Este artículo forma parte del número de primavera 2022 del NACLA Report, nuestra revista trimestral.
En las paredes de la casa de Beatriz Méndez, cuelgan las fotos de Weimar y Edward, su hijo y su sobrino, quienes tenían 19 años cuando los militares colombianos los vistieron con ropa camuflada y los asesinaron el 21 de junio de 2004, en Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá. Cuatro años después, otros 19 jóvenes desaparecieron a pocos kilómetros, en Soacha, después de que hombres desconocidos les ofrecieran trabajo en el campo y se los llevaran. Sus cuerpos fueron reportados por el ejército como guerrilleros muertos en combate en Ocaña, Norte de Santander, a 600 kilómetros de sus barrios.
Un grupo de madres y familiares de Soacha denunciaron ante los medios de comunicación que los militares estaban ocultando la verdad. Ante las cámaras, afirmaron que sus hijos eran estudiantes y trabajadores, dejando claro que nunca formaron parte de un grupo armado. En lugar de victimarios, sus hijos eran víctimas. Las madres le exigieron al estado que explicara quién los había secuestrado y asesinado y porqué sus cadáveres aparecieron en fosas comunes y vestidos con ropa de camuflaje. Aquí comenzó la historia del mayor crimen de ejecuciones extrajudiciales documentado en Colombia en su historia reciente, los “falsos positivos”, como se le conoce eufemísticamente.
Hoy, visitar las casas de madres como Beatriz, en el sur de Bogotá, es entrar en un museo íntimo y personal que cuenta la historia de sus años de lucha y duelo. Las Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo), es una organización conocida en Colombia como Las Madres de Soacha, conformada por no solo por mamás, sino también por hermanas que han luchado durante 16 años por desenterrar y exigir “la verdad total” sobre lo ocurrido. Ellas saben que el estado sigue ocultando grandes piezas de un secreto público. Por eso se han tomado el espacio público con sus discursos, objetos e intervenciones creativas, produciendo una serie de artefactos como carteles, pancartas, tejidos, fotografías, murales, obras de teatro, performances, artesanías y pinturas. En cada uno de sus espacios, estos repertorios únicos operan como poderosas materializaciones de reclamos y disputas contra el estado y también funcionan como canales de sanación.
Las Madres de Soacha han usado sus objetos para visibilizar lo que otros quieren ocultar, convirtiéndose en un poderoso contrapúblico, como lo nombraría Nancy Fraser, que diseña medios de expresión con los que desafían y desestabilizan las narrativas oficiales sobre las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones ordenadas por el estado en Colombia.
¿Quién dio la ordén?
Entre 2000 y 2008, el ejército colombiano secuestró y asesinó al menos a 6.402 civiles y los hizo pasar por guerrilleros muertos en combate. La mayoría eran jóvenes, de poco más de 20 años, de barrios empobrecidos y municipios apartados. La estrategia basada en contabilizar y premiar las bajas en combate se impulsó con fuerza durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), tiempo en el que se registraron el 78 por ciento de todas las ejecuciones extrajudiciales de civiles registradas por el estado colombiano, según el Informe Final de la Comisión de la Verdad. Los asesinatos hacían parte de un sistema criminal interno que promovía recompensas para quienes acumularan más muertes de rebeldes. Los soldados recibían a cambio ascensos, dinero, días extras de vacaciones, cigarrillos, pizzas y pollos fritos.
Investigaciones e informes publicados recientemente por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad de Colombia confirmaron que estas ejecuciones extrajudiciales fueron utilizadas por el estado para construir una narrativa en la que su ejército estaba ganando la guerra contra la guerrilla más antigua de América, aniquilando cientos de rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), considerados su principal enemigo.
En Design and Political Dissent: Spaces, Visuals, Materialities (2020), Jilly Traganou describe cómo, a través de una serie de artefactos y acciones de disidencia, distintos movimientos civiles han encontrado formas no verbales de resistencia creativa. Estos repertorios de contención política están anclados en el mundo físico: objetos desobedientes, prácticas insurgentes en espacios ocupados, archivos de artefactos materiales que encarnan el disenso y diversos montajes creativos que promulgan el desacuerdo.
Uno de los artefactos visuales más poderosos producidos por un movimiento social en Colombia habla de los falsos positivos. El mural ¿Quién dio la orden?, diseñado por el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), apareció por primera vez en Bogotá en octubre de 2019 y mostraba los rostros de cinco generales investigados por su presunta participación en el asesinato de civiles. La imagen de gran formato se instaló junto a una escuela militar desatando una polémica nacional. Solo unas horas después de su aparición fue borrada con pintura blanca por hombres vinculados al ejército. El mural se pintó varias veces más siendo alterado de manera repetitiva. Esta tensión catalizó la viralización de la imagen en redes sociales y también provocó una batalla jurídica. Dos años después, con una sentencia de la Corte Constitucional que reconoció el derecho de las víctimas a la libertad de expresión, el mural se pintó de nuevo en las afueras de la escuela militar, esta vez con las caras de 14 generales del ejército y el número actualizado de víctimas: 6.402.
Las Madres de Soacha participaron en la creación de ¿Quién dio la orden?. Junto a diversos colectivos de víctimas llevaron el mural a todo tipo de objetos: telas, camisas, afiches, grafitis, tazas de café. Todos estos objetos estaban ahí, en la casa de Beatriz, en el comedor, en la cocina, en las habitaciones, en forma de carteles y stickers pegados en la puerta, la nevera y las ventanas.
Beatriz también me mostró el folleto de Develaciones, la obra de teatro financiada por la Comisión de la Verdad en la que participaron las madres y se estrenó en Bogotá en 2022, cuando se publicó el informe final de la Comisión. Luego, sacó de los cajones las imágenes en blanco y negro de un proyecto fotográfico en el que algunas madres fueron enterradas parcialmente y me habló de lo difícil que fue esa experiencia. También sacó de su closet un trozo de tela en el que cosió, con retazos, imágenes que le recordaban a su hijo: la casa donde vivieron, las flores del jardín, los hombres que lo mataron. Reunirse a coser tapices sobre sus historias y crear artefactos de memoria, junto a distintos artistas, les ha servido a las madres como terapia para sanar en colectivo.
Durante años, el estado colombiano justificó las ejecuciones extrajudiciales de los falsos positivos como errores aislados cometidos por unos pocos militares. La narrativa oficial los presentaba como “manzanas podridas” que se habían extralimitado en sus funciones. Cuando las organizaciones de víctimas recopilaron bases de datos y empezaron a informar de que los asesinatos podían superar los 5.000, miembros del gobierno y del ejército cuestionaron la fuente de las cifras y las calificaron de exageradas.
Gracias a las demandas públicas de Las Madres y otros grupos de víctimas, las organizaciones civiles y los tribunales de paz priorizaron la realización de investigaciones que revelaron que los asesinatos se contaban, de hecho, en miles y que docenas de militares estaban implicados en los crímenes, planificándolos y llevándolos a cabo sistemáticamente en todo el país. Aunque durante años el estado se negó a reconocer la gravedad de los hechos, en 2022, la Comisión de la Verdad confirmó en su informe final que los falsos positivos representan el periodo más grave de violación del derecho a la vida por parte del estado en casi seis décadas de conflicto armado.
La violencia del estado contra las madres transformó radicalmente sus vidas. Cambió su forma de pensar, moldeó sus prácticas políticas y también sus cuerpos, convirtiéndolas en mujeres críticas y visibles. Ante la falta de explicaciones sobre la desaparición, secuestro y asesinato de sus hijos a manos del estado que debía protegerlos, Las Madres abandonaron sus espacios privados y se convirtieron en potentes sujetos políticos públicos.
Memorias encarnadas
En 2016, años después de la desaparición y asesinato de sus seres queridos, algunas Madres y familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales aceptaron la propuesta del fotógrafo holandés Niels Van Iperen de tatuarse los rostros y nombres de las víctimas, como parte de su proyecto “Nunca Más”.
Doris Tejada, madre de Óscar Alexander Morales, desaparecido el 31 de diciembre de 2007 en la ciudad de Cúcuta, fue la primera en aceptar. “Mi única condición era que quería un tatuaje grande: la cara de mi hijo en el brazo derecho”, me dijo. Las sesiones en el estudio fueron para ellas poderosos rituales de duelo. “El día que me tatué, sentí que todo el dolor que tenía adentro salía a través de las agujas de la máquina. No sé si tatuarse duele tanto, pero lo que sentí aquel día fueron ríos de dolor que se liberaban a través de mi brazo”, me dijo Doris.
Por lo menos diez madres y familiares se han tatuado el cuerpo con los rostros y nombres de sus hijos. Sus tatuajes han abierto caminos de resistencia y sanación personal y colectiva. Los rostros de sus hijos y sus nombres tatuados en la piel traen de vuelta a los muertos, dándoles agencia y creando nuevos vínculos entre madres e hijos. Sus tatuajes y sus cuerpos se han convertido en espacios íntimos de autoreparación, memorialización y canales de comunicación con sus hijos muertos.
Beatriz Méndez tiene tres tatuajes: el retrato de su hijo en el brazo izquierdo, un ángel en la espalda adornado con el nombre de Weimar y una mariposa en el costado, símbolo de su transformación de tímida mujer rural en una de las defensoras de derechos humanos más visibles de Colombia. “La muerte de mi hijo me obligó a transformarme en otra persona”, me dijo en su casa de Bogotá.
Doris siente la presencia de Óscar todos los días. Su hijo la acompaña a las marchas y a las jornadas de búsqueda de desaparecidos en los cementerios. “No necesito un cartel en una protesta porque llevo su imagen en la piel. Lo llevo conmigo en mis viajes de buscadora. Me ayuda a buscar sus restos y a encontrar a los hijos de otras madres. Cargo con este cuerpo de 73 años y con mi hijo hasta que me voy. Cuando murió tenía 26 años y ahora tiene 41”.
Doris me dijo esto cuando la entrevisté a finales de 2023 y en abril de 2024, 16 años después de la desaparición de Óscar, recibió la noticia de que la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas había identificado los restos de su hijo, encontrados en el cementerio alterno del El Copey, en Cesar.
Para Beatriz y Doris, sus hijos recuperaron la presencia en este mundo a través de sus tatuajes. En el cuerpo de sus madres, Weimar y Óscar volvieron a tener un cuerpo, un cuerpo en el que ahora viven juntos, siguen comunicándose e incluso, en cierto modo, envejecen. “Mientras me tatuaban, poco a poco, el rostro de mi hijo fue apareciendo en mi brazo, y reconocí su mirada; era él, mi hijo, otra vez, tan hermoso, reencarnado en mi cuerpo, sangre de mi sangre”, dice Beatriz.
Para las madres sus tatuajes las han convertido en monumentos vivos: monumentos que no necesitan el permiso de un alcalde para ser construidos, que no tardan años en erigirse en espacios públicos, que no requieren trámites burocráticos y en los que no se negocian las narrativas. “Se crean monumentos de cemento y luego se derriban, pero a mi monumento no le puede pasar nada de eso”, me dijo Beatriz.
Blanca Monroy se tatuó en el brazo izquierdo la misma balanza del signo libra que Julián, su hijo, llevaba en el mismo lugar. Este tatuaje ayudó a identificar su cuerpo cuando lo sacaron de una fosa común a 600 kilómetros de Soacha, seis meses después de que fue secuestrado en marzo de 2008.
Diana Taylor, profesora de Performance Studies en la Universidad de Nueva York, lo describe en su libro ¡Presente! The Politics of Presence (2020): estar presente es simultáneamente un acto, una palabra, un gesto, una actitud, un reconocimiento y una respuesta al aclamo de la autoridad, un grito de guerra frente a la anulación. A la luz de Taylor las apariciones de Las Madres de Socha, su monumento vivo, podrían leerse como una presencia que logra perturbar, trastornar, interrumpir las jerarquías y estructuras políticas, y sus discursos legitimadores.
El monumento vivo se activa en sus performances, en los altares que instalan en una charla ante universitarios y frente a los tribunales, durante sus audiencias judiciales. Del monumento hace parte también sus hijos muertos, que regresan a este plano a través de sus tatuajes. Sus repertorios de curación y disidencia han servido para ampliar la presencia de Las Madres en las esferas públicas y políticas en las que participan. Esta presencia recargada funciona como un sólido sistema de protesta, comunicación de contrapoder y memorial para sus muertos. De ellas, sus tatuajes y sus objetos emerge un nuevo cuerpo.
Dos monumentos
El monumento vivo generado por Las Madres le ha exigido al gobierno colombiano acciones concretas de reparación y reconocimiento. Entre ellas se encuentra la instalación de un memorial físico en Bogotá, un sitio donde se cuestione públicamente la narrativa oficial, donde el número de 6.402 muertos sea visible y sirva como punto de encuentro para las víctimas y sus comunidades.
El 16 de abril de 2023, Las Madres conmemoraron 15 años de lucha en la plaza principal de Soacha, el lugar donde han pedido repetidamente que el gobierno erija un monumento físico sobre sus casos. Durante años Las Madres imaginaron ese monumento en muchas formas: como una fuente de agua, un jardín o un obelisco. Lo proyectaron como un mausoleo para guardar las cenizas de las víctimas, y también como un memorial con 19 estatuas de pie con los brazos abiertos al cielo. A pesar de no estar aún materializado, el esperado monumento existe en la imaginación y desde ahí opera, incomodando y generando tensiones. Varias veces el monumento ha estado dibujado en planos arquitectónicos y proyectado en presupuestos.
La creación del memorial es una promesa reiteradamente incumplida. La obra vive en las palabras de ministros, alcaldes y presidentes. El 11 de marzo de 2023, el presidente Gustavo Petro fue el último en hacerlo. Viajó a Soacha y, ante un coliseo abarrotado, se refirió a este caso de falsos positivos como el “peor crimen de lesa humanidad en las Américas en la historia contemporánea” y luego, como era de esperarse, prometió que en Soacha se erigiría “un gran monumento” para “cerrar este dantesco capítulo de la historia de Colombia en el que un estado asesinó a su propia sociedad”.
Tras su promesa, Las Madres trabajaron seis meses junto al Ministerio de Cultura en la conceptualización de un nuevo memorial. En diciembre de 2023, las mujeres presentaron el resultado: una maqueta en forma de parque de la memoria y centro cultural. Un espacio de arquitectura circular con un árbol central y otros alrededor. Las madres explicaron que el lugar está inspirado en cuerpo de una mujer que da a luz, y en la relación de esa madre con sus hijos.
La promesa es construir el parque-memorial en Soacha pero hoy es difícil calcular cuándo se materializaría. Proyectos similares como la construcción del Museo Nacional de Memoria Histórica, que el Estado se comprometió a construir desde 2011, han sido objeto de disputas políticas que han impedido su materialización. El Museo es hoy una ruina abandonada, con fallas estructurales y a medio construir en el centro de Bogotá, un proyecto marcado por la desfinanciación, las luchas por la verdad y una serie de casos de corrupción ligados a su construcción.
Los memoriales son en definitiva espacios donde la sociedad negocia las narrativas sobre las que se sostiene. Mientras Petro anuncia que este monumento abre la posibilidad de “cerrar un capítulo”, para Las Madres se trata de todo lo contrario. El memorial que imaginan no está pensado para que el estado salde su deuda con la historia, sienta alivio, abrace a Las Madres y cierre el caso. Todavía se ocultan importantes piezas del secreto público: las mujeres denuncian que los testimonios brindados por los militares en los tribunales de la JEP carecen de información esencial.
Los propios militares les han dicho a Las Madres que sus testimonios están sujetos al control de terceros, y que no pueden decir todo lo que saben porque es demasiado arriesgado. Muchos cuerpos de jóvenes asesinados siguen desaparecidos, enterrados en fosas comunes o cementerios clandestinos que el estado colombiano se niega a reabrir, a pesar de tener información sobre su ubicación. Las muertes de sus seres queridos están lejos de ser casos cerrados.
Angélica Cuevas-Guarnizo es periodista y curadora especializada en asuntos de derechos humanos con un máster en Antropología y Diseño de The New School. Actualmente es coordinadora de comunicaciones de ESCR-Net–International Network for Economic, Social and Cultural Rights, en Nueva York.