En busca del centro perdido venezolano

Con el país atrapado en una batalla campal en la que el ganador se lo lleva todo, no sorprende que los votantes se sientan apáticos. Las soluciones deben venir del espacio entre los extremos.

March 16, 2022

Se quema un vehículo policial durante una protest contra el gobierno venezolano en Mérida, octubre del 2016. (sebastorg / Shutterstock)


Este artículo forma parte del ejemplar de primavera 2022 del NACLA Report, nuestra revista trimestral.


Read this article in English.

En el calor sofocante del Caribe, varias docenas de venezolanos vestidos con ropa informal llenaron una sala de reuniones con aire acondicionado en un resort de lujo en Cartagena de Indias, Colombia. Era octubre de 2001 y la ocasión era la 25ª reunión anual del Grupo Santa Lucía, un encuentro informal de empresarios y políticos que, desde finales de la década de 1970, había servido como plataforma de lanzamiento de algunas de las ideas de política pública más influyentes del país.

Si bien el grupo fue muy relevante a fines del siglo XX, había perdido parte de su brillo después de que quedase en evidencia su incapacidad —o falta de voluntad—para atraer a miembros de la administración de Hugo Chávez a las discusiones. En lugar de su concepción original como un espacio no partidista para el diálogo, se había ido convirtiendo en una cámara de resonancia para ideas, estrategias y frustraciones opositoras. En la última sesión de la reunión, los participantes escuchaban con atención una presentación de una respetada encuestadora venezolana. Cuando apareció una diapositiva que mostraba la evolución de los índices de aprobación de Chávez, un suspiro colectivo de euforia recorrió la sala. Por primera vez desde que asumió el cargo, más venezolanos desaprobaban a Chávez de los que lo aprobaban.

Acepté la invitación del Grupo Santa Lucía para dar una presentación sobre las perspectivas económicas del país. Un año antes, había sido elegido por unanimidad como jefe de la Oficina de Asesoría Económica y Financiera de la Asamblea Nacional de Venezuela, emergiendo como candidato de consenso entre el gobierno y la oposición. De acuerdo con mi mandato, manejé la oficina como un cuerpo técnico no partidista, al tiempo que dialogaba e intercambiaba ideas con todos los grupos y fracciones políticas. Sin embargo, pronto aprendí que no todos pensaban que el análisis no partidista era una buena idea. Uno de los informes de mi oficina, que apuntaba a la insostenibilidad de la propuesta de seguridad social del gobierno, había indignado al presidente de la Comisión de Desarrollo Social, uno de los líderes emergentes del chavismo, quien pidió mi destitución. Su nombre era Nicolás Maduro.

Dos meses después de la reunión en Cartagena, la principal asociación empresarial de Venezuela, Fedecámaras, y la federación sindical, la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), convocaron la primera de varias huelgas nacionales para protestar por el presunto abuso del Poder Ejecutivo en sus funciones de gobierno. El 11 de abril de 2002, cientos de miles de manifestantes marcharon hacia el Palacio de Miraflores, lo que provocó enfrentamientos con los partidarios del gobierno y desató una rebelión militar que condujo a la breve salida del poder de Chávez.

En ese momento, parecía estar claro que era posible derrocar a un presidente impopular en América Latina mediante manifestaciones masivas, particularmente si estas coincidían con un cambio en la lealtad de oficiales militares clave y un rápido reconocimiento por parte de Estados Unidos. Pocos, por ejemplo, habían lamentado la destitución de Abdalá Bucaram en Ecuador (1997) después de solo seis meses en el cargo, cuando el Congreso- dominado por la oposición- lo declaró no apto para gobernar, a pesar de que el tribunal supremo del país declaró inconstitucional ese juicio político. Una medida similar parecía avecinarse en la madrugada del 12 de abril cuando una facción de legisladores del Movimiento V República (MVR) de Chávez, encabezada por el veterano político Luis Miquilena, quien se había distanciado de Chávez a fines de 2001, parecía lista para avalar la juramentación de un nuevo gobierno.

Sin embargo, en un patrón que se volvería demasiado familiar durante las próximas dos décadas, la oposición se extralimitó y evitó cualquier negociación con los chavistas moderados liderados por Miquilena. En cambio, respaldaron la toma de posesión de Pedro Carmona, presidente de Fedecámaras, como presidente de la República, a pesar de que nunca había sido electo para ningún cargo público.

Incluso después de que se derrumbó la breve presidencia de Carmona, la oposición mantuvo una fuerza política significativa y Chávez seguía siendo impopular. La economía había entrado en recesión después de que una pérdida sostenida de las reservas internacionales obligara al Banco Central de Venezuela a devaluar en febrero de 2002. A finales de año, la oposición había adoptado una nueva estrategia. Aprovechando el apoyo de los gerentes de la industria petrolera, la oposición convocó una huelga general indefinida que incluiría al sector petrolero y paralizaría los ingresos del gobierno. Cortémosle el acceso de Chávez a los petrodólares, decían los promotores de esta estrategia, y éste no podría sobrevivir en el cargo.

Si bien la huelga petrolera logró paralizar los ingresos petroleros, no llegó ni remotamente cerca de derrocar a Chávez. Sin embargo, al llevar la economía a una contracción de dos dígitos, la oposición logró convencer a los venezolanos de algo que Chávez no había podido hacer por sí solo: que sus adversarios estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para llegar al poder, incluso si eso significaba causar un daño perdurable a la economía de la nación. El paro de 2002-2003 dio crédito a los ojos de muchos venezolanos a la caracterización de la oposición del país como un grupo liderado por figuras de clase alta que podían permitirse un lujo que la gente común no podía: pasar dos meses sin recibir un sueldo. Chávez respondió invirtiendo recursos públicos en programas sociales del gobierno, y logró fácilmente la victoria en el referéndum revocatorio de 2004.

Avancemos hasta 2022. Durante una sesión virtual celebrada el 3 de enero, un grupo de legisladores de la Asamblea Nacional de Venezuela elegida en 2015 aprobó una propuesta para extender el mandato de Juan Guaidó por un año más. Los legisladores, que afirman representar a la última institución elegida a través de elecciones libres y justas, han utilizado una cuestionada interpretación de la Constitución para crear la figura del gobierno interino y, quizás lo más importante, obtener el control sobre activos extraterritoriales del Estado valorados en miles de millones de dólares. Ya perdida cualquier oportunidad de lograr un cambio de régimen, el principal argumento a favor de mantener el gobierno interino, de acuerdo con sus defensores, es que se necesita bloquear el acceso del gobierno de Maduro a estos recursos.

La estrategia de la oposición para desalojar a Maduro es asombrosa en su parecido con lo que se intentó contra Chávez hace dos décadas. Al igual que entonces, la oposición ha boicoteado elecciones y llamado a una insurgencia militar mientras hace todo lo que está a su alcance para restringir el acceso del gobierno a fondos. En el centro de la estrategia, una vez más, está el intento de paralizar los ingresos petroleros. Si bien la oposición ya no tiene influencia sobre los gerentes de la industria petrolera, ha disfrutado del pleno apoyo de un actor aún más importante: el gobierno de los Estados Unidos. “Reducir la producción del monopolio petrolero estatal lo más bajo posible, algo que la oposición apoyó plenamente, bien podría haber sido suficiente para colapsar el régimen de Maduro”, escribió el exasesor de Seguridad Nacional de Trump, John Bolton, en sus memorias de 2020 sobre la decisión de imponer sanciones petroleras sobre Venezuela “Pensé que era hora de apretar los tornillos y pregunté: '¿Por qué no buscamos una victoria aquí?'”

Una vez más, la estrategia ha terminado desastrosamente. Maduro sigue firmemente instalado en el poder. La coalición de Guaidó se ve acosada por luchas internas, y los escándalos de corrupción en torno al control de activos del gobierno interino han empañado gravemente su imagen. La producción petrolera ha vuelto a subir lentamente, a más del doble de sus mínimos de mediados de 2020, y la economía está lista para ver su primer año de crecimiento positivo desde 2013.

Ausentes en la estrategia política de la oposición durante la mayor parte de estos últimos años están los intentos de relacionarse con las fuerzas centristas o simpatizantes de Chávez, cuyo índice de aprobación sigue rondando el 50 %, eclipsando el de cualquier político de la oposición. El singular enfoque de la oposición en sacar a Maduro del poder la ha llevado a ignorar la mayoría de las iniciativas de acuerdos para abordar la crisis humanitaria del país, tales como un programa de petróleo por alimentos o el uso de fondos congelados para comprar vacunas. Por supuesto, la idea de destituir a un presidente impopular puede ser un fuerte catalizador para la movilización pública en algunas circunstancias. Sin embargo, con el tiempo no sorprende que los votantes se sientan cada vez más desconectados de un movimiento político que les dice muy poco sobre sus problemas cotidianos.

Siempre me ha llamado la atención lo difícil que se ha hecho el surgimiento de un centro político en Venezuela, a pesar de la aparente demanda que revelan los estudios de opinión. Una de las razones es que, en la lógica de un conflicto político de alto riesgo, los disidentes son tratados incluso con más dureza que los adversarios.

Viví esta realidad cuando me desempeñé como jefe del programa de gobierno de la candidatura presidencial de Henri Falcón en 2018, que trató de trazar una visión de centro como alternativa a la política en la que el ganador se lo lleva todo mediante una propuesta de transición electoral democrática. Algunos de los principales expertos en políticas públicas del país nos ayudaron a formular nuestras propuestas de políticas en áreas tales como la economía, salud, petróleo y seguridad social con la condición de que nunca reveláramos públicamente su participación, por el temor a represalias por parte de los líderes de la oposición. Dos años después, el jefe del Banco Central de Venezuela nombrado por Guaidó me acusó de “traición a la patria” por haber asesorado a inversionistas internacionales sobre Venezuela cuando dirigía el grupo de economía andina del Bank of America. Su lenguaje, argumentos y comportamiento eran muy similares a los de Maduro cuando pidió mi destitución como jefe de la Oficina de Asesoría Económica de la Asamblea Nacional 15 años antes.

La inclinación generalizada de la oposición a apelar a estrategias maximalistas centradas en sacar a su adversario del poder mientras descarta la movilización de base, la formación de coaliciones y la promoción de reformas incrementales no es una coincidencia. El cambio en las estrategias políticas se produjo a raíz de las reformas electorales e institucionales de la década de 1990, que aumentaron significativamente el poder del Ejecutivo y debilitaron a los partidos políticos. Las estrategias en las que el ganador se lo lleva todo, por supuesto, parecen muy atractivas cuando quienes las adoptan creen que están ganando; su verdadera falta de atractivo solo se revela completamente una vez que se dan cuenta de que pueden haber perdido.

Hay señales de que la prevalencia de las estrategias maximalistas finalmente está comenzando a aflojarse. En las elecciones regionales de noviembre de 2021, las fuerzas centristas que se oponen a las sanciones y son críticas tanto con la oposición mayoritaria como con Maduro recibieron tres de cada cinco votos emitidos contra el partido de gobierno. En una elección especial en Barinas, el estado natal de Chávez, la oposición logró una sorprendente derrota al forjar una alianza con grupos centristas locales. Construir una alternativa de centro a la política en la que el ganador se lo lleva todo no dejará de ser difícil, y quienes busquen hacerlo seguramente no lograrán escapar el fuego cruzado. Sin embargo, es probablemente la única alternativa para sacar al país de un conflicto por el poder que ha destruido la vida de millones de venezolanos.


Francisco Rodríguez es asesor del Council on Foreign Relations. Se ha desempeñado como jefe de la Oficina de Asesoría Económica y Financiera de la Asamblea Nacional de Venezuela, del equipo de investigación del Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas y del equipo de la economía andina de Bank of America. Su libro, Scorched Earth: The Political Economy of Venezuela’s Economic Collapse, será publicado en 2022.

Tags: 

Like this article? Support our work. Donate now.