Este articulo fue publicado originalmente en inglés.
El comienzo del ciclo electoral argentino, que culminará con la elección presidencial del 27 de octubre próximo—y tendrá en agosto las primarias—, se parece muy poco al que imaginara el presidente Mauricio Macri cuando llegó al poder en diciembre de 2015 con un ambicioso proyecto de “cambio cultural”. Macri presentó entonces a su gabinete ministerial como “el mejor equipo de los últimos 50 años”. Desde su campaña electoral, señaló que bajar la inflación sería muy sencillo, denunció la “pesada herencia” kirchnerista y en varios momentos de su gobierno anunció que “lo peor ya pasó”. Al mismo tiempo, en el discurso macrista resonaban los tópicos sobre la decadencia nacional que algunos asocian directamente con el peronismo.
No obstante, luego de casi un mandato “liberal”, encabezado por la coalición Cambiemos, el país se enfrenta nuevamente a sus viejos problemas: alta inflación, falta de dólares, recesión, empeoramiento de sus indicadores sociales, rescate, supervisión y condicionamientos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y, sobre todo, incertidumbre sobre el futuro.
Este escenario mejoró las chances electorales del peronismo, atravesado por fuertes divisiones, especialmente en relación a la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Su reciente decisión de competir por la vicepresidencia y dejar la cabeza de la fórmula al peronista moderado Alberto Fernández modificó radicalmente el tablero político. Todos sus competidores debieron reaccionar al nuevo escenario que causó por un lado la implosión del peronismo de centroderecha articulado en Alternativa Federal, y por el otro estrechó de manera significativa la “avenida del medio” que buscaba superar la polarización. Incluso el propio Mauricio Macri, ante el temor a una derrota, decidió jugar fuerte y eligió como candidato a vicepresidente un senador peronista, Miguel Angel Pichetto, que era hasta hace pocos días parte del bloque de la oposición moderada en el Senado. Hoy el senador parece la figura más reverenciada de la coalición dominante.
Golpes de timón
La alianza Cambiemos—rebautizada Juntos por el Cambio en junio de este año—articula a Propuesta Republicana (Pro) de Mauricio Macri y a la vieja Unión Cívica Radical, el partido que lideró la transición democrática. A diferencia del neoliberalismo de los años ‘90, que exaltaba el mercado y las grandes empresas privadas como motor de la economía, el macrismo construyó un discurso centrado en el “emprendedorismo” y la meritocracia junto a una retórica sobre la necesidad de construir un “país normal” e integrado al mundo. Incluso se presenta como defensor de lo público, pero con “otra visión”. Todo esto le permitió construir una “nueva derecha" políticamente más moderada y capaz de llegar al poder, lo que no había ocurrido antes en la Argentina por la vía democrática.
En el plano económico, el gobierno impulsó el “gradualismo”—incluso los liberales más ortodoxos acusan a Macri de ser un “populista con buenos modales”—y por necesidad política mantuvo todos los programas sociales de los años kirchneristas. Pero su fracaso lo llevó a pedir el rescate del FMI y a una política de ajuste fiscal. El país terminó en 2018 con una y el valor del dólar pasó de 10 a 46 pesos entre 2015 y 2019 y la cifra más más alta desde 2006.
En un plano social más amplio, el gobierno mantuvo una serie de ambigüedades productivas: por ejemplo, Macri avaló que el Parlamento discutiera la legalización del aborto y dio libertad de opción a sus diputados, mientras él se manifestó tibiamente contrario. Al final, el Congreso rechazó la propuesta.
Sin datos para mostrar, el gobierno, asesorado por el gurú de la comunicación ecuatoriano Jaime Durán Barba, comenzó a enarbolar un discurso según el cual, pese a las penurias actuales, la Argentina estaría sentando “las bases reales” para el crecimiento. El núcleo de esta narrativa podría resumirse en que aún si con el kirchnerismo el poder adquisitivo y el consumo popular tenían un mejor desempeño, eso era una ficción. Los subsidios a los servicios públicos, el aumento del gasto público y la corrupción reinante habrían transformado ese bienestar relativo en una ilusión en el mediano plazo. Mientras, la lucha contra el déficit fiscal, supervisada por el FMI, y algunas “obras estructurales” estarían poniendo los cimientos de un nuevo país que no se podrá ver en este primer mandato pero que sin duda emergerá si la ciudadanía le da a Macri cuatro años más en la Casa Rosada.
Para el ministro de Transporte, Guillermo Dietrich, muchos argentinos tienen la suficiente “inteligencia emocional” para hacer este razonamiento que, de funcionar, le permitiría a Macri ser reelegido pese al escenario económico. Pero hay otras emociones en juego y gran parte del electorado de Macri lo que en verdad va a votar es impedir el retorno al poder de Cristina Kirchner, vista como la suma de autoritarismo y corrupción. Durán Barba lo explicó sin ambigüedades: "el miedo supera a la decepción”. Es decir, según la apuesta del oficialismo, el miedo a otro periodo de populismo de Cristina Kirchner será mayor que la decepción con el primer gobierno de de Macri. Entonces, el desafió del gobierno actual es tratar de hablar lo menos posible de economía en la campaña electoral. Su última carta es el acuerdo de libre comercio entre el Mercado Común del Sur (Mercosur) y la Unión Europea (UE) presentado por el gobierno como el “retorno” de Argentina al mundo.
La inclusión del senador Pichetto en la fórmula presidencial de Macri generó una fuerte dosis de entusiasmo en el gobierno. Pichetto es una figura peculiar: combina posiciones liberales en economía y proestadounidenses en temas geopolíticos, una retórica antimigración similar a la de la alt-right y es, al mismo tiempo, partidario de la legalización del aborto. Incluso coquetea con una retórica anticomunista que ya le dio buen resultado a Jair Bolsonaro en Brasil. Dijo, por ejemplo, que el kirchnerismo puso como candidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires a un “comunista”, una referencia al ex ministro de Economía Axel Kicillof (2013-2015), que proviene de la izquierda universitaria. Con la candidatura de Pichetto, Macri busca construir una “pata peronista” en un proyecto en esencia antiperonista y le permite mostrar apertura política. Además, Pichetto es un político hábil que podría, en caso de ganar, mejorar la gobernabilidad y la relación con los gobernadores peronistas—que controlan la mayoría de las provincias—y con el Congreso.
El fantasma K
Si algo recorre el país en este año electoral es el fantasma de la ex presidenta, que a finales de 2015 abandonó el poder sin posibilidad constitucional de reelección inmediata con una Plaza de Mayo abarrotada que gritaba “Vamos a volver”. Sin embargo, el escenario no fue sencillo para la dos veces presidenta. A la derrota de 2015 le siguió una catarata de juicios anticorrupción que dinamitaron sus segundas líneas y desarmaron su espacio político. El kirchnerismo sobrevivió, básicamente, por la popularidad de la ex presidenta, que ni en sus peores momentos bajó del 30 por ciento, lo que algunos definieron como una “minoría intensa”.
A diferencia de otros países de la marea rosada latinoamericana, el kirchnerismo no creó un nuevo partido, sino que emergió como una especie de fracción del peronismo, una identidad política enigmática. Fundado en la década de 1940 por el entonces coronel Juan Domingo Perón, el peronismo tuvo siempre elementos fascistizantes propios de los nacionalismos de los años 40 y aristas “socialdemócratas.” Esa combinación permitió construir uno de los mejores Estados de bienestar latinoamericanos. No debemos olvidar un componente mítico fundamental: la figura de Eva Perón, fallecida a los 33 años en 1952, los años de auge del peronismo. Pero hay un elemento adicional que explica en parte esa fascinante ubicuidad del peronismo: el larguísimo exilio de Juan Perón, la mayor parte en Madrid—que duró desde 1955 hasta 1973. Al no estar presente en el país, el líder emitía diversos tipos de mensajes ideológicos desde su residencia madrileña que alentaban tanto a la derecha (incluso extrema) como a la izquierda (a veces también extrema) de su movimiento.
Los mandatos de los herederos de Perón desde la vuelta a la democracia en 1983 también ilustran este carácter proteico. Si Carlos Menem (1989-1999) aplicó un programa neoliberal, Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Kirchner (2007-2015) conectaron con un peronismo de izquierda que siempre había sido minoritario e incluso en los años 70 llegó a ser repudiado por el propio Perón. Si con Menem la Argentina tuvo “relaciones carnales” con Estados Unidos—como las definió su canciller Guido Di Tella—con los Kirchner el país se alineó con la marea rosada liderada por Venezuela, aunque ni Néstor ni Cristina fueron seducidos por el discurso del “socialismo del siglo XXI”. El kirchnerismo combinó nostalgia con la Juventud Peronista de los 70—capaz de tomar las armas en favor de la “liberación nacional” y objetivo del terrorismo de Estado de la dictadura militar—con un proyecto que siempre fue un reformismo moderado; combinó retórica populista con prácticas mucho más republicanas que las de Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales. De hecho, fue capaz de atraer a sectores medios progresistas provenientes de tradiciones no peronistas.
Pero uno de los puntos débiles del kirchnerismo fue la corrupción. El financiamiento político—y personal—a través de un manejo opaco de los millonarios presupuestos de la obra pública terminaron por estallar. “Se robaron todo”, comenzó a ser un latiguillo simplón y eficaz del antikirchnerismo y se buscó estimular una lectura que reducía la era kirchnerista a la corrupción, opacando que se trató de una experiencia compleja que combinó elementos contradictorios.
Estas contradicciones incluyeron por un lado un lenguaje de derechos que llevó, por ejemplo, a la aprobación del matrimonio igualitario, aunque no del aborto legal. Sus gobiernos también estimularon el consumo popular, y en líneas generales se evitó la represión de la protesta social. Pero al mismo tiempo, el modelo económico no produjo reformas estructurales y la gestión de la obra pública se caracterizó por la cartelización de los contratos con el Estado, y estimuló una forma poco transparente de manejo de los recursos que terminó involucrando incluso a algunos movimientos sociales y derechos humanos. Pero a ello se sumó la alteración de las estadísticas nacionales y una retórica populista de amigo vs. enemigo que se incrementó en los últimos años del gobierno de Cristina Kirchner, en paralelo al deterioro económico. Desde la llamada “crisis del campo” de 2008, cuando el gobierno fracasó en su intento de aumentar los impuestos a los exportadores agropecuarios, el kirchnerismo enarboló un lenguaje político más “chavista”, aunque en la práctica estuvo muy lejos de alterar el orden constitucional como ocurrió en Venezuela.
Aunque es una figura muy popular en la periferia de Buenos Aires, Cristina Kirchner quedó segunda, por escaso margen, en las elecciones de mitad de término de 2017 cuando entró al Senado por la minoría. Y eso es una luz de alarma para el actual año electoral. En los últimos tiempos, la ex presidenta y sus asesores detectaron que cuanto más tiempo permanecía sin hablar en público, más crecía en las encuestas. Y eso explica su “política del silencio” de estos meses, cuando Cristina Kirchner dosificó sus discursos. A ello le sumó este año un libro de memorias e intervención política titulado Sinceramente que fue un boom editorial—con un tiraje de más de 300.000 copias—y la llevó nuevamente al primer plano de la política.
Tras ese éxito de marketing político, la ex presidenta tomó una decisión que alteró todo el tablero político: decidió dar un paso al costado y competir por la vicepresidencia. Abandonando un perfil más combativo, colocó a la cabeza de la fórmula presidencial a Alberto Fernández, un ex hombre fuerte del primer tramo del kirchnerismo, políticamente moderado, que había abandonado el espacio kirchnerista y criticado ferozmente a la ex presidenta; por eso era considerado un “traidor” por los kirchneristas. Reconciliado hace poco tiempo con Cristina Kirchner, Fernández se transformó en uno de sus principales asesores y ahora terminó como candidato presidencial con ella como acompañante.
La finalidad de esta “jugada maestra” es volver a unir al peronismo, lo que la resistida figura de la ex presidenta—sobre todo entre los poderosos gobernadores—no permite hacer. Y ella sabe que salir al ruedo como candidata presidencial sería un fuerte acicate al backlash antikirchnerista. Alberto Fernández se definió recientemente como el ala “liberal progresista” del peronismo y sin duda su figura aleja cualquier fantasma sobre una potencial “venezuelización”.
La “venezuelización” y un futuro “Ministerio de la Venganza” son dos de las figuras que el macrismo utiliza para que el miedo supere a la decepción, volviendo al dilema de Durán Barba.
Escenario abierto
La carrera hacia octubre está abierta. En el momento de escribir este artículo (junio 2019), las encuestas no permiten anticipar ningún escenario. Hay, en todo caso, una cierta paradoja: mientras que la grieta se profundiza, ambos bloques buscan mostrarse más “amplios”: el kirchnerismo desplazándose hacia el centro y el macrismo tratando de sumar peronistas.
Al mismo tiempo, unos y otros saben que los márgenes de maniobra económicos son muy estrechos. Si gana el macrismo no solo será la primera vez que un gobierno no peronista completa su mandato en democracia sino que renovará el crédito a esta opción de centroderecha nueva en el mapa político nacional. Si gana el peronismo/kirchnerismo, seremos testigos de cómo se reinventa este espacio, que de seguro no será el kirchnerismo que ya conocemos.
Pablo Stefanoni es periodista e historiador. Sirve como Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad e integrante del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CeDInCI)/Universidad Nacional de San Martín (Unsam).