Este artículo fue publicado en inglés en la edición de otoño de 2024 de nuestra revista trimestral NACLA Report.
El domingo 28 de septiembre del 2008, miles de electores ecuatorianos acudieron a las urnas para atender la convocatoria a un referéndum. Al finalizar la jornada, el 63,9 por ciento de la votación aprobó mayoritariamente la Carta Magna elaborada por la Asamblea Constituyente. Entre otros aspectos, el más importante de todos incluyó el artículo 1 de la Constitución: “El Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico. Se organiza en forma de república y se gobierna de manera descentralizada".
Una disposición constitucional inédita en la historia de esta República andino-amazónica, el reconocimiento de la condición plurinacional del Estado e intercultural de la sociedad marcaba simultáneamente el ocaso del proyecto criollo de Estado-nación establecido en 1830, caracterizado por su etnocentrismo y exclusión. Sin embargo, más allá del alcance jurídico del texto constitucional del 2008, surgen dudas en torno a la materialización de esta nueva condición. Es decir, si existe una base material en la sociedad, en la economía, en el territorio, en las instituciones y en las organizaciones sociales que se corresponda con tal definición.
Se puede esgrimir al respecto al menos tres factores estructurales que inciden en el establecimiento de un nuevo orden compatible con la condición de Estado plurinacional y sociedad intercultural: uno, el peso de la herencia colonial y la prevalencia de un dominio cultural etnocéntrico, que forma parte de la estructura de poder que lo encabeza una pequeña, pero poderosa élite oligárquica; dos, un Estado en formación, con una institucionalidad porosa y débil, carente de suficiente autonomía frente a la dinámica de intereses privados y particulares, que deriva en una subordinación al capital extractivo; y tres, la desarticulación de un bloque popular, marcado por rupturas y fracturas que incluyen al propio movimiento indígena, e impiden la construcción de una propuesta contra hegemónica, llamada a refundar el Estado discriminatorio y poscolonial y a establecer un nuevo régimen económico-territorial y de desarrollo.
En la práctica, en más de tres lustros desde la promulgación de la nueva constitución, la prevalencia de exclusión y discriminación, tal como se puede apreciar en los casos de conflicto en torno a la administración de justicia indígena, la dependencia del Estado a los designios e intereses del capital transnacional — en particular ligado a la industria extractiva de minerales y petróleo, y la desarticulación en el campo popular, incluyendo el propio movimiento indígena, restringen una verdadera refundación del Estado.
El desencuentro en torno a la justicia indígena
A lo largo de su historia, Ecuador ha experimentado un proceso económico, político, cultural y territorial excluyente para los mestizos pobres y los pueblos montubio, afroecuatoriano e indígenas. En contraste, ha sido favorable a una minoría oligárquica terrateniente, agroexportadora y de ascendencia blanco-mestiza, la cual ha acaparado la mayor parte de las riquezas nacionales, incluyendo tierras, minas, finanzas, comercio, energía, industria, medios de comunicación y banca, además del control del poder político.
Desde 1830, los terratenientes criollos no solo concentraron para sí la propiedad de la tierra, sino que también impusieron su proyecto de nación basado en el uso exclusivo del castellano, una educación occidental y eurocéntrica, y la religión cristiana bajo el dominio de la iglesia católica. Este proyecto buscaba afianzar un orden civilizatorio occidental, compatible con las demandas del mercado capitalista global, en el cual esta parte de Sudamérica se sumaría como proveedor de materias primas. Para ello requería reforzar la tarea colonial de homogeneizar y someter a los pueblos ancestrales —indígenas y afrodescendientes— bajo una única identidad y cultura.
Simultáneamente, en el ámbito jurídico, se institucionalizaron y codificaron las normas que sustentan este orden hegemónico. La construcción del Estado-nación criollo incluyó la implementación de un sistema legal unificado que jugó un papel decisivo en la consolidación del poder central y la integración de diversas regiones y comunidades bajo una misma autoridad.
Sin embargo, la crisis del proyecto criollo de Estado-nación a finales del siglo XX, con la irrupción del movimiento indígena en la política en 1990, marcó el colapso del consenso etnocéntrico sobre el cual se fundó la República del Ecuador. En ese marco, la aprobación de la Constitución del 2008 representó una síntesis de las demandas sociales por poner fin al proyecto excluyente del Estado decimonónico.
Efectivamente, dicha Constitución no solo ratificó el reconocimiento de los derechos colectivos de pueblos indígenas (ya presentes en la Constitución de 1998), sino que amplió y profundizó en aspectos específicos como el ejercicio del derecho a la autodeterminación y autonomía, que refiere fundamentalmente a la posibilidad de que los pueblos indígenas autogestionen y gobiernen sus asuntos conforme a sus propias tradiciones, normas y autoridades.
Uno de esos asuntos tiene que ver con la administración de justicia y el procesamiento de conflictos dentro de las jurisdicciones indígenas, tal como dispone el Artículo 171 de la Constitución que “autoridades de las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas ejercerán funciones jurisdiccionales, con base en sus tradiciones ancestrales y su derecho propio, dentro de su ámbito territorial, con garantía de participación y decisión de las mujeres”.
Sin embargo, pese a esos avances en la norma jurídica, en la práctica el Estado parece no haber superado las viejas herencias etnocéntricas, coloniales y del positivismo jurídico, lo cual se refleja en los desencuentros y conflictos desatados entre el sistema de justicia ordinario del Estado y el sistema de justicia indígena, basado en el derecho consuetudinario. Al respecto hay dos ejemplos ilustrativos de este hecho: uno en la provincia de Cañar, en la Sierra Sur, y el otro en Cotopaxi, en la Sierra Central.
En el primer caso, en la comunidad San Pedro, Cañar, María Tamay enfrentó un desafío significativo cuando su esposo emigró a Estados Unidos, dejando 12,000 dólares para comprar un terreno. Sin embargo, el dinero fue recibido por su suegro, quien compró el terreno a su nombre y negó haber recibido la suma, alegando que solo recibió dinero para tratar una dolencia. Posteriormente, acusó a María de infidelidad, provocando su divorcio.
María denunció el caso al Consorcio de Justicia Indígena de San Pedro. Este consorcio, conocido por resolver casos diversos, decidió detener al suegro para juzgarlo en la comunidad. La Asamblea Comunitaria resolvió que el dinero debía entregarse a María y sometió al suegro a un proceso de sanación, que incluyó rituales tradicionales. A pesar de esto, el suegro denunció a María y a las autoridades del consorcio por secuestro, resultando en una sentencia de cinco años de prisión para María.
Este caso refleja la persecución y judicialización de autoridades indígenas en Cañar, vulnerando derechos constitucionales e internacionales que permiten resolver conflictos a través de autoridades indígenas. María es una de las 23 autoridades de San Pedro de Cañar procesadas penalmente en entre 2015 y 2016 por ejercer su derecho constitucional de administrar justicia en sus territorios. Siete, entre ellas María, fueron sentenciadas y encarceladas en distintas regiones de la Sierra.
En el segundo caso, en la comunidad Kichwa de La Cocha, parroquia Zumbahua, Cotopaxi, Marco Olivo Pallo fue estrangulado en 2010 durante una fiesta por jóvenes de la comunidad aledaña Guantopolo. Las autoridades indígenas de La Cocha, junto con dirigentes locales, tomaron medidas. La comunidad de Guantopolo entregó a cinco implicados, quienes fueron llevados ante la Asamblea General Comunitaria de La Cocha. La asamblea impuso varias sanciones: una indemnización de $5.000 dólares a la madre de la víctima, la expulsión de los culpables por dos años, un proceso de rehabilitación y rituales de sanación, y una disculpa pública.
El sistema de justicia ordinario del Estado también se hizo caso del asunto y presentó cargas en contra de los cinco implicados. El hermano de la víctima estragulada presentó una acción extraordinaria de protección, argumentando que la justicia indígena se debe respetar. El caso llegó a la Corte Constitucional, que determinó que no se vulneraron derechos en la administración de justicia indígena. Sin embargo, la Corte subrayó que la justicia penal ordinaria tiene la facultad exclusiva de juzgar casos de homicidio. Ordenó implementar y difundir esta sentencia para garantizar una cooperación intercultural eficaz en el sistema judicial y exigió a los medios de comunicación obtener autorización previa de las autoridades indígenas para difundir estos casos, asegurando un tratamiento veraz y contextualizado.
Ambos casos remiten a problemáticas persistentes de desencuentro y conflicto entre ambos sistemas de justicia, señalados por juristas como Raquel Yrigoyen y Bartolomé Clavero. Hay una desigualdad jurídica, y pese al avance que implica la Constitución ecuatoriana, en la práctica existe un reconocimiento insuficiente de la justicia indígena, que se ve subordinada al sistema estatal. Los casos referidos muestran que hay conflictos de competencia y jurisdicción, con una clara interferencia estatal en casos graves y la judicialización de autoridades indígenas. Según Yrigoyen existen diferencias culturales y epistemológicas cruciales: mientras la justicia indígena se basa en armonía y reparación, el sistema ordinario enfatiza la punición. A ese factor se agrega lo que Clavero denomina “instrumentalización política” de la justicia estatal y una falta de recursos para las comunidades indígenas.
Estas experiencias ponen al descubierto la necesidad de mecanismos adecuados de coordinación entre ambos sistemas judiciales y la necesidad de superar la desconfianza mutua, especialmente entre autoridades y operadores de justicia, exacerbada por prejuicios y estigmatización de la justicia indígena por parte del sistema ordinario.
Industria extractiva en territorios indígenas
En los casi 190 años de historia ecuatoriana, son pocos los eventos en que sectores populares lograron controlar momentáneamente el poder político e impulsar reformas que reconocieran derechos sociales, laborales y colectivos, y redistribuyeran la riqueza económica entre una mayor parte de la población. Al final, los grupos de poder ligados al capital transnacional consolidaron un modelo capitalista basado en una economía primario-exportadora, vinculando el país al mercado mundial a través de la extracción y venta de materias primas.
En ese marco, el Estado ecuatoriano nunca logró consolidarse como una entidad autónoma y capaz de imponer el interés general por sobre los intereses particulares. En este último medio siglo, el capital extractivo ha subordinado al Estado a sus intereses, debilitando su soberanía y limitando su capacidad regulatoria, que se ha traducido en políticas públicas altamente favorables a las corporaciones privadas, lo cual ha sido evidente durante gobiernos de corte neoliberal.
En el sector petrolero, por ejemplo, una empresa transnacional según el marco jurídico vigente puede recibir en concesión hasta 200 mil hectáreas en la Amazonía para proyectos de exploración y explotación de hidrocarburos, firmando contratos con el Estado central por un máximo de 20 años.
Estas empresas disfrutan de condiciones tributarias privilegiadas y pocos controles reales sobre los impactos ambientales y sociales de sus operaciones. A pesar de que los artículos 71 al 74 de la Constitución reconocen los derechos de la naturaleza y establece medidas precautorias para prevenir daños a los ecosistemas, en la práctica, el Estado muestra severas limitaciones institucionales que resultan en negligencia y respuestas tardías a la vulneración de estos derechos en la forma de derrames petroleros, contaminación de ríos y lagos, tráfico de especies, tala indiscriminada y otros impactos ambientales.
Algo similar se visualiza en torno a los derechos de los pueblos indígenas frente a actividades extractivas en sus territorios. Al respecto, dos experiencias recientes en la Amazonía ilustran el comportamiento de un Estado que — pese a su condición de plurinacional — no ha podido desprenderse del poder que ejerce el capital extractivo transnacional. En un primer caso, en la Amazonía norte, el asedio y despojo territorial de los A’i Cofán, incluyendo la violación de su derecho a la consulta previa, libre e informada; y en un segundo caso, en la Cordillera del Cóndor, en la Amazonía Sur, donde se evidencia el desconocimiento del derecho a la autonomía y autogobierno del pueblo Shuar Arutam.
En el caso de los A’i Cofán, en la provincia de Sucumbíos, se encuentra la comunidad ancestral de Sinangoe, con aproximadamente 63 mil hectáreas. En el año 1970, al crear el Parque Nacional Cayambe Coca, el Estado adhirió su territorio sin consultar. La comunidad nunca estuvo de acuerdo con considerar su territorio como un "parque" controlado por el Estado para conservación.
El Ministerio del Ambiente suscribió un convenio restringiendo las actividades ancestrales a cambio de proteger el territorio, lo cual no ocurrió. Los A’i Cofán han sido asediados por el turismo, la colonización y la minería metálica para la explotación de oro. En 2017, monitores ambientales A’i Cofán empezaron a detectar varias actividades mineras en los territorios de Sinangoe. Frente a 52 concesiones para exploración y explotación minera en sus territorios, los A’i Cofán tomaron acciones legales.
Como nos recuerda la investigadora Gisela Suárez Bastidas, la comunidad de Sinangoe presentó una acción de protección contra el Ministerio del Ambiente (MAE), la Agencia de Regulación y Control Minero (ARCOM) y la Secretaría Nacional del Agua (SENAGUA) ante la Corte Provincial de Justicia de Sucumbíos, que un juez aceptó. La decisión suspendió la actividad minera en sus territorios. Más adelante, la Corte Constitucional ratificó la sentencia a favor de la comunidad indígena Cofán de Sinangoe, destacando la necesidad de la consulta previa, libre e informada. En otras palabras, las entidades estatales responsables de la regulación y control, se mostraron limitadas y subordinadas al designio del capital extractivo.
En un segundo caso, en otro ámbito como el derecho de autonomía y autogobierno de pueblos indígenas, el Estado vuelve a demostrar sus limitaciones institucionales para procesar dichas demandas. Es un proceso ocurrido en el sur-oriente de la Amazonía, fronterizo con el Perú, donde se encuentra el territorio ancestral de la nacionalidad Shuar.
En las últimas dos décadas, el Pueblo Shuar Arutam (PSHA) ha buscado reafirmar su autonomía frente a las presiones de la industria extractiva, colonos y traficantes de madera. Con la firma del Tratado de Paz de Brasilia en 1998, el territorio Shuar en la Cordillera del Cóndor se transformó de un escenario bélico a uno de integración binacional y conservación ambiental, atrayendo la atención de agencias ambientalistas y de la industria maderera. Los primeros habían planteado la necesidad de impulsar una propuesta de un área protegida integrada al Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP). Sin embargo, los Shuar rechazaron la propuesta por considerarla una imposición estatal que les haría perder el control sobre su territorio. Como alternativa, propusieron la creación de un territorio protegido y un gobierno territorial autónomo, lo que culminó en la formación de la Circunscripción Territorial Indígena Shuar Arutam (CTSHA) en la Cordillera del Cóndor, con una extensión de 200 mil hectáreas y cerca de 1.500 familias distribuidas en 60 comunidades.
Según Domingo Ankuash, líder histórico de los Shuar: “Si queremos recuperar la cultura, tenemos que asegurar nuestro territorio. El hombre sin tierra no tiene cultura. No puede tener educación, salud, trabajo o economía. Se convierte en mendigo, trabajador o criado; vive trabajando para otros. La cultura occidental ha traído a mucha gente sin tierra, que se han convertido en trabajadores y sirvientes. No nos gusta. Acá no tenemos trabajadores en las fincas, nosotros mismos trabajamos. No queremos explotación del hombre por el hombre…. Somos aliados de los bosques, porque somos seres vivientes y nos entendemos”.
Y en los últimos 20 años, desarrollaron “planes de vida” con objetivos como proteger el territorio, fortalecer la cultura y mejorar los ingresos familiares. Sin embargo, estos planes se han visto obstaculizados por concesiones mineras otorgadas desde hace más de tres décadas. Luego de años de conflicto, represión y vulneración de derechos individuales y colectivos, los Shuar de la CTSHA declararon en 2019 su intención de mantener su rechazo a todo proyecto extractivo en su territorio, y siguen luchando contra los intereses que buscan invadir sus territorios.
Es un caso que puso en evidencia la limitada capacidad estatal para procesar los conflictos sociales y ambientales ligados al extractivismo, y garantizar al mismo tiempo los derechos colectivos de las comunidades locales, causando graves daños ecológicos, sociales y culturales.
Desarticulación del bloque popular y límites del movimiento indígena
La lucha de los pueblos indígenas en Ecuador se remonta al período colonial y a lo largo de la existencia de la República. Sin embargo, la lucha más reciente de las organizaciones indígenas lleva aproximadamente seis décadas, cuando campesinos e indígenas, liderados por la FENOC (hoy FENOCIN, la Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras), lucharon por la reforma agraria, logrando acceso parcial a la tierra y el fin de grandes haciendas y trabajos serviles. Sin embargo, en los años 1980 estas reformas fueron detenidas por el gobierno neoliberal de León Febres Cordero.
En la Amazonía, entre los años 1960 y 1980, los indígenas enfrentaron amenazas por programas de colonización y actividades petroleras de la transnacional Texaco. La acción de misioneros católicos y evangélicos intentó apaciguar el rechazo de las comunidades. Este asedio fomentó una conciencia colectiva sobre sus derechos e identidades, llevando a la creación de organizaciones indígenas. En 1981, se estableció la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonia (CONFENIAE) y, en 1986, junto a otras organizaciones de la costa, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), para unificar la lucha indígena en el país.
En junio de 1990, las organizaciones indígenas lideradas por la CONAIE realizaron el primer Levantamiento Indígena, paralizando el país durante más dos semanas. Sus demandas incluían el derecho a la tierra, la culminación de la reforma agraria, la educación intercultural bilingüe, el reconocimiento del Ecuador como un Estado plurinacional e intercultural, que incorpora —entre otros— el derecho de autodeterminación y autonomía de los pueblos indígenas.
Desde entonces hasta el presente, un periodo marcada por políticas neoliberales y un breve período nacionalista-popular entre 2008 y 2016, la relación entre el Estado y los pueblos indígenas ha sido variable. Multiculturalismo o desarrollismo afín al neoliberalismo han sido la tónica de políticas y programas, reconociendo la diversidad cultural, pero erosionando las identidades y vulnerando derechos autonómicos y territoriales, lo que el experto mexicano Héctor Díaz Polanco denominó “estrategia etnófaga”. Programas como el “Prodepine”, un proyecto de desarrollo para comunidades indigenas y negras inicado a finales de los 1990 y apoyado por el Banco Mundial, promovieron el "etnodesarrollo" priorizando proyectos de mercado sobre derechos colectivos, influyendo ideológicamente en el movimiento indígena y sus organizaciones, como lo señala Víctor Bretón.
En general, el modelo neoliberal debilitó al Estado ecuatoriano, desmantelando políticas y programas sociales en educación y salud, y afectando de manera directa e indirecta a pueblos y nacionalidades indígenas. Aquello derivó en una aguda crisis socio-económica y política, al extremo de convertir a Ecuador en un país altamente inestable. Entre 1997 y 2006, Ecuador tuvo siete gobiernos en menos de una década. En ese contexto, diversos colectivos impulsaron la coalición "Alianza País", eligiendo a Rafael Correa como presidente en 2006. Una Asamblea Constituyente se realizó en Montecristi entre 2007 y 2008 y la nueva Constitución fue aprobada en un referéndum popular en octubre de 2008.
Según la CEPAL, entre el 2007 al 2014, Ecuador redujo la pobreza del 37.6 por ciento al 22.5 por ciento. Sin embargo, la economía se vio afectada por la caída del precio del petróleo, la apreciación del dólar y un terremoto en 2016. Durante los diez años de gobiernos de Correa, las relaciones Estado-pueblos indígenas estuvieron marcadas por desencuentros y conflictos, en especial en torno a proyectos de explotación minera, falta de consulta previa y respuestas represivas a las protestas, generando frustración desde las organizaciones indígenas ante las garantías constitucionales.
Dicha situación se agravaría con el retorno del neoliberalismo. En 2017, Correa fue sucedido por Lenín Moreno, quien al poco tiempo de asumir su cargo rompió con Alianza País y pactó con sectores opositores de la derecha conservadora y la Embajada de los EE.UU. Moreno impulsó el retorno a las políticas neoliberales, con un acuerdo con el FMI a inicios del 2019, desmantelando agresivamente las políticas del gobierno de Correa bajo el pretexto de reducir el déficit fiscal y “combatir la corrupción”. Sin embargo, según Álvaro García Mayoral de la Fundación Carolina, el modelo neoliberal impulsado por Moreno y Guillermo Lasso fue un fracaso, con significativas reducciones en los presupuestos de educación y salud, agravados por los efectos posteriores de la pandemia del Covid-19.
Estudios basados en datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC) muestran que la pobreza golpea más duramente a la población indígena. En el año 2021, 78 por ciento de la población indígena vivió en una situación de pobreza multidimensional y 43 por ciento en extrema pobreza. El antropólogo Jacques Ramírez señala que el deterioro de las condiciones de vida provocó una ola migratoria, que entre 2021 y 2024 bordea los más de 400 mil personas que abandonaron Ecuador, principalmente con destino hacia Estados Unidos.
En las últimas cuatro décadas, los pueblos indígenas de Ecuador han navegado un curso tumultuoso marcado por cambios económicos y sociales, así como transformaciones demográficas y culturales. Tras la llamada “Revolución Ciudadana” liderada por Correa, el neoliberalismo ecuatoriano ha girado hacia posturas más radicales y autoritarias, con un gradual desmantelamiento de programas estatales, reducción en la inversión social y ausencia de regulaciones y controles frente a los abusos del capital, afectando severamente las condiciones de vida de los sectores populares.
Dicho proceso además ha estado acompañado de una intensa ofensiva ideológica que cuestiona los enfoques de derechos humanos, las políticas de bienestar y la intervención estatal. Según una encuesta del Indigenous Navigator con apoyo del Grupo de Investigación Estado y Desarrollo (GIEDE) de la Universidad Politécnica Salesiana (UPS), entre 2017 y 2023, el 60,9 por ciento de las organizaciones indígenas han sido víctimas de represión, incluyendo incursiones policiales en asambleas pacíficas. Entre 2008 y 2023, el 65,2 por ciento de los territorios indígenas han sido escenario de actividades militares y 82,6 por ciento de actividaes paramilitares en apoyo a empresas extractivas.
Entre 2012 y 2017, 282 personas enfrentaron cargos penales por la defensa de derechos humanos y de la naturaleza, algunas con condenas que alcanzaron hasta 12 años de prisión. En un paso hacia la justicia, en marzo de 2022 la Asamblea Nacional aprobó una amnistía para 268 líderes ambientales, sociales e indígenas, reconociendo el derecho constitucional a la protesta. El Acuerdo de Escazú, en vigor en Ecuador desde abril de 2020, ha proporcionado un marco legal crucial para la protección de los defensores ambientales y el acceso a información sobre proyectos que podrían afectar a territorios indígenas.
En ese complejo panorama, los pueblos indígenas han mostrado una diversidad notable de posturas y acciones, entre las que se destacan cuatro corrientes o enfoques principales: el multiculturalismo-neoliberal, la integración al Estado, la autonómica-plurinacional y el fundamentalismo étnico. Estas corrientes reflejan las diferentes perspectivas sobre el papel del Estado, el desarrollo económico y la preservación cultural en un contexto de desafíos y transformaciones constantes.
En general, la construcción de un Estado plurinacional ha seguido un camino sinuoso y conflictivo, a pesar del reconocimiento constitucional. El estudio del GIEDE de la UPS subraya tensiones persistentes en la Sierra y la Amazonía debido a conflictos sobre tierras comunales, agua, bosques y páramos, exacerbados por proyectos extractivos. El 82,6 por ciento de las organizaciones indígenas reportan conflictos internos en sus territorios, mayormente relacionados con minería y tala ilegal.
En la Amazonía, las comunidades enfrentan una cuádruple presión: capital extractivo de minería (legal e ilegal), petróleo, expansión urbana y explotación maderera. Para prevenir estos escenarios, según Inti Cartuche Vacacela, profesor Kichwa de la Universidad Central del Ecuador, es fundamental fortalecer la capacidad local de respuesta y autogestión territorial, a través de las organizaciones y autoridades representativas. Asimismo, se debe advertir adecuadamente a las autoridades responsables en áreas como Ambiente o Energía y Minas, y en algunos casos, a los gobiernos locales.
Posterior a los acuerdos del 2019 con el Fondo Monetario Internacional, las políticas neoliberales han exacerbado desigualdades, marginando a los pueblos indígenas con acceso limitado a servicios, discriminación laboral y migración forzada. Aquello, según Leonidas Iza, presidente de la CONAIE, devela la existencia de un régimen excepcional y autoritario que ignora la Constitución, priorizando intereses económicos sobre los derechos indígenas. En las palabras de Iza: “La falta de participación en decisiones cruciales perpetúa conflictos y obstaculiza el avance hacia un Estado plurinacional y de derechos interculturales”.
Pablo Ortiz-T. es sociólogo, máster en Ciencias Políticas y doctor en Estudios Culturales y profesor-investigador de la Universidad Politécnica Salesiana–Sede Quito, Ecuador. También es coordinador del Grupo de Investigación Estado y Desarrollo GIEDE.