Este artículo fue publicado originalmente en el número de verano 2023 del NACLA Report, nuestra revista trimestral.
El día 25 de diciembre de 2022, la policía del Distrito Federal detuvo a un sospechoso de intentar explotar un camión cisterna lleno de gasolina cerca del estacionamiento del aeropuerto internacional de Brasilia. El hombre había estado acampando frente al Cuartel General del Ejército brasileño en los días anteriores, junto con varias centenas de personas, clamando por un golpe de estado ejecutado por los militares. Su objetivo era causar caos, lo que, según las teorías jurídicas que circulaban por los grupos de derecha en Telegram, sería suficiente para permitir que el entonces presidente Jair Bolsonaro pudiera declarar estado de sitio, entregar el poder civil definitivamente a los militares y anular el resultado de las elecciones presidenciales que tuvieron lugar en octubre, en las que el izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva había triunfado por una pequeña margen de votos.
El casi-terrorista planeaba atentar contra la vida y la integridad física de miles de personas (el aeropuerto de la capital recibe más de 35 mil personas al día), porque no reconocía el resultado de las elecciones y se negaba a aceptar la salida de Bolsonaro de la presidencia de la república para pasar el poder a cualquier otra persona, especialmente al entonces expresidente Lula. En el momento de la detención fue encontrado con él un gran arsenal de armas y municiones.
Según el relato de la policía, el detenido, proveniente del Estado de Pará, se presentó como "gerente de estación de gasolina", pero informes de investigación posteriores, declararon que probablemente se trataba de un socio oculto de una red de estaciones de gasolina y de una empresa de transporte que actuaba en varios estados amazónicos, precisamente en la región conocida como "el arco de la deforestación". La empresa de transporte a la que aparece vinculado su nombre ya había tenido un camión confiscado por la Policía Federal de Carreteras por transportar madera ilegal y gran parte de las estaciones de gasolina están localizadas en ciudades conocidas por las altas tasas de violencia relacionada con apropiación ilegal de tierras públicas y con garimpo, como es conocida la minería ilegal en Brasil.
Hay una enorme coincidencia entre el bolsonarismo, nombre dado al movimiento de extrema derecha que dió apoyo político al gobierno de Bolsonaro, y el crimen ambiental en Brasil, especialmente el practicado en la Amazonía. Muchos de los que participaron en la toma violenta de los edificios de los principales poderes de la República en un intento de golpe de estado el 8 de enero de 2023 relataron que viajaron a Brasilia con todos los gastos pagados por "empresarios" que vivían en lugares como Rondônia, Mato Grosso y Pará, estados amazónicos que concentran gran parte de la deforestación y la expansión de la minería ilegal. Ya es bastante evidente que la lucha contra el delito ambiental es también una lucha por la democracia en el país, porque los agentes del caos son los mismos. Aquellos que apuestan contra la democracia lo hacen porque ya han invertido mucho en una economía ilegal - o beneficiada por la impunidad - que resulta en más deforestación, y saben que la gran oportunidad de continuar en este negocio sin grandes contratiempos es mantener el bolsonarismo en el poder a cualquier costo.
Por ejemplo, entre los fervientes "patriotas", como se autodenominan los extremistas de derecha, es un empresario con intereses economicas en la minería ilegal en Roraima. Rodrigo Martins de Mello, también conocido como Rodrigo Cataratas, ha enfrentado investigaciones criminales por su presunta responsabilidad de financiar la extracción ilegal de minerales como el oro en la Tierra Indigena Yanomami. Durante los cuatro años del gobierno de Bolsonaro, más de 20 mil garimperos, trabajando en situación homóloga a esclavitud, destruyeron ríos y aldeas al invadir al territorio Yanomami, provocando una crisis que se ha denominado un genocidio. En las elecciones de 2022, Mello, fundador del movimiento pro-minería Garimpo É Legal, se postuló como candidato a diputado federal. Durante la campaña electoral, pintó uno de sus helicópteros —simbolo de la mineria ilegal, que se lleva a cabo en territorios aislados— con los colores de la bandera nacional, sinónimo del bolsonarismo. Además de defender publicamente el garimpo, como partidario incondicional de Bolsonaro, vociferaba en contra de la posibilidad de que la izquierda ganara las elecciones, o de la necesidad de evitar que tomara posesión, ya que apenas el fraude electoral podría explicar la derrota de Bolsonaro en las urnas.
En las elecciones más ajustados de la historia reciente de Brasil, Lula ganó con una ventaja de apenas un punto porcentual sobre el candidato de la extrema derecha. Su plataforma tenía dos elementos centrales: la lucha contra el hambre crónica, la cual explotó en los últimos 8 años, y la lucha para evitar la derrota definitiva de la democracia en el país. Y a diferencia de lo ocurrido en sus otras elecciones, esta vez la lucha contra la deforestación, la minería ilegal, la promoción de una economía verde y la defensa de los derechos territoriales y culturales de pueblos indígenas, quilombolas y comunidades tradicionales fueron temas que aparecieron con gran destaque durante la campaña electoral, en los discursos de la victoria y de la posesión y pronto en los primeros actos de gobierno, incluso en su participación en la COP 27 en Egipto pocos días después de electo.
El militarismo y el crimén organizado
En los últimos 10 años, los militares deliberadamente volvieron a frecuentar la vida política del país. En medio de una ola de impulso de la extrema derecha en todo el planeta, fueron creadas las condiciones para la destitución constitucional de la presidenta Dilma Rousseff en 2016 y para la elección de Bolsonaro en 2018. Excapitán del ejercito brasileño, Bolsonaro armó un gobierno con el mayor número de militares en cargos de primera orden de la historia contemporánea de Brasil, superando incluso al gobierno de la dictadura militar que subyugó el país entre 1964-1985.
Una de las razones por las cuales el bolsonarismo, que es una alianza entre militares y extremistas de derecha, no logró concretar un golpe de estado después de la derrota electoral, fue la absoluta falta de apoyo político en el ámbito de la comunidad internacional. Estados Unidos, Unión Europea, Reino Unido, Argentina, México, Australia, entre otros, fueron claros desde el principio en que no reconocerían un gobierno autoritario en el país, sobre todo un gobierno que tenía como horizonte utópico la completa sustitución de la selva amazónica por la ganadería, la minería y el monocultivo, algo que, de ocurrir, afectaría de forma contundente el clima de todo el planeta.
Lula, por su parte, hoy en día tiene muy claro la urgencia de evitar la destrucción del Amazonas. Aunque siempre tuvo una gran sensibilidad hacia las desigualdades sociales, durante sus primeros mandatos (2003-2010) nunca tomó en serio las advertencias sobre la gravedad de los desequilibrios ambientales causados por el modo de vida moderno, que entendía como preocupaciones burguesas. Ahora su postura es diferente, ya sea porque finalmente ha comprendido la amenaza civilizatoria representada por los cambios climáticos, o porque está claro para él que es en el papel de guardián y gestor de este tesoro que Brasil podrá volver a tener relevancia en el escenario mundial.
Durante sus dos primeros mandatos, bajo el liderazgo de la ministra de medio ambiente Marina Silva, el gobierno de Lula logró reducir la deforestación en la Amazonía a los niveles más bajos desde el inicio de las mediciones oficiales en la década de 1980. Lo hizo fortaleciendo los organismos federales de protección ambiental, creando áreas protegidas en las fronteras de la deforestación, reconociendo tierras indígenas y aplicando mejor la legislación ambiental existente. Pero para lograr el mismo resultado ahora, a pesar de los niveles récord de deforestación de los últimos años, tendrá mucha más dificultad.
Con la complicidad del gobierno militar de Bolsonaro, el crimen organizado se ha arraigado en la Amazonía brasileña. Existen amplias evidencias de la conexión entre la expansión de la minería ilegal, que ha destruido miles de kilómetros de ríos y ha contaminado a cientos de miles de personas con mercurio, y el tráfico internacional de drogas. La porosidad entre la economía formal y la ilegal ha aumentado significativamente en los últimos años. Ante la caída vertiginosa en la percepción de riesgo, promovida por la absoluta impunidad reinante durante el régimen de Bolsonaro, muchos empresarios agropecuarios han invertido en la usurpación de tierras públicas, que cubren el 37,5 porciento del territorio amazónico. El acaparamiento de tierras es actualmente el principal impulsor de la deforestación en la región, ya que es un negocio muy lucrativo.
La práctica de este tipo de crímenes en la región también degrada las estructuras de la organización social de indígenas y de comunidades rurales que están cada vez más expuestas a las redes de crimen organizado. Son crecientes los los informes sobre la implicación de jóvenes comunitarios, hijos de extractivistas que lucharon por la protección del bosque, en el tráfico de madera, también financiado por mafias involucradas en el tráfico de drogas. Revertir esta tendencia será extremadamente desafiante para el gobierno de Lula, pero absolutamente necesario.
Nuevas estrategias, urgentamente necesitadas
El enfrentamiento civilizatorio nunca fue tan claro: los destinos de la selva amazónica y de la democracia en Brasil están umbilicalmente entrelazados. El movimiento que conduce a la destrucción de la selva aumenta la desigualdad a corto plazo, al concentrar tierra y renta, y genera graves impactos económicos a mediano plazo, al afectar el régimen de lluvias que permite al cono sur del continente sudamericano ser uno de los mayores graneros agrícolas del planeta. La alta desigualdad en una economía estancada es la clave para los gobiernos de tendencia fascista. Salvar la selva amazónica, por lo tanto, es también salvar el futuro del Estado democrático de derecho en el país.
Para tener éxito, el gobierno de Lula tendrá que hacer algo diferente y mejor. El espacio político para la creación de nuevas unidades de conservación y la delimitación de tierras indígenas hoy es mucho más estrecho que antes. En 2003, el agronegocio ya era importante para la economía del país, pero en una escala mucho menor y con mucho menos organización política. Hoy en día es la locomotora que impulsa la economía nacional y está sobre representado en el Congreso Nacional con la Frente Parlamentar de la Agropecuaria, compuesta por 344 congresistas, que corresponden a 58 porciento de la Cámara de Diputados y 54 porciento del Senado, lo que le permite prácticamente aprobar o rechazar las materias que quiera. Durante años, las entidades representativas del agronegocio han priorizado trabajar políticamente para desmantelar el marco jurídico e institucional de protección ambiental y de las tierras indígenas, en lo que debemos reconocer que han tenido un relativo éxito. Es necesario registrar que durante los últimos 11 años, desde la revisión del Código Forestal en 2012, el agronegocio ha avanzado en proyectos de ley y acciones judiciales no sólo para inviabilizar la creación de nuevas áreas protegidas, como sino también para reducir las que ya se han creado, argumentando que su existencia afecta "los intereses nacionales", es decir, sus propios intereses de clase dominante. Es improbable que Lula pueda repetir la fórmula de éxito anterior, no apenas con la reducción expresiva de la deforestación, pero también con la posibilidad real de institucionalizar políticas públicas de Estado para promover la conservación y uso sustentable de áreas protegidas en todos los biomas del país, ya que esto podría costarle enormes presiones y disgustos en el Congreso Nacional, donde no tiene una mayoría establecida y necesita aprobar medidas fundamentales para su propia supervivencia a corto plazo, incluyendo recursos para combatir el hambre, su indiscutible y necesaria prioridad.
Incluso si logra crear nuevas áreas protegidas en una escala razonable, la eficiencia de este instrumento ya no es la misma. Tomemos el ejemplo de las tierras indígenas, que según la legislación brasileña son áreas públicas, pertenecientes a la Unión, pero con disfrute exclusivo para los pueblos indígenas. Según datos del Instituto Socioambiental, a pesar de ocupar el 24 porciento del territorio de la Amazonía Legal, sólo tienen el 7 porciento de la deforestación acumulada en toda la región (2020). Esto se debe no sólo a la defensa activa que los propios pueblos indígenas hacen de su territorio, sino sobre todo a la certeza que existía anteriormente de que, una vez identificadas, demarcadas y tituladas, estas áreas pasarían a estar bajo el más severo grado de protección por parte del Estado, lo que hacía imposible la legalización de ocupaciones en su interior. Esta certeza siempre alejó a los invasores, haciendo que estas áreas fueran realmente protegidas.
Sin embargo, esta situación ha cambiado drásticamente en los últimos años. La deforestación en las Tierras Indígenas amazónicas aumentó un 157 porciento bajo el gobierno de Bolsonaro en comparación con los cuatro años anteriores. Aunque sólo el 4,6 porciento de la deforestación ocurrida entre 2019-22 en la Amazonía ocurrió dentro de las Tierras Indígenas, esto es mucho más de lo que históricamente venía ocurriendo: en 2017 este número era poco más de 1 porciento. Esto se debe a que ha disminuido drásticamente la percepción de que cualquier invasión realizada allí sería castigada con severidad y nunca sería legalizada. Los varios proyectos de ley en el Congreso Nacional que buscan legalizar invasiones en tierras públicas y extinguir tierras indígenas ya demarcadas evidencian esta percepción.La misma situación ocurre con otras categorías de áreas protegidas, las cuales, por lo tanto, no están tan protegidas actualmente como lo fueron en el pasado, cuando fueron utilizadas como principal instrumento para frenar la frontera de la deforestación.
Uno de los pilares más débiles de la estrategia de combate a la deforestación de la primera década del siglo XXI fue la dinamización de la economía de la selva. De los cientos de productos que pueden generar ingresos y empleo a partir de la selva preservada, muy pocos han logrado escalar en su comercialización, a pesar de los muchos proyectos piloto desarrollados durante décadas. Si por un lado el açaí se ha convertido en la primera commodity de la selva, con presencia en todo el país y en el extranjero, la goma natural, que en el pasado fue responsable de la fortuna de muchos, está perdiendo mercado año tras año y actualmente Brasil representa menos del 1 porciento de la producción mundial. Sigue siendo muy difícil viabilizar económicamente, en una sociedad industrial, una producción multidiversa, de pequeña escala y localizada en regiones de acceso remoto. Iniciativas como la de la Amazonía 4.0, que pretende acelerar técnicas de producción y transformación de los productos de la selva, son prometedoras, pero aún están en la mesa de dibujo. El nuevo gobierno tendrá que acelerar esta curva de aprendizaje para tener alguna oportunidad de éxito en su estrategia para la región, ya que, como se ha visto, las acciones de represión y de creación de áreas protegidas tienen hoy en día efectos mucho más limitados que en el pasado reciente.
Lula también tendrá que revisar su estrategia para impulsar el crecimiento económico basado en la construcción de grandes obras con recursos públicos. En primer lugar, porque ya no hay la abundancia de recursos que había antes, ni en el presupuesto público ni en los organismos de financiamiento multilaterales. En segundo lugar, porque fue con la implementación de estas grandes obras en la Amazonía, iniciada durante la dictadura militar y continuada durante los gobiernos de Lula-Dilma, que surgieron varios de los problemas actuales.
La construcción de grandes carreteras y centrales hidroeléctricas han sido, desde la década de 1960, las principales causas de deforestación, ocupación desordenada y violencia en la Amazonía brasileña. De manera poco comprensible, los gobiernos de Lula y Dilma continuaron, con poca o ninguna revisión, varios proyectos megalómanos de la dictadura, entre ellos el asfaltado de la carretera BR 163 y la construcción de las centrales hidroeléctricas en los ríos Madeira (UHEs Jirau y Santo Antônio), Teles Pires (UHEs São Manoel y Teles Pires) y Xingu (UHE Belo Monte). Es en torno a estas obras donde se concentran las tierras indígenas y las unidades de conservación más deforestadas de la Amazonía brasileña, así como las mayores tasas de muertes violentas por conflictos agrarios en la región.
El represamiento de los principales afluentes de la margen derecha del río Amazonas por parte de los gobiernos del PT sucedió a pesar de la resistencia de los movimientos sociales de la región, las advertencias y denuncias de la academia y de la sociedad civil organizada nacional e internacional sobre los graves e irreversibles impactos que estos causaron, y en medio de procesos judiciales por violación de derechos humanos y incumplimiento de la legislación ambiental e indigenista que fueron suspendidos de manera polémica por el gobierno federal en las cortes supremas.
El ejemplo más reciente, bajo la responsabilidad directa de los gobiernos del Partido de los Trabajadores desde el segundo mandato de Lula, es la hidroeléctrica de Belo Monte. Su construcción implicó el desvío de prácticamente el 80 porciento del caudal del río Xingú, provocando una verdadera situación de emergencia humanitaria para los indígenas y ribereños que dependían del río sin que hasta el momento se hayan implementado medidas eficientes de mitigación, compensación o reparación. Al mismo tiempo, la región de impacto de Belo Monte concentra las tasas más altas de deforestación ilegal en tierras indígenas y unidades de conservación en toda la región amazónica desde 2016. Entre 2019 y 2020, cuatro tierras indígenas impactadas por Belo Monte concentraron más deforestación que las 311 tierras indígenas ubicado en el Amazonas. Em 2019, Altamira, la ciudad anfitriona del proyecto, alcanzó el lugar de segundo municipio más violento de todo Brasil, registrando una de las peores masacres realizadas en prisiones de la historia del país. La empresa concesionaria responde a más de 20 acciones en la justicia por violación de derechos humanos, entre ellas, una acción por etnocidio.
El gran dilema civilizatorio
Esperamos que, ahora que finalmente ha llegado al siglo XXI, Lula comprenda genuinamente que ya no es posible repetir la estrategia de ocupación de la Amazonia trazada por los militares a mediados del siglo XX. Esto por dos razones fundamentales.
La primera es que fue diseñada para sustituir el bosque, los pueblos indígenas y las comunidades locales por pastizales, plantaciones y trabajadores precarizados. El éxito de esta estrategia significa, por lo tanto, el fin del bosque y de sus pueblos: una catástrofe humanitaria, ambiental, económica y geopolítica. En este aspecto, la misión de Lula debe ser revertir la estrategia militar que ya logró cortar de la selva amazónica un área equivalente a los territorios de Ucrania y Alemania juntos.
La segunda es que la democracia brasileña ya no puede alimentar de forma inconsecuente los planes de poder trazados por los militares, en los cuales la región amazónica tiene un papel central. Aún hoy justifican formalmente su existencia, en un país cuya última guerra efectivamente ocurrió a mediados del siglo XIX, por la necesidad de "proteger" la Amazonía de la "codicia internacional", que estaría detrás de los minerales existentes en el subsuelo de la región y de la riquísima biodiversidad del bosque - la misma que está siendo perdida en ritmo industrial por el avance de la deforestación. Esta doctrina militar, absolutamente conspiracionista, promovida durante la dictadura militar de los años 70, llevó a la creación de la figura del "enemigo interno", representado por supuestos agentes de las grandes potencias mundiales instalados en territorio nacional: organizaciones ambientalistas, de derechos humanos, indígenas, movimientos sociales, periodistas y académicos, en fin, la sociedad civil organizada. En resumen, para proteger la Amazonía, los militares querrían sofocar la democracia.
La misión del tercer gobierno de Lula, por lo tanto, será inmensa. Tendrá que contar con un fuerte apoyo político y financiero, tanto nacional como internacional, para crear las condiciones para que la economía de la selva florezca, al mismo tiempo que deberá ser firme contra el delito ambiental, lo que lo dejará vulnerable a intentos permanentes de desestabilización política promovidos por el bolsonarismo, cuyas raíces más profundas se ramifican en los cuarteles y los carteles. Con su inmensa experiencia política, Lula necesitará cerrar su vida política enfrentando de frente el gran dilema civilizatorio de este comienzo de siglo es proteger el clima y la democraciaa, en Brasil y en el mundo.
Raul Silva Telles do Valle es abogado y director de Justicia Socioambiental de WWF-Brasil.
Biviany Rojas Garzón es cientista política, abogada y coordinadora Xingu del Instituto Socioambiental en Brasil.