después de cuarenta años de dictadura, la democracia no encontró en Nicaragua un terreno fértil para germinar.

En 1984 el FSLN convocó a unas elecciones en las que se alzó con la victoria. El programa social ganaba votos, a pesar de que su alcance en algunas áreas también acusaba signos autoritarios: por ejemplo, la reforma agraria fue muy estatizante en los primeros años y por eso dejó un amplio margen para que algunas de las mejores fincas quedaran finalmente en manos de los dirigentes sandinistas y no en las de campesinos. Con el tiempo, la guerra fue erosionando la base social del FSLN, la cual nunca fue mayoritaria, contra la percepción de los líderes de ese partido, sinceramente convencidos de gobernar en olor de multitud. Una oposición bajo asedio derrotó al FSLN en las elecciones de 1990.

Entonces se rasgó un tupido velo ideológico. Al interior del sandinismo hubo una implosión. Los sectores de las élites políticas y culturales–el remanente fiel de los antiguos aliados–y otros militantes se separaron y con el tiempo repudiaron los métodos verticalistas y la intolerancia, y se adhirieron al credo socialdemócrata. La aspiración a la democracia ocupó entre ese segmento el pedestal que habían tenido la transformación social, la autodeterminación de los pueblos y el empoderamiento de los marginados.

Un cisma en el FSLN dio lugar al nacimiento del Movimiento Renovador Sandinista (MRS). Luego se fueron desgranando otros dirigentes, agotados de intentar una y otra vez, mediante mecanismos electivos, el relevo de Daniel Ortega como rostro más visible, dirigente máximo del FSLN y su eterno candidato presidencial. Lo ha sido desde 1979 hasta 2021, emitiendo una clara señal sobre la vocación antidemocrática del partido. A las elecciones de 2006, después de 17 años fuera de la silla presidencial, Ortega llegó acompañado de un puñado de incondicionales, entre los que sobresalían los rostros de apenas otros dos miembros de los nueve que integraron la histórica Dirección Nacional.

Ortega no quiso gobernar con sus viejos compañeros de lucha, pero sí en alianza con el gran capital, un partido de la derecha e incluso con miembros de la contrarrevolución armada. A esa abigarrada pluralidad la llamó Gobierno de Reconciliación y Unidad Nacional. Una serie de préstamos del gobierno venezolano–un promedio de casi 500 millones de dólares anuales–durante un largo período le permitieron abultar sus cuentas bancarias personales, librar de impuestos a los empresarios y cierta inversión social. Fue complaciente con los intereses políticos de los Estados Unidos en la región: sus militares mantuvieron intercambios con el Comando Sur, su policía recibió financiamiento de la DEA y sus políticas migratorias construyeron en la frontera sur de Nicaragua un muro de contención que formó parte de la frontera vertical antiinmigrante del gobierno estadounidense.

Empresarios, políticos, embajadora del imperio y consultores aplaudieron a Ortega, el presidente del crecimiento económico. A todos les tuvo sin cuidado que Ortega desmantelara la institucionalidad del país y montara una autocracia sobre un pequeño lago de petrodólares. Las principales críticas–las más contundentes y más constantes–provinieron de ese sector del sandinismo para el que la democracia se había convertido en un valor irrenunciable.

Ortega aprovechó las miradas aprobatorias y las de quienes miraban hacia otro sitio para acumular más poder y perpetuar su dominio: según su Consejo Supremo Electoral amaestrado, en 2006 ganó las elecciones con el 38 por ciento de los votos, en 2011 con el 62 por ciento y en 2016 con el 72 por ciento. Su proyecto iba consolidándose.

Hasta que en abril de 2018, agotado el oleoducto venezolano, el modelo de socialismo rentista se estrelló contra una rebelión cívica de mucho fuste que estalló en repudio a una reforma a la ley de seguridad social. El régimen la sofocó por medio de grupos paramilitares que encabezaron veteranos de los cuerpos de la temida Seguridad del Estado de los años ochenta, una policía política hecha a imagen y semejanza de la cubana. La brutal represión dejó alrededor de cuatrocientos muertos, dos mil heridos, más de mil seiscientos reos políticos y no menos de setenta mil exiliados. Como efecto colateral de la represión, el FSLN pagó el precio de una erosión de su base social, un irreversible desprestigio internacional y una serie de sanciones internacionales.

Gran parte de los jóvenes que salieron a protestar eran estudiantes universitarios de origen sandinista que tenían una década de disputar la hegemonía organizativa del FSLN y luchar contra su verticalismo en los centros de educación superior. Sin mediar órdenes de captura, fueron secuestrados, sometidos a juicios amañados y condenados a penas desproporcionales. Las de los líderes del movimiento campesino llegaron a más de doscientos años. Los reos políticos sufrieron inenarrables torturas que siempre tuvieron un único y machacón objetivo: arrancarles la confesión de que el MRS había sido el organizador de la revuelta con fondos de USAID y fundaciones de la derecha.

Convencidos o no de su propio cuento, buscando una justificación para sus excesos o un castigo que presumen justo, Ortega y su esposa y vicepresidente Rosario Murillo construyeron y difundieron la narrativa de un intento fallido de golpe de Estado como explicación de lo que ocurrió en abril de 2018. Desde entonces, los reportajes, documentales y declaraciones oficiales sobre el golpe de Estado van de la mano con nuevas leyes de una escalada represiva que coartan la libertad de expresión, reinstituyen la cadena perpetua y penalizan la recepción de fondos extranjeros como un delito contra la soberanía nacional. Esa panoplia de leyes justificó–a veces a posteriori–la cancelación de personerías jurídicas de ONG y el allanamiento y decomiso de locales y equipos a importantes medios de comunicación. El lema parece ser: en la guerra Fría contra el imperialismo, todo se vale. La narrativa, en efecto, es una revivificación de los viejos miedos. La Guerra Fría se sirve recalentada.

Sobre los renglones de esa deriva represiva se escriben los recientes sucesos de Nicaragua: en los primeros trece días de junio de 2021 fueron recluidos cuatro precandidatos a la presidencia, dos exfuncionarios de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, un expresidente del gremio del empresariado y seis miembros del MRS, todos acusados de “realizar actos que menoscaban la independencia, la soberanía, y la autodeterminación, incitar a la injerencia extranjera en los asuntos internos, pedir intervenciones militares, organizarse con financiamiento de potencias extranjeras para ejecutar actos de terrorismo y desestabilización…”. Estas capturas y confinamientos fueron un salto cualitativo de la escalada represiva. Miembros de las élites no habían pisado la prisión desde el asesinato del primer Somoza en 1956.

La plana mayor del MRS que está en prisión cautelar constituye el grupo político más golpeado en esta redada. Incluye a dos comandantes revolucionarios–una exministra de Salud y un general retirado–, un exvicecanciller y una hija y una nieta de un exministro de la Vivienda. Atacaron a personas de su gabinete de gobierno en los años ochenta en una purga que recuerda las de Stalin, que deportó y ejecutó a los principales cuadros de la revolución soviética. Es una ironía indignante el hecho de que el Ortega ponga tras las rejas al exgeneral Hugo Torres, que en 1974 participó en un comando sandinista cuya misión fue tomar rehenes somocistas para intercambiarlos por presos políticos, entre los que estaba Daniel Ortega.

Los dirigentes ahora confinados representan al sector democratizante del sandinismo, la renovación que no fue posible en el interior del FSLN y tuvo que buscar cauce en un partido que abandonó el adjetivo “Sandinista” cuando en 2021 dejó de llamarse MRS y se rebautizó como Unión Democrática Renovadora (UNAMOS). Contra estas personas Ortega apela a los viejos valores: la soberanía y la autodeterminación de los pueblos. Pero no es más que una excusa. El golpe al antiguo MRS obedece a múltiples razones, si atendemos a la particular idiosincrasia política de la pareja gobernante: UNAMOS es el partido que le resta bases, varios de sus dirigentes tienen experiencia organizativa, son los que en el plano internacional impugnan la imagen del FSLN como partido de izquierda y son los que contagian la idea, entre las bases del FSLN, de que es posible el relevo en el liderazgo: el MRS ha tenido cinco presidentes en sus veintiséis años de existencia; el FSLN, uno solo desde que llegó al poder en 1979.

El FSLN es un partido político que nació como organización guerrillera y ha tenido una relación conflictiva con la democracia. Desde los años ochenta, con la prohibición y enfrentamiento de la marcha “¡Nandaime va!”, mostró una cerril intolerancia a que los rivales políticos usaran los espacios públicos y mostraran su músculo popular. Ahora usa como instrumentos políticos a la Policía Nacional y el Ejército de Nicaragua, que nacieron como Policía Sandinista y Ejército Popular Sandinista y mantienen el adjetivo con tinta invisible pero indeleble. Son el legado más duro y duradero del sandinismo, y su medio más eficaz para impedir un cambio democrático. Siguiendo la tendencia de las anteriores estadísticas electorales, con cuatro candidatos presos y la plana mayor del sandinismo democratizante bajo arresto, es posible que Ortega calcule ganar con el 82 por ciento de los votos en 2021.


José Luis Rocha: Periodista, escritor y sociologo nicaragüense, investigador de la revista Envío (Managua, Nicaragua),

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